Tal vez haya más cantantes nonagenarios en el mundo pero me arriesgo a ese titular del más veterano, y me refiero a los de verdadera proyección internacional. Charles Aznavour lo es a sus noventa y dos años cumplidos el pasado 22 de mayo. El 29 de julio estará en Marbella, tomando parte en el Festival Starlite, cita de grandes estrellas del espectáculo.
Por supuesto que este cantautor está por encima de modas y ritmos de ocasión. Lleva en los escenarios desde 1949. Su biografía musical puede condensarse con estas contundentes cifras: más de cien millones de discos vendidos; más de mil doscientas canciones interpretadas, la mayoría escritas por él; doscientos noventa álbumes grabados; giras por noventa y cuatro países y un elevado número de premios entre discos de oro, platino y diamante. Con razón la CNN decidió nombrarlo como “el artista del siglo”. Por no remontarnos al pasado, sus composiciones han sido interpretadas por los más grandes: Elton John, Céline Dion, Sting, Plácido Domingo, Julio Iglesias…
Charles Aznavour ha representado para la comunidad armenia todo un símbolo. Sus padres huyeron del país cuando los turcos lo invadieron, produciendo un genocidio terrible. Y él vino al mundo en París. Se llama en realidad Shahnourh Varinagh Aznavourian. En su vida hay muchos episodios dramáticos, lo mismo que tortuosos amores, y de sus vivencias nos ha dejado hermosas e intemporales melodías: “Et pourtant”, “Venecia sin ti”, “La bohéme”, “Isabelle”, “La mamma”, “Morir de amor”…
A España ha venido en varias ocasiones. Tuve el placer de entrevistarlo más de una vez. Es un hombre serio, cortés, nada divo. “¿Mis primeros recuerdos? Mi padre, el poeta, que volvía a casa a las cuatro de la mañana y despertaba a todo el mundo haciéndonos cantar y bailar a esas horas. Mi madre protestaba para guardar las formas, pero en el fondo adoraba aquello. Aida, mi hermana, se ponía al piano y la fiesta duraba hasta el alba. Nací entre la música… Me bañé en un mar de poesía”. Le pregunté por los modestos medios económicos en los que transcurrió su infancia, adolescencia y parte de su juventud: “Cuando el dinero escaseaba empeñábamos el samovar o los instrumentos musicales de papá. Y en cuanto había cuatro perras (a veces era yo quien las ganaba participando en concursos de la canción para aficionados), recuperábamos lo empeñado. Nos sentíamos libres pese a todo, pese a que nos vimos obligados a cerrar nuestro restaurante El Cáucaso; escuchábamos a los músicos callejeros, atravesábamos París para comprar un poco más barato, nos divertíamos en veladas armenias, en las que yo imitaba a Charlie Chaplin… ¡Era feliz!”. Me contó Aznavour cómo empezó a cantar por su cuenta ya que le era imposible pagarse las clases de un profesor: “Me fijaba en un espejo, que “me” reveló que yo era pequeño y oscuro. Decidí ser grande y célebre. Desde entonces cuando paso bajo una puerta muy alta, agacho la cabeza”. Funciones infantiles, en las que bailaba, niño de un coro, teatro de aficionados…
Un día se encontró con Gilbert Bécaud quien, como aquel, buscaba hacerse conocido con sus canciones. Fue en casa de Edith Piaf, quien lo tomó como chófer y asiduo acompañante, aunque no compartieron nunca el lecho. Bécaud y Aznavour estuvieron juntos una temporada, escribiendo canciones y actuando. Harto de que lo acusaran de imitarlo, Charles decidió seguir por su cuenta, aunque no estaba seguro de si debía dedicarse a ser actor, su primera vocación artística: “Mire usted, mis mejores éxitos musicales fueron rehusados antes de que yo los estrenara. Es el caso de “Los comediantes”, “Su juventud”, “Debes saber”, “Venecia sin ti”… No tuve más remedio que cantar yo esas canciones. “Odio los domingos” se la di primero a Edith Piaf y me recomendó cedérsela a una existencialista, Juliette Greco. Luego, Edith se enfadó, llamándome idiota por haber hecho lo que ella misma me recomendó; era “su canción”, me regañaba. Y la grabó también. En fin, yo no puedo quejarme pues mis composiciones las fueron estrenando Maurice Chevalier, Fernandel, Eddy Mitchell, Eddie Constantine, Tino Rossi, Bécaud… y luego los extranjeros”. Entre ellos, Sinatra, apunto yo. Sobre su complicada vida, me dijo: “Sí, ha sido difícil, con amores muy desgraciados, pero ello ha contribuido a crear mi personaje y me atrevo a decir, sin vanidad alguna, que me gusta como soy”.
Respecto a su biografía sentimental, está llena de nombres femeninos, desconocidos para el gran público. Se casó tres veces, tuvo seis hijos, uno de los cuáles, Patrick, murió con veinticinco años. Su última mujer, la nórdica Ulla Thorsell, es quien le aportó el equilibrio que necesitaba, con quien engendró a Katia, Misha y a Nicolás. Lleva el cantante muchos años viviendo en Ginebra, huyendo del Fisco francés, tan acosador con las grandes fortunas. No fue el único del mundo del espectáculo que se quejaba de esa voracidad: también Alain Delon y Gérard Depardieu terminaron abandonando su país.
Le pedí a Aznavour una definición corta sobre su arte: “Soy un actor de la canción”. Queda dicho que como no estaba muy seguro de triunfar cantando sus composiciones creía que lo suyo era dedicarse al teatro. He leído en alguna de sus biografías que ha intervenido en ochenta películas. No tengo noticia entonces de tantas, pero sí de unas pocas de calidad en las que intervino con éxito: Disparen sobre el pianista, Un táxi para Tobrouk, Diez negritos y El tambor de hojalata. Me contó que en otro filme basado en la conocida novela de Thomas Mann La montaña mágica hubo de interpretar a un profesor de Filosofía: “No deja de ser curioso para mí, siendo un analfabeto en mi vida real, que nunca tuve estudios”. Los grandes como Aznavour no reparan en confesar con naturalidad sus carencias, al contrario de esos famosos de ocasión que se envanecen, fatuos y superficiales. Hasta bromeó cuando le saqué el tema de Edith Piaf: “Fue única, desde luego pero, ¿sabe qué opinaba sobre mí? ¡Que yo era un “gilí”!
Pertenece Charles Aznavour a una generación de cantantes melódicos cuyo repertorio estaba presidido por la importancia de los textos, por la belleza de las palabras, la inclusión de la poesía. Los “chanssoniers”, como Chevalier, pretendían sobre todo divertir. Pero Aznavour siempre fue algo más: “Me considero un cantautor, aunque también hombre-espectáculo. Toco en mis canciones todos los temas posibles. Escribo para el público que no tiene sexo, ni política ni color. Para maduros y jóvenes. Y como me siento actor, eso me permite lograr cosas que otros no hacen; que es, simplemente, interpretar una canción”.