La manía de leer
es un muy interesante y muy mal escrito libro sobre el fundamentalismo de ciertos lectores voraces y de esos extraños compañeros de viaje que se les han metido bajo las sábanas pachorras y que, sin frecuentar más letras que las de la sopa, cantan las sacrosantas bondades de leer cualquiera cosa. Un ejemplo, casi El Ejemplo: estas liniejas de un editorial de El País (4-X-2003):
El hábito de leer hace a los seres humanos más sabios, más divertidos y más libres.
Hay que joderse, que dijo el Buda cuando bajo la higuera se enteró De Qué Va La Cosa. ¡A estas alturas! ¿Eso quién lo escribió, Bibiana a pachas con Xuxa luego de ver un episodio especialmente pastóxico de La Casa de la Pradera Progre?
En fin, que peroren ellos. Nosotros (con perdón, Justivir) le daremos al corta y pega in refutando, que es gerundio si es que existe:
Otra de las claves [de la "personalidad patológica" de Stalin] era su obsesión por la información. Desde muy temprana edad comprendió que toda agresión despiadada era inútil a menos que la impulsara el conocimiento: tenía que conocer a su enemigo y saber lo que él sabía. Stalin se convirtió en un autodidacto muy pronto, e incluso en su vejez se esforzaba por retener toda la información que podía.
(...) Si Yoseb Dzugashvili no gustaba a los alumnos de Gori por su hosquedad, los maestros estaban encantados con él por su buena disposición a ser delegado de clase y su dedicación a los libros y a los deberes. (...) El joven Stalin consiguió las máximas calificaciones en todas las asignaturas y sobresalía como lector y en el coro durante los servicios religiosos. (...)
(...) Stalin jamás perdió el interés por la lengua y la historia de Georgia. Esto lo sabemos por los apasionados comentarios que anotó en los márgenes de muchas obras escritas en georgiano, por las discusiones que mantuvo con algunos estudiosos y jefes del Partido en Georgia, así como por su implicación personal en el Diccionario Aclaratorio de la Lengua Georgiana en ocho volúmenes
(...) continuó leyendo en su lengua materna hasta su vejez, y sus libros en georgiano están llenos de subrayados y exclamaciones escritas al margen en lápiz rojo o azul. A juzgar por sus notas, leía como un editor competente e implacable: corregía el estilo o la gramática, cuestionaba el empleo de un vocabulario oscuro con un airado "¿Esto qué es?" escrito en ruso e incluso se permitía mejorar una traducción al georgiano de una obra griega.
Donald Rayfield, Stalin y los verdugos, pp. 29-36.
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Fue [Hitler] sin duda más famoso por quemar libros que por coleccionarlos. Sin embargo, cuando murió (...) poseía una biblioteca estimada en mil seiscientos volúmenes. Se trataba de una colección impresionante en muchos aspectos, que contenía primeras ediciones de obras de filósofos, historiadores, poetas, dramaturgos y novelistas.
La biblioteca representaba para él una suerte de fuente pieria ––la fuente metafórica del saber y la inspiración––, en cuyas aguas ahogó sus inseguridades intelectuales y alimentó sus ambiciones fanáticas. Leía con avidez, por lo menos un libro cada noche o, a veces, según propio testimonio, incluso más. "Cuando uno da, también debe tomar ––dijo en una ocasión––, y yo tomo cuanto necesito de los libros".
Timothy W. Ryback, Los libros del Gran Dictador, p. 13.
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Pero habrá que seguir leyendo: Superfreakonomics, Chechenia, año III, a ver si Indigno de ser humano.
Dado lo concurrido que está este blog últimamente, vamos a tener que proclamar como en el de Moa: ¡¡pole!! (supongo que a don Pío de fastidiará sobremanera que se diga eso en vez de “¡primer!”) No creo yo que Hitler fuera muy famoso por quemar libros. Los que los quemaron fueron sus S.A. en aquellas noches de antorchas. Yo creo que era una pose escénica porque Hitler sabía de sobra que las quemas de libros hacían que merecieran mucha más atención aquellos que iban a la pira que los que quedaban fuera. Cosa parecida ocurrió con aquella exposición de “entartete Kunst” (arte degenerado) que fue una de las más visitadas en la milenaria historia del Tercer Reich. Y no es que yo quiera absolver al personaje pero creo que él prefería quemar a los autores antes que a sus obras porque temía más a éstas que a aquéllos, y éstas se reproducen y perfeccionan cuando aquéllos viven. En cuanto a “la bondad de leer cualquier cosa”. Yo creo en esa máxima. Siempre es bueno leer aunque sea los prospectos de medicamentos o la fórmula del champú (¿acaso estáis sonriendo al recordaros de tal guisa en el retrete?) porque eso siempre aficiona a cosas de mayor provecho. Yo he hecho algunas probaturas con niños: aunque empiecen leyendo la “Rue del Percebe, 13”, si se aficionan a la lectura acaban leyendo libros, lo importante es saber introducirlos en su momento. No se puede pasar del Mortadelo a las catilinarias. El principal enemigo de la lectura hoy es el videojuego y el chateo (o feisbuqueo) en Internet, no los prospectos de las lociones capilares. P.S. no entiendo el comentario “con perdón Justivir”. ¿He de perdonar algo?
