El miércoles próximo se cumplirán setenta y un años del nacimiento de Rocío Jurado. Aunque en sus biografías se repitan dos fechas, las de 1946 y 1944, como las de su venida al mundo en Chipiona (Cádiz). La imprecisión fue alentada por la propia artista, como tantas otras que por coquetería juegan a ese baile de cifras. Poco importa, salvo el indeclinable rigor que ha de presidir los trabajos de investigación. Se llevó a la tumba muchos secretos, como el referente a la causa por la que se separó de su primer marido, Pedro Carrasco. Empresa difícil resulta ahora escribir algo nuevo o poco divulgado sobre ella. Me arriesgo con algunos pasajes de su vida, creyendo que son poco conocidos. Por ejemplo, que en su primer disco, fechado en 1962 que editó la casa Columbia, apareció anunciada sólo con su nombre de pila. Conservo un ejemplar de los trescientos que se pusieron a la venta. Era el número de copias que por entonces se sacaban al mercado tratándose de una debutante. No se olvide que en España los hogares apenas disponían de electrodomésticos. El tocadiscos era un lujo sólo al alcance de clases media-altas.
Rocío aparecía en la portada de aquel disco –sin duda, hoy rareza codiciada por los coleccionistas- luciendo un llamativo busto y un físico que en nada podían corresponder a una joven de la edad que se mantiene en sus biografías. Es decir: entonces contaba veinte años. Los responsables del disco prefirieron mostrarla con gesto serio y mirada un punto triste, como en el vacío. Lo que contrasta con la artista de posteriores años, cuando siempre aparecía sonriente. José Antonio Ochaíta, el excelente poeta alcarreño y su estrecho colaborador, el onubense Xandro Valerio, eran los autores de las letras de las cuatro piezas allí contenidas; no firmadas por ningún compositor por la sencilla razón de que eran números del folclore popular, a ritmo de alegrías, tientos y fandangos. Sonaba, claro está, una guitarra, la de Paco Aguilera, que fue quien recomendó al maestro Cisneros que contrataran a Rocío, a la que había conocido en El Duende, tablao flamenco que luego pasó a llamarse Gitanillo´s en razón a que su propietario era el torero Gitanillo de Triana, asociado a su suegra, la gran Pastora Imperio, que aleccionaba a la chipionera sobre la manera de estar ante el público.
Por entonces, año 1961, sólo la dejaban dar palmas y animar el cotarro con jipíos y ¡olés!, a razón de trescientas pesetas por noche (algo menos de dos euros actuales). Tuvo que aguardar un tiempo hasta que le permitieron que cantara sola unos fandangos de Huelva y una copla de Concha Piquer: "Como a nadie te he querío". Entonces le subieron el sueldo: mil quinientas pesetas por noche. Compañeras de aquella época que ejercieron de palmeras, antes de convertirse en figuras, fueron Sara Lezana, La Polaca, y Teresa Lorca. Por el local, situado muy cerquita de la madrileña Plaza de la Villa, desfilaban personajes de la vida artística y social. Una madrugada, la Jurado coincidió en el tocador con su artista favorita, entonces al comienzo de su fulgurante estrellato: Rocío Dúrcal. Se saludaron con toda simpatía y aquella le pidió, emocionada, un autógrafo. El cruel destino les iba a deparar la trágica circunstancia de una temprana muerte, apenas con un año de diferencia. Rocío Jurado contaba a sus íntimos que ella se dedicó a cantar por culpa de una desgracia familiar. Su padre, Fernando Mohedano (apellido de indudable procedencia árabe, que ella siempre creyó originario de Turquía), nunca quiso que su primogénita se dedicara a cantar en público (lo contrario que su madre, Rosario, que la animaba). Se lo había prohibido terminantemente. Pero murió cuando Rocío contaba catorce años, produciendo en ella tal dolor y abatimiento que padeció diversos trastornos hasta ser tratada por su depresión.
Entonces fue cuando decidió ser cantante profesional, probar la aventura de viajar a Madrid, animada además por su deseo de sacar a la familia de la pobreza en que se hallaba. Le costó lo suyo: vivir con su madre en alguna pensión de mala muerte; estar realquiladas en un piso, para luego ocupar una habitación del hotel Regente, cerca de la Gran Vía, propiedad de Felipe García, el empresario que la contrató para actuar en Las Cuevas de Nerja (la antigua Parrilla del Rex). Le pagaba cuatro mil pesetas diarias y el alojamiento a ambas. Ya a partir de 1963, cuando rodó su primera película, Los Guerrilleros, con Manolo Escobar, fue resolviendo su economía hasta el punto de pagar los estudios y la estancia en Madrid de sus hermanos, Amador y Gloria. A raíz de estrenar el espectáculo Pasodoble, en 1967 (junto a Rosita Ferrer) su nombre fue alcanzando, poco a poco, categoría de estrella.
En la siguiente década ya era una figura. Para abrochar esta evocación quiero remarcar que, si bien se manifestó artísticamente siempre como una diva (aceptando en sus últimos tiempos que un promotor italiano la adjetivara como "La más grande"), y alguna vez repitió aquello de "soy la más larga" (aludiendo a la variedad y dominio de su amplísimo repertorio cuando le preguntaban por Concha Piquer), en la intimidad, se comportaba sencilla y cercana, cariñosa siempre. Fui de los periodistas que la conoció en sus principios, mediada la primera década de los 60. Y doy fe de la familiaridad con que éramos tratados cuando se interesaba por nuestras vidas, problemas y anhelos. En ese terreno no era la impulsiva y vehemente gran artista de la copla, el flamenco y la romántica balada, sino una mujer todo corazón y humildad. En su dormitorio, entre un montón de fotografías enmarcadas, destacaban dos: una, expurgando uva en su adolescencia; la otra, junto a la princesa Grace de Mónaco. "Contemplándolas –decía- sé de dónde vengo". En ese sentido, cuántos cantamañanas de hoy podrían imitarla.