"La rumba catalana es una guitarra a ritmo de ventilador y dos gitanitos tocando las palmas." No había un Peret con tanta 'ciricunstancia' como el que, erigido en custodio del género, abrumaba al entrevistador a base de sentencias diríase que extraídas de las tablas de la ley mosaica. Precursor de la fusión cuando ni siquiera existía la palabra, le irritaba sobremanera, por paradójico que pueda parecer, que los rumberos modernos (y la palabra 'moderno', en boca de Peret, alcanzaba cotas de afrenta) flirtearan con la salsa. Era detectar un cencerro y torcérsele el semblante. Su otra gran batalla en lides genesíacas fue la paternidad del ventilador (toque de guitarra que combina el rasgueo con la percusión sobre la misma caja), y que algunos musicólogos atribuyen a Antonio González, el Pescadilla. En el afán de refutar que éste tuviera algo que ver con la patente, Peret llegó a la extravagancia de llevar consigo el vídeo de una actuación del marido de Lola Flores en que, en efecto, no había rastro de ventilador. "¡Ahí tienes la prueba!", exclamaba repantigado en su personalísimo olimpo.
Mas si el ventilador fue crucial para cuadrar el estilo, también lo fueron las palmas. Después de todo, y como sabe cualquier rumbero que se precie, una rumba puede salir ilesa de un mal guitarrista, pero no de un mal palmero. A principios de agosto fallecía, precisamente, Toni Valentí, uno de sus dos palmeros de siempre (el otro era Peret Reyes, quien formara junto a Johnny Tarradellas el dúo Chipen). En una madrugada de mediados de los noventa, charlando con el hermano de Toni, Ramón Valentí, el mítico Tío Paló (el James Brown de la rumba catalana, ahí es nada), me hundí en una disquisición cuasi arqueológica sobre la relevancia del Pescaílla. Cuanto más hablaba, más cedía el suelo. La forma como Paló zanjó mi petulancia merece aire:
-Potser que el Peret no sigui el pare; el que no t'admetré es que neguis que es el rei. (Tal vez Peret no sea el padre; lo que no te admitiré es que niegues que es el rey).
Quien así hablaba era el único rumbero de quien Peret decía: "Nunca le he llegado a la suela del zapato". Respect.
Con el declive de la rumba catalana de principios de los ochenta, Peret, que había frecuentado el estrellato con hits como 'El mig amic' (el mejor tema de la nova cançó catalana, según Manuel Vázquez Montalbán) 'Canta y sé feliz' o 'Una lágrima', se hizo pastor protestante y abjuró del golfo que hasta entonces había sido. A tanto llegó su devoción que, a su regreso a los escenarios, suprimió del set list la canción 'Saboreando' ("el portero de mi casa dice que yo no trabajo/ que le pregunte a su hija cuando... ¡la tengo debajo!"). La música, no obstante, le depararía otra ronda de gloria cuando menos lo esperaba. En el verano de 1991, ya de vuelta a la vida civil, anunció su reaparición por todo lo alto en el Velódromo de Horta. Nunca un rumbero había metido más de 1.000 almas en recinto alguno, y el aforo del Velódrom rondaba los 4.000 espectadores. Peret lo reventó. Para quienes, como yo, jamás habíamos visto una actuación en directo del Rey de la Rumba (en cierto modo, lo impidió la 'movida', arrasadora para bien y para mal), la noche fue, más que larga, eterna. Como en una Fania All Stars de la barcelonía, ahí estaban Los Amaya, el tío Paló, Peret... La rumba había vuelto a la ciudad, nos dijimos, y no íbamos a consentir que se fuera de nuevo, así que habría que bailar, acaso hasta el puro arrepentimiento, para desbaratar cualquier indicio de éxodo. Un año después, la ceremonia de clausura de los Juegos, en que Peret compartió tarima con Los Manolos, le proyectó al más global de los firmamentos que hubiera conocido nuestro rumbero mayor.
En los últimos tiempos se le había agriado el carácter. Ante la inminencia del crepúsculo ni el mejor ventilador alcanza. Ha querido el destino que su adiós viniese precedido de una noticia falsa. '¡El muerto vivo!'. Como si también la incuria de la prensa estuviera condenada a ser, en este fatídico agosto, un postrero homenaje.