El típico escritor, la típica novela
Roberto Bolaño es el típico escritor que hace que no te sientas un vago, un zumbado o un fracasado por leer cosas misteriosas, arrebatadas, sin una lección lógica o un sentido práctico. Bueno, no sé si es el "típico escritor", y de hecho, estoy seguro de una cosa: nadie te arenga como él, nadie te hincha como él el corazón y los cataplines de orgullo para desviarte sin remordimientos de todo lo que es útil, exacto, científico, bueno y patriótico. Cuando digo "típico escritor" me refiero a que, a veces (otras veces, no), es así como me gustaría que fueran los escritores. De hecho, quizá hubo escritores así alguna vez: videntes, ateridos de frío, apuradores de todas las heces y todas las palabras, peregrinos de todos los abismos. Difícil saberlo. Hoy la mayoría se comportan como "funcionarios de la respetabilidad", aspiran al éxito, el dinero, la posición, las tertulias. A veces me gustaría que un rayo de la posteridad cayese y los fulminase a todos en las tertulias. Que descendiesen el arcángel Rimbaud, el arcángel Vallejo o el arcángel Bolaño y nominasen inapelablemente a Isabel Sansebastián para salir de la tertulia por publicar novelas de intriga histórica, sea lo que sea que eso significa. Otras veces, no. Otras veces lo que hago es ir a las tertulias y ponerme a hablar de Belén Esteban y de las vacaciones de Iker y Sara. Sé que Roberto Bolaño nunca lo haría, y por eso me encomiendo a él cada noche de rodillas junto a mi sofá-cama, lo invoco diciendo San Roberto Bolaño bendito, protector de los sonámbulos y los espeleólogos, personal training de las erinias que ajustician a todos los parricidas del mundo, heladero artesano de los cucuruchos de fuego, intercede por mí y ayúdame a retomar el camino más desviado, llévame seguro por los estrechos desfiladeros que cruzan los precipicios de la vigilia y la extrañeza, ampárame allá arriba o allá abajo, colgado en todo caso en las grutas de las minas más altas y las más guarrindongas.
Amuleto es la típica novela o poema (más bien, poema) que cierras por la última página y te entran ganas de echarte a la calle, con este calor y todo, a revolucionar la poesía y a revolucionar la vida. El problema no es el calor. El problema es la demencia de la realidad. Amuleto es la típica novela (mejor lo dejamos en poema: largo, oracular, épico, lírico y elegiaco) que, al llegar al clímax con esa escena en la que una legión de poetas latinoamericanos desfila hacia el abismo, y quedarte colgado de la epifanía de su última, transparente y extraña frase final ("Y ese canto es nuestro amuleto"), colgado como el coyote justo antes de ceder la rama que lo separa del abismo al que ha ido a parar persiguiendo al correcaminos, colgado como una araña balanceando las patitas en el silencio, te entran ganas de leer todo lo que Bolaño ha leído, de no escribir nada que no sea deudor de su idioma naif, alucinado, disolvente, digresivo, aliterador, machaconamente hipnótico...
Qué peligro, señores.
Ahora comprendo lo que tuvo que sentir la generación de lectores que descubrió a Borges. La sensación del límite, la certeza de que ya no había nada más allá. La idea al principio, luego el reproche, de que Borges había quemado las naves de la tradición literaria y a los demás sólo les quedaba imitarle. Pero siempre hay un abismo más allá. Siempre hay que empezar de nuevo. Siempre hay que volver a tirar los dados, como preconizaba Mallarmé. El problema no es el azar. El problema no es fracasar una y otra vez en ese túnel de las bibliotecas, los viajes, el tecnopop, la coca, los coches tuneados y la enfermedad o las ladillas.
El problema no es el calor.
El problema no es Roberto Bolaño.
El problema es la típica realidad. El problema es la intemperie. Que es, curiosamente, el tema central de esta novela o quedamos en que mejor poema, un vallejiano y desamparado poema, Amuleto. La intemperie. El cielorraso de vivir, viajar, leer, amar y escribir sin ahorrar nada, ni dejarte nada en el vaso, ni reservarte para la vuelta (como el protagonista de Gattaca nadando mar adentro)
Un tema del todo inútil para afrontar las cosas terribles que pasan en España. No digamos en Europa, en el mundo y en Rusia. Sobre todo, en Rusia. No hay más que ver y oír a Zapatero, a Rajoy o a Putin para darse cuenta de hasta que punto la situación es grave. A mí me da mucha vergüenza, muchas veces, contar en este blog o en el programa con Mario y Carmen las cosas que veo en los cuentos de Isak Dinesen, Elizabeth Gaskell o Alice Munro, cuando a nuestro alrededor hay gente en el paro, políticos que mienten, terroristas multimillonarios y niños abortados con unas pinzas que les escachan la cabeza o un suero salino encharcando sus pulmoncitos. Pienso que es indecente dedicarme a leer cuando hay mentes brillantes, en este mismo diario sin ir más lejos, que están cogiendo el toro por los cuernos, si se me permite la expresión. Me gustaría explicar por qué, y sobre todo cómo, llego a sentir consuelo en los cuentos y los poemas frente a las mismas cosas que afligen o indignan a todos. Me gustaría aclarar por qué me alivian las palabras y no me alivian en absoluto (o no me alivian tanto) el conocimiento o la razón. Me gustaría poder hacerlo, pero si supiera, probablemente no me haría falta leer ni me haría falta rezar. Arde el bosque, avanza una nube de turba. La culpa de todo la tiene Putin.
¡Al fin ha vuelto! Enhorabuena por los últimos hilos (post-patinaje sobre historia progre). Totalmente de acuerdo con lo que dice de Rusia. Es más, estos días estoy leyendo a Norberg ('In defense of global capitalism') y, a pesar de que da bandazos entre el socialista (no, no hay liberales de izquierda, reflexione por favor) Stuart Mill y el libertarianismo (¡qué palabro!) amoral, habla de una década perdida en Rusia (tras la caída del régimen soviético) por el mantenimiento de la propiedad colectiva de la tierra (entre otras muchas razones, claro). Rusia, de capitalista, nada de nada. Y desengáñense los que creen que China tiene potencial (salvo los empresarios estilo Roures/Entreca-Seopanes) mientras haya nomenklatura y limpiabotas de ésta: la ley no será igual para todos y la propiedad privada dependerá