Correspondencias
De un mi amigo al que pedí consejo:
Mario. Leída la reseña, se cumple lo que preveía: que es una pérdida de tiempo que andes con esas consultas e inseguridades. Sabes, porque eres el más exigente crítico de ti mismo y un excelente editor, que es impecable. Demasiado, quizá. Me explico: no le des tanta importancia, ni te vacíes, ni le des más vueltas de las estrictamente necesarias a un texto periodístico cuya naturaleza, después de todo, es la instrucción del lector medio acerca de las cualidades de un libro. Te lo sugiero, por propia experiencia. Hay que ser honesto en la lectura, identificar el sentido esencial de un libro, ponerlo en la tradición y el contexto, contarlo con gracia y, luego, tirar de oficio y reservarse para empeños mayores y dictados de la propia voz, de aquello que tú tienes que decir. Los cuatro primeros requisitos los satisfaces cum laude, pero me da la impresión de que tiendes a hacer de cada texto el refinitivo. Y eso conduce a una sensación de vacío y a la esterilidad, créeme. Hay que tirar para delante. Olvidarte de lo escrito al segundo siguiente. Piensa que va a ir directamente a la papelera. Piensa que no lo has escrito tú, sino otro. En ese sentido, el trabajo en una agencia de noticias es una buena escuela. El 90 por ciento de lo que emites no lo publica nadie, o, en el mejor de los casos, lo publican extractado y ni siquiera citan la autoría de la agencia como fuente. Es la mejor vacuna contra los males de la "autoritis" en el periodismo. Se puede ser riguroso como tú eres con el objeto de observación; se puede ser inteligente en el estilo, como sin duda demuestras; y todo ello no está reñido con un aprovechamiento eficiente, casi usurero, del tiempo. La vida no se acaba con una reseña, encima, a mayor gloria de otros. Hay que seguir hacia lo que de verdad importa, qué es lo que tú tienes que decir. Porque ya va siendo hora de que tu generación, no tan distante ni distinta de la mía, se ponga a decir algo.
A mejorar, ya que te empeñas: la nave se te escora levemente, como un coche mal nivelado cuando dejas de sostener el volante, hacia un exceso de coloquialismo, de lenguaje un pelín "coleguil", que funciona en la tele y la radio, pero no lo veo tan claro en un suplemento de libros.
Y mi inevitable veta inquisidora y opusdeica: ¿era estrictamente necesario que blasfemaras? El español castizo recoge un montón de voces preciosas y alternativas a la malsonante "hostia".
Que se repita esta reseña y más cosas, más tuyas.
(La hostia: no hay tal blasfemia en la reseña, advertí a mi corresponsal, sino lenguaje bronco para trasladar al lector a las [j]aulas que frecuentó Andrew el valiente. ¿Que malsuena? Pues imagina los puñetazos y las patadas en el pecho o en la boca: sonaban mal y sabían peor. También le comenté que creía recordar que don Amando propuso una vez esta componenda [3ª acepción]: dejar la hostia en paz y tirar de ostia, para no soliviantar al cristiano personal. "Interesante y conciliadora", tomó nota mi qué buen amigo).
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Cuchaaa, que tengo un libro en el atril dedicado a Kakofi Annan y no son las memorias de Luis Candelas, de verdad de la buena. ¿A que va a ser verdad que hay gente pa to?
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¿Qué libro os hubiera gustado escribir, si se puede saber?
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Lecturas: las Confesiones de Marina Tsvietáieva, La parcela de Dios y de Caldwell, quizá la Vida de Manolo de Pla.