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Robe Iniesta en Madrid: la maravillosa necesidad de levantarse contra todos

El placentino y su banda ofrecieron un show difícil de olvidar, un concierto hermosísimo, compacto, sobrio, carnívoro.

Dani Palacios

Robe Iniesta (Plasencia, 1962) es un león que doma fieras. Así lo demostró este miércoles en un Price efervescente, pleno, a rebosar de jaguares que, agazapados en butacas, tardaron lo suyo en adaptarse al nuevo ecosistema –es la primera vez que el autor de "Golfa", "A fuego" o "Por ser un pervertido" hace una gira, Bienvenidos al temporal, por teatros–. "¡Robe, te queremos!", "¡artista!", "¡qué bonito!" e, incluso, un "vamos, Rafa" fueron algunas de las proclamas que, al principio del show, el respetable lanzó a un artista que quería ser escuchado y que cesó el bullicio descontrolado, como un legionario libertario, con un firme "¡Estarse callaos!".

Ojo: no es que Robe quisiera tener a su público como a los esclavos de Ben Hur. Las –brevísimas– advertencias, más que nada, fueron didácticas. Lo dicho: había que domar a una fiera para que ésta degustara, en las mejores condiciones, un bufé musical hermosísimo, compacto, contundente, infestado de matices, sobrio, carnívoro. La primera parte del concierto fue una cosa como de cámara, radical, tensa y agresiva, pero pensada para disfrutar de otra manera, escuchando bien. Ante un público caleidoscópico –madres con sus hijas, seguidores con pedigrí, jevis, pijos, una pareja de septuagenarios–, el artista arrancó con "El cielo cambió de forma", alzando la mirada al techo durante el verso: "Mira, el cielo nunca ha estado tan arriba".

El músico estaba ubicado en una segunda línea –el músico llegó a preguntar al público si le veía bien; hubo dos respuestas: "¡Robe, te seguimos siempre!", y, después: "¡Pero no te vemos!"–, junto al baterista, Alber Fuentes, y el corista/bajista, Lorenzo González; en la primera, David Lerman y Carlos Pérez se exhibían, respectivamente, con su violín y con su bajo, su saxo y su clarinete. Combinaron preciosismo con furia, belleza con agresividad. Deslumbraron en "Hoy al mundo renuncio", pieza en la que también sobresalió un quejío maravilloso de González.

Robe continuó con "Por ser un pervertido", una canción "que no habla de hombres ni de mujeres", sino "de amor y de sexo". El público se soltó durante el estribillo de "Querré lo prohibido" y saboreó la transgresión durante "Nana cruel", que fue presentada así: "Corren malos tiempos para la libertad de expresión. Uno ya no puede decir nada o hacer chistes, porque hay quien se ofende. Cualquier chiste puede convertirse en una ofensa contra la Iglesia, el Estado o su puta madre. Esta canción es para herir vuestros sentimientos, porque ¿de qué sirve un filósofo que no hiere los sentimientos de nadie?". El respetable detonó el primer gran aplauso de la noche.

Antes del típico "pequeño descansito de 20 minutos", Robe interpretó la brutal "La canción más triste", con una maravillosa introducción al piano de Álvaro Rodríguez. "He llorado tanto… – cantaba– / y he llorado tan adentro… / He llorado tanto / que he apagado hasta el infierno". El desarrollo de la pieza iba a más, y a más, y a más, y el público se levantó, y el cantante dio una patada al pie de su micro, que cayó seco contra el escenario.

En la segunda parte del concierto, Robe adelantó su posición, se puso de pie y recordó –metafóricamente, digo– que es el único rey de Extremadura. "Desde que tú no me quieres / yo quiero a los animales…". Así decretó el, por decirlo de algún modo, fin de los grilletes. Tocaba relajarse –aunque las letras seguían siendo tan crudas como las del primer acto–, bailar un poquito, desgañitarse. A "Cartas desde Gaia" le siguieron "De manera urgente", "Puta Humanidad" o "Contra todos", una "canción escrita por necesidad y cantada por necesidad". "Por encima del bien y del mal" fue el amago de cierre. El público, entregadísimo y voraz, quería más sangre. Y el artista la ofreció, con una maravillosa versión del "Si te vas" de Extremoduro y con el definitivo "Un suspiro acompasado". La despedida fue larga, intensa, cargada de compadreo. Hubo quien salió llorando del concierto –de emoción, digo–. El placentino y su banda ofrecieron un show difícil de olvidar. Y qué maravilla eso de prohibir los teléfonos móviles.

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