Estuve charlando con Valle en el café Arrecife; durante una hora larga evocamos juntos otros tiempos, reímos juntos; después me anunció fría y serenamente que iba a matarme, que había decidido matarme y que lo haría relativamente pronto.
Hacía más de diez años que no nos veíamos. Me había llamado a casa, por sorpresa, la tarde anterior. Dijo que había venido a Las Zalbias a pasar unos días y que le gustaría que nos encontrásemos. No me pareció demasiado extraño. Quedamos en vernos al día siguiente. No había cambiado mucho. Nos saludamos de modo cordial pero sin grandes efusiones, y estuvimos hablando de cómo de bien y de mal nos había ido a cada uno; bromeando como si no hubiera pasado el tiempo entre nosotros; hasta que él se levanto de pronto a por tabaco, y al volver, mientras yo todavía sonreía y meneaba ufanamente la cabeza celebrando las últimas cuchufletas que habíamos estado soltando, dejó caer el paquete en la mesa, produciendo un cortante chasquido. Entonces, apenas perceptiblemente nervioso, me anunció con voz bastante clara y firme que iba a matarme, con toda seguridad, aunque no de inmediato.
–Te lo tengo que decir ahora, ¿comprendes? Antes de que sigamos hablando –dijo–. Quiero que sepas desde ahora que te voy a matar, porque quiero que estés advertido...
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