Mario, te ha quedado el hilo un tanto ... ¿suicida? (empresarialmente hablando) A ver si nos vamos a convertir todos en el Yoseb/Adolf del siglo XXI (Chávez mediante) de tanto seguir las recomendaciones de LD Libros. ;)
¿Qué hitler leía libros? ¿Qué leía con avidez" por lo menos un libro cada noche o, a veces, según propio testimonio, incluso más"? ”Por las noches solía montarse un primitivo proyector para pasar, después del noticiario semanal, uno o dos largometrajes. En los primeros tiempos, los criados no sabían manejar bien el aparato. Con frecuencia aparecía la figura boca abajo, o se rompía la película; ... Hitler hablaba con Goebbels para elegir las películas, que por lo general eran las mismas que se proyectaban en los cines de Berlín. Las prefería ligeras, de amor o comedias. También habia que conseguir lo antes posible las películas en que intervinieran Jannings y Rühmann, Henny Porten, Lil Dagover, Olga Chekova, Zarah Leander o Jenny Jugo. Las películas musicales que enseñaran mucha pierna tenían su entusiasmo asegurado. Veíamos a menudo producciones extrangeras, incluso las que le estaban negadas al público alemán. En cambio, no había casi ninguna deportiva ni de montañismo, ni documentales sobre animales o paisajes, o que hablaran de paises extrangeros. Hitler tampoco tenía ningún interés en las películas cómicas que a mí me gustaban, como las de Buster Keaton o Charlie Chaplin. La producción alemana no bastaba ni con mucho para suministrar las dos nuevas películas que se necesitaban cada día, por lo que muchas se proyectaban varias veces. Significativamente, nunca se repetían las de argumento trágico, pero sí las que eran muy espectaculares o aquellas en las que aparecían sus actores favoritos. Hitler mantuvo esa forma de seleccionar películas y la costumbre de ver una o deos cada noche hasta el comienzo de la guerra.” Alber Speer. Memorias (Alemanía en guerra) Saludos.
joer, pues a otro que le gustaba leer mucho era a Mao. Lo leí en “Mao, La historia oculta”, de Jung Chang y Jon Halliday. Títo Mario, tito Víctor, no se si os deberías plantear el leer un poco menos … por si acaso …
Resulta también difícil entender que el cabo austríaco leyese libros cuando, según las memorias de su secretaria, los diarios de Göbbels y el propio Speer, tenía serias dificultades para leer letra en tamaño normal. Tanta, que era preciso transcribirle los informes con una máquina de escribir con tipos de tamaño gigante. Era la llamada “máquina del Führer”. De todos modos, también había quienes decían que en privado sí se ponía gafas para leer y que -ya sea por coquetería o por soberbia- sólo cuando había testigos se negaba a hacerlo.
He intentado sin éxito colgar este mensaje en el MURO de Feisbuc y no me lo ha permitido así que lo pongo en el blog. La prosa victoriana, como siempre, impecable. Estoy totalmente de acuerdo con Víctor y no sería yo capaz de razonarlo mejor ni con más elegancia que él. No obstante, en su argumentación queda abierta una puertecilla que podría ser utilizada por intolerantes y vanidosos de toda laya para conseguir justo el efecto contrario al que Víctor postula: “no prohibir libros ni cualquier cosa cuyo daño se reduzca a la tala de un alcornoque...”. Es decir, parece que el criterio para decidir qué libro conviene prohibir es el daño que cause. Ya apuntaba el otro día en el blog que, al amparo de semejante criterio, muchos podrían argumentar la prohibición de un libro porque cause daño a los valores o principios más peregrinos: “la paz social”, “los principios democráticos”, “los derechos de las minorías”... y las más variada farfolla. En suma, estoy de acuerdo en que no se debe prohibir libro alguno, sin más acotaciones, porque no creo que haya nadie a quien podamos confiar la interpretación del criterio del daño potencial. Cato de nuevo el melón de la polémica...