En Sevilla hay un pregón anual, el tradicional, el de toda la vida de Dios, como se dice en el argot. Se trata del Pregón de Semana Santa, que da paso a la aceleración que conduce al Domingo de Ramos y al casi eterno retorno de la Pasión de Cristo sobre las calles desde hace muchos siglos, al menos, oficialmente, desde 1604 aunque las cofradías tienen raíces medievales.
El de este año, al que no asistí, tuvo un componente musical enternecedor para esRadio puesto que, en mitad del acto, sonó la música de un pasodoble, Suspiros de España, que es la sintonía de La Mañana de Federico desde siempre. Algunos creyeron que la acústica del Maestranza – que la Maestranza es la otra -, iba a recuperar mágicamente algunas de las filípicas de Jiménez Losantos, pero no fue así.
Sí que estuve presente, ya por la noche, en el segundo pregón, este netamente musical, el del emocionante concierto del pianista polaco Rafał Blechacz, no olviden este nombre. Para los que a los titantos muchos años nos esforzamos todavía en aprender música y a tocar el piano – otra falla de la educación en España -, este joven de 33 años es un prodigio de técnica y sensibilidad. Naturalmente, no tenemos criterio para valorar su interpretación, pero el hecho de que en 2005 ganara el 15ª Concurso Internacional de Piano Frédéric Chopin en Varsovia acaparando todos los premios, incluido el del público, es un indicio suficiente.
Especialmente conmovedor fue el concierto desde que la embajadora de Polonia en España, Marzenna Adamczyk, en un perfecto español, recordara sobre el escenario que el acontecimiento era parte de la conmemoración que el pueblo placo está haciendo este 2018 de un Tratado de Versalles que permitió que, tras seis generaciones de oprobio y exilios, Polonia volviera a ser un Estado nacional unificado. En un país como el nuestro, en el que hay quien aviva la disgregación, no deja de ser una nota de "color especial" que Polonia celebre su unidad en el seno de la Europa que contribuyó a forjar.
No muchos años después, apenas veinte, la Alemania de Hitler y la Rusia soviética de Stalin volvieron a invadirla y a romperla tras haber firmado un pacto de no agresión que incluía el reparto de Polonia. Como es ya una tradición de la estupidez democrática, se publicitó la invasión nazi, pero se silenció la rusa. La maestría propagandística del comunismo soviético, apoyada en demasiados intelectuales desnortados del viejo Occidente, fue una vez más superior.
De hecho, el nazismo ocupó su parte del territorio el 1 de septiembre de 1939 con un resultado esperado, la declaración de guerra por parte de Gran Bretaña, Francia y la Commonwealth. Sin embargo, Stalin invadió "su" parte de Polonia el 17 de septiembre de 1939, quince días después, pero nadie le declaró la guerra.
De los innumerables crímenes de unos y otros, quizá el más estremecedor fue la matanza comunista de oficiales del Ejército, intelectuales y artistas polacos en el bosque de Katyn, lugar ruso próximo a la ciudad de Smolenk. Fueron 22.000 tiros en la nuca, se ha dicho, instigados por Lavrenti Beria, jefe de la NKVD, la predecesora del KGB que escolarizó a Vladimir Putin, y autorizados personalmente por Stalin. El genocidio fue negado por el dictador hasta su muerte, pero la historia y sus documentos lo han demostrado sin duda alguna.
Aprovecho para recomendar vivamente la película La muerte de Stalin, recién estrenada y prohibida en la Rusia del nuevo Zar, donde el carácter asesino y despiadado de Stalin y Beria se plasmaba en las famosas listas donde se escribían los nombres de las personas a ejecutar cada día. El retrato de aquella camarilla sin escrúpulos con derecho a decidir quién vivía y quien no, es aterrador a pesar del beneficio de la comicidad.
Tampoco, naturalmente, podía olvidarse el gueto de Varsovia, el mayor de todos los guetos nazis, donde se maceraba a miles de judíos que se hacinaban luego en trenes con destino a la solución final en compañía de millones de ellos. En ese momento, venían a la memoria del corazón las manos de El pianista de Polanski, W?adys?aw Szpilman, sobre un piano de Varsovia.
En aquello se estaba cuando comenzaron a sonar los espíritus de Mozart, Beethoven, Schumann y Chopin - ninguno de ellos superó los 58 años, pero nos legaron a los seres humanos una combinaciones musicales que han enriquecido nuestra existencia -, y durante casi dos horas surcaron el amplio espacio del Maestranza imágenes perdidas de la Polonia de la libertad, también, claro que sí, la del papa Juan Pablo II, que salió a un balcón que da a la Giralda en 1993, pocos años después de haber consumado la derrota del comunismo ruso y la caída del Muro de Berlín.
Buscando en los poemas del polaco Adam Zagajewski, censurado por el comunismo y exiliado y premiado con el Premio Princesa de Asturias de las Letras 2017, se lee:
Veías refugiados caminar hacia ninguna parte,
oías a los verdugos cantar
alegremente.
Deberías alabar al mundo herido.
Recuerda aquellos momentos, en la habitación blanca,
cuando estabais juntos y el visillo se movía.
Vuelve con la mente al concierto, cuando estalló
la música.
Recogías bellotas en el parque en otoño
y las hojas sobrevolaban girando las cicatrices de la tierra.
Cuando terminó La Polonesa en la bemol mayor, Op.53, nº 6, quizá la más conocida y popular de un Chopin que escribió dos de esas piezas en la cartuja de Valldemosa, en la isla de Mallorca, el Maestranza se pobló de aplausos que siguieron y siguieron durante mucho rato. Un gran pregón por la libertad y la cultura de Europa había sucedido al religioso de toda la vida de por la mañana. Y sí, el mundo era mejor, a pesar de Putin.