Un viaje al muelle de la bahía
Repaso al mítico "The Dock of The Bay", disco póstumo de Otis Redding.
A comienzos de diciembre de 1967, el intérprete y compositor Otis Redding se encontraba en una posición de privilegio dentro de la escena musical estadounidense. Sus seis grabaciones de larga duración le habían proporcionado una popularidad creciente dentro de los terrenos del soul, el rock and roll y la música popular en general, dejando el camino franco para su posible ingreso en el puesto más alto de las listas. No había quien no quedase impactado por su intensidad en el escenario, por su capacidad para interactuar con el público y emocionar en cada uno de sus números. Otis Redding se estaba convirtiendo, por méritos propios, en el Rey del Soul. Y entonces ocurrió uno de esos fatales acontecimientos que sellan la condición de iconos malditos del arte: la avioneta en la que viajaba hacia su próximo concierto se estrelló en el lago Monona, un espantoso accidente al que solo sobrevivió uno de los integrantes de su banda de acompañamiento en aquella gira, los Bar Keys.
Pocos días antes de toda aquella conmoción, el artista había realizado algunas de las grabaciones del que sería su séptimo álbum, The Dock of The Bay. Un trabajo para el que contaba con la colaboración (como productor y compositor) del legendario guitarrista Steve Cropper, responsable además de la formación Booker T. & The MG’s, junto al que Redding ya había dado forma en el pasado a algunos de sus ya clásicos de la música. Tan sólo unos meses después, el tema principal de aquel disco lograría hacerse con aquel ansiado número 1, logrado a título póstumo, hace exactamente 47 años. Una canción tan intensa como melancólica, titulada (Sittin’ on) The Dock of The Bay.
La década de los sesenta había quedado marcada, en el terreno de la música soul, por la presencia de dos sellos discográficos que representaban al norte y sur de Estados Unidos con dos maneras diferentes de dar forma al género: por un lado, desde Detroit se alzaba la poderosa maquinaria de la Motown, con un elaborado sonido coordinado por la autoridad de su presidente Berry Gordy. Por otra parte, el sello Stax había sido creado en Memphis por empresario Jim Stewart, y su música desprendía una intensidad y visceralidad que venía marcada por la integración (muchas de sus formaciones eran mezclaban a músicos de raza negra con otros de raza blanca, algo inusual en aquellos días) y por las fórmulas sonoras impulsadas por artistas como el ya citado Cropper. La figura más representativa del sello sureño en aquel 1967 era, sin duda, Otis Redding. El artista había dibujado una excelente proyección desde 1962, con baladas tan apasionadas como These Arms of Mine o I’ve Been Lovin’ You Too Long y composiciones tan poderosas como el Respect (que poco después popularizaría Aretha Franklin) o Mr. Pitiful.
Por otro lado, y de forma paralela a sus propias composiciones, Redding había dejado versiones tan colosales como el Day Tripper o (I Can’t Get no) Satisfaction, ejemplos perfectos de la capacidad para penetrar en el oyente sin renunciar nunca a su estilo. Aunque su verdadera fuerza residía en su directo: no hay más que escuchar su participación en el monumental Festival de Monterey de 1967 para entender la transcendencia que estaba a punto de lograr con su música. Y entonces, como decíamos unas líneas más arriba, llegó la fatalidad disfrazada de accidente aéreo, y el hombre se convirtió en mito.
Cuando el álbum The Dock of The Bay comenzó a tomar forma, Otis venía de escuchar y asimilar pautas musicales de los últimos trabajos de bandas como The Beatles y su Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band. Un legado que influyó en las grabaciones y el sonido de su música, generando una expectación dentro de su sello discográfico casi sin precedentes. Cuando su muerte frenó en seco las labores de desarrollo del disco, desde Stax se completó con descartes de anteriores épocas que no frenaron en absoluto la impresión de que estábamos ante un disco grande, algo más que un mero homenaje póstumo a la figura del artista. La grandeza del setlist de este trabajo puede comprobarse en cortes como Tramp o I Love You More Than Words Can Say o el tema que titula el álbum, a la postre primer número uno de las listas generales para su autor. Una canción algo atípica en su sonido y melodía, que evocaba paisajes extraídos de la propia vida de su autor, como su traslado de Georgia a San Francisco, y que remataba con el silbido más reconocible de la historia de este género. Como dato curioso, queda para el recuerdo que dicho silbido estaba incluido de manera provisional, ya que aún no habían compuesto los versos finales o el fraseo que tenía que cerrar el tema.
Con aquella fórmula de melancolía de la canción y su trágico reflejo en la vida real, autor y obra escribían una página para el recuerdo en la música popular contemporánea, a la altura de sus mejores trabajos como Otis Blue o su Dictionary of Soul. El gran público lloraba junto al enorme músico y los años sesenta seguían pasando ante los ojos del mundo, que había encontrado unos minutos para contemplarlos desde el muelle de la bahía.
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