Servicio público
El desconcierto y una impotencia que raya en la estupidez se apoderan de mí siempre que me adentro en el territorio gris de las ventanillas, con los empleados cansados, los ascensores estropeados, los horarios de atención al público, las flechas con indicaciones y los modelos de formularios en los tableros de madera, que, más que ayudar, acaban de confundirte definitivamente. En una palabra, me cuesta orientarme en esa galaxia burocrática, en ese gigantesco agujero negro de las oficinas administrativas, fiscales y demás, en ese torbellino absurdo y demoníaco que absorbe el tiempo humano y los nervios. A diferencia de los bancos o las compañías de seguros, donde te ofrecen hasta café aunque sólo hayas ido allí a pedir un consejo, los funcionarios de estos lugares maldecidos por Dios se muestran sulfurados contigo por naturaleza, tan mortalmente ofendidos y hostiles como si hubieras ido a profanar sacrílegamente su santuario, en el que se sienten como sacerdotes intocables. Todo ello lo sé por experiencia, y siempre siento miedo cuando franqueo el umbral de tan sacrosantos sitios, no importa en qué confín del mundo se encuentren.
Angel Wagenstein, ay, tan Lejos de Toledo y tan cerca del Ogro ¡Filantrópico!
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En el programa del sábado hablamos de En defensa de los ociosos (Stevenson), El maestro de almas (Némirovsky); de pasada, de Borges, de Bioy, de Rulfo...; y, Gago y De Villena, largo y tendido, de Malditos.
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Lecturas: Cosas que he callado (Nafisi), Los libros del Gran Dictador (Ryback); Mankell, Malet o Thompson, ya veremos.