En la sauna
Me he llegado un ratico donde el senador y su hijo, que ya es arquitecto, ¡felicidades, a por el lupanar de autor! Y aquí estamos, españoles, en el reservado más famoso de la Alta Cámara, según se baja a la izquierda, con el libro de cuentos de la señora Liudmila Petrushévskaia entre manos, mi MacBook y mi copazo, listo para proseguir por donde iba, pero tan a gustito, por quehaceres sedentarios y contemplativos, básicamente leer y mirar los celajes, todo perfectamente pasivo e inútil.
Si estas nobles paredes de mampostería hablaran, toc toc, la voz del pueblo no tendría secretos: "Yo me meo en las putas". La democracia tiene su lluvia dorada y su subconsciente. Por el día, los políticos profesan un amor casto y abnegado a la gente. Por la noche, fantasean con que la gente les susurra: "Muérdeme y llámame zorra". Y a menudo la fantasía se cumple. A la gente le va la marcha. Dice Nicolás Gómez Dávila (1913-1994) que el pueblo soberano "no confía el poder a quien no le hace el homenaje de sacrificarle la conciencia y el gusto". Diferencia de ritmo y de masa. La superioridad moral de la democracia es un sirimiri, mientras que su degeneración llega en tromba de lluvia dorada.
Como testigo directo del reputado establecimiento, tengo que desmentir que una sauna sea un lugar sofocante y pringoso. Eso será en Finlandia, chicos. Aquí se está muy fresquito y te atienden unas muchachas atentas y limpitas que da gusto verlas con sus shorts y sus dos carreras terminadas. A una le he pedido, por favor, señorita, un Dry Martini y al traérmelo, ha reparado en el libro que estaba leyendo y nos hemos puesto a hablar de literatura rusa, campo en el que ha resultado ser una entendida.
Después del Starbucks de Padre Damián esquina con Alberto Alcocer, la sauna es el mejor sitio para pasar una agradable tarde de lectura y reflexión.
El caso es que nos ponemos a leer juntos cuentos de la Petrushévskaia. Ella me lee uno con su acento ruso y yo le leo otro con mi acento canario, algo que parece hacerle mucha gracia, sobre todo, cuando llego a nombres propios como Zheina.
-Jajajajá, qué grracioso erres: ¡otrra vez, pior favorr!
Estos cuentos están hechos para ser leídos en voz alta a los demás. La acción avanza en línea recta, la trama es nítida, se reitera el conflicto para que el oyente lo fije como el núcleo de lo que se le cuenta, el lenguaje es seco, sin ornamento, solo palabras coloquiales e indispensables para seguir lo que les ocurre a los personajes. Tienen la forma de los cuentos orales de toda la vida. Está muy bien la oralidad, le digo a mi nueva amiga del reservado. Es una cosa muy práctica para que te entiendan.
-Es mejorr si lo que quierres es que no te entiendan del todo, o que entiendan solo que están ante algo extrraño y misterrioso. Lo orral es mejorr porque las palabrras se las lleva el viento y solo queda eso que es rarro y misterrioso.
¿Me pones otro, por favor?, le digo.
La cosa es tal cual lo ve mi amiga: las palabras se las lleva el viento y lo que se fija en la mente al leer los cuentos de la señora Petrushévskaia es un hueco, como en esos paisajes con niebla en los que la rama de un árbol y un poste de teléfono definen los imprecisos límites de una realidad que hay que reconstruir. El hueco que estos cuentos abren sugiere un mundo alegórico que está fuera del tiempo y admite que los muertos hablan a los vivos, que los rostros se borran o transfiguran, haciendo de la dificultad del reconocimiento uno de los asuntos más frecuentes de estas historias, o que las hadas irrumpen en la vida doméstica disfrazadas de una vecina anciana o un piloto de avión.
En casi todos, hay algún salto sutil y violento: de lo cotidiano a lo sobrenatural; del tiempo presente al tiempo dislocado, sin asideros, del sueño o pesadilla; de lo histórico y reconocible a lo refractario e impreciso. Los personajes suelen ser personas comunes desplazadas abruptamente por un suceso fatal a una realidad paralela en la que los muertos les transmiten mensajes aleccionadores, en la que atraviesan bosques encantados en busca de sus hijos perdidos o en la que presencian tragedias que han ocurrido o van a ocurrirles a las personas a las que conocen.
El salto al otro lado es siempre a esa "parte secreta y bestial de la vida" que florece "con tenacidad", en la que se agolpan "cosas horribles y nauseabundas", tal y como lo percibe la protagonista de La sombra de la vida. Lo que queda al leer estos cuentos extraños y naifs es precisamente la parte en sombra de todo lo que vemos.
El efectismo con el que suelen concluir, esa tendencia a un golpe final que explique todo o parte de lo irracional o pesadillesco, es el importante detalle que hace que estos cuentos sean piezas raras de una estimable y misteriosa potencia alegórica, contadas con talento, valentía y buen oído para la artesanía oral, pero no piezas maestras, lo cual es una pena, porque les falta muy poco.
A mi amiga le han gustado bastante. Pero opina que su vida en España es más increíble y bizarra que la de los cuentos.
Soy de los que piensan que un senador y demás representantes del pueblo no pueden equivocarse. Saben mejor que nadie lo que le conviene al pueblo. Y también los hijos de los senadores. El derecho a sauna debe constar en las próximas metas del progreso social. El derecho a matar a tu hijo está muy bien, es un gran avance, pero lo que yo quiero es el Cheque-Sauna ya. Nada de saunas públicas, con masajistas sin la ESO, top de arpillera, sobacos silvestres y aliento a porro al inclinarse para servir cualquier matarratas en tu copa. Tienes derecho a apalancarte en el reservado con tu plan de lecturas, tus ocurrencias sobre esto y lo otro, tu wifi, una camarera que ha leído al señor George Steiner y un caucasiano XXL como los que pimplaba el Gran Lebowski. Como un señor o un senador.
Lo llaman sauna, pero esto es otro rollo, un oasis epicúreo del meditar y el conversar.
Que otros lean en la sala de espera del dentista, que pregonen el melindroso encanto de leer lo canónico y lo releído en los mullidos decorados de la vida resuelta y ordenada, esa ética remilgada del que lee las grandes palabras sin ruido de fondo y con la conciencia tranquila. El perfecto contribuyente, respetuoso con la naturaleza, preocupado por el bien común, molesto por la degradación de las costumbres y vigilante de su propia salud a una edad más vieja de la que se tiene. Porque en realidad este buen lector, este lector respetable y de saneada posición, quiere ser siempre mayor de lo que es y que los demás lo sean, y vive con el apego a las pequeñas rutinas y el fastidio ante todo lo que las perturba, como un anciano que repasa a diario su colección de sellos. Me refiero al lector que lee para poder enseñar a los demás cómo deben vivir.
Y no es mi tipo, para nada.
Prefiero una vida sedentaria que transcurre en los desplazamientos, el desvío, la incertidumbre, la extrañeza. Pensar mientras todo se mueve alrededor. El lujo en que gastas todo. Leer lo desconocido a la intemperie. En el reservado.
Para saunas, ya tengo mi casa en verano y este asfixiante país.
Les dejo con el arranque del cuento titulado El brazo. La traducción es del señor Fernando Otero, al igual que las de todas las historias incluidas en este volumen.
El fragmento representa el registro oral, el gusto por lo inaudito y un cierto humor macabro característicos de la voz de la señora Liudmila Petrushévskaia:
"Durante la guerra, un coronel recibió una carta de su mujer: le echaba mucho de menos y le pedía que fuera a visitarla, porque temía morir sin volver a verlo. Él, rápidamente, solicitó un permiso y, como le acababan de condecorar, le concedieron tres días. Viajó en avión, pero justo una hora después de su llegada la mujer falleció. La lloró, la enterró y volvió en tren a su regimiento, cuando de repente echó en falta su carnet del partido. Revolvió todas sus cosas, regresó a la estación de tren -todo a costa de enormes esfuerzos-,pero no lo encontró y finalmente volvió a casa. Al llegar se durmió y aquella noche soñó con ella, que le dijo que el carnet estaba en su ataúd, en el lado izquierdo: se le había caído al inclinarse para besarla. La mujer también le dijo al coronel que no se le ocurriera levantarle el velo que le cubría el rostro".
Sólo Victor podía escribir algo así, combinando saunas, senadores y literatura rusa. Me encanta leer estos textos, que no son entradas en un blog, ni artículos, ni cuentos...son un género propio: la prosa victoriana. Y qué alegría ver que últimamente nos la regala a menudo. Gracias.
"¿Pero el señor Gago no era vegetariano?", me preguntaba cuando le veía sucumbiendo a la llamada de la carne y a la del dry Martini como si fuera un padre de la Patria cualquiera. Menos mal que uno disfruta leyendo sus entradas en el blog porque, apenas bastaron unas líneas más para reparar que al Starbucks no suelen ir las señoritas de allende el Telón de Acero, que no suelen estar dispuestas a pagar tres euros por un café, que, eso sí, lleva escrito tu nombre en el vaso de cartón. Sinceramente, yo prefiero que me levanten ocho euros por el Martini con vodka, sea éste ruso o sueco, como la literatura negra que gusta fustigar Federico.