El señor Javier Cercas ha publicado en El País un tocho titulado La tercera verdad, sobre el elevado motivo que le anima a escribir: "la verdad moral". Él, dice, es escritor porque habla de "la verdad moral", a diferencia de los historiadores, que tratan sobre la "verdad factual". Qué pringados, los historiadores. Pudiendo tratar directamente con "la verdad moral", válida para todas las épocas y todos los lugares, tienen que deslomarse en el arroyo de las pasiones humanas, cribando la quincalla de los hechos para trapichear con ellos en el mercado local y a la cotización de hoy. Dice el señor Cercas que la "verdad moral" de su libro Anatomía de un instante, sobre el 23-F, es la siguiente: los seres humanos tenemos un instinto heroico que se manifiesta en las grandes pruebas. Da igual que hayas sido franquista, como el señor Adolfo Suárez o el señor Gutiérrez Mellado, o estalinista, como el señor Santiago Carrillo: en cada persona hay siempre un minuto de redención como el que experimentaron estos tres protagonistas de la Transición, los únicos que permanecieron sentados en sus escaños del Congreso durante los disparos de los asaltantes del golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Bueno, pues ya está. Ya conocéis la "verdad moral" del libro del señor Cercas. No sé vosotros, pero me ahorraré su lectura.
Dice el señor Sergio Pitol en Una autobiografía soterrada, citando a Carlo Emilio Gadda, que "hay que desconfiar de los escritores que no desconfían de sus propios libros". Esta clase de escritores, invariablemente, acaba endilgándonos una "explicación", un manual de instrucciones para leer sus obras. Por supuesto, en esa guía, el autor, ¡el autor!, está siempre en el centro de todo, tratando de tú a tú a la suprema verdad moral cargada sobre las espaldas de sus personajes. Los escritores que no desconfían de sus libros no son escritores, sino filántropos, que es una especie muy peligrosa y me cae gorda.
Mucho más humilde y, a mi juicio, más auténtico, Raymond Carver, siguiendo a Chèjov, anotó en alguna parte (ahora no recuerdo dónde) que le gustaban los escritores que muestran un dilema moral. Ojo: Carver ni siquiera se plantea la posibilidad de resolver uno de estos dilemas. No es tan incauto. Habla de "mostrarlo". Y ojo, de nuevo: Carver no habla de sí mismo, sino de los escritores que le gustan. No es tan fatuo. Mostrar el misterio, extraerlo del fondo del silencio, hacerlo visible y distinto para cada lector, es una tarea que un verdadero artista aprecia en los demás pero considera siempre inacabada en su propia escritura.
Por algo, Flaubert sostuvo que la ambición de concluir es una idiotez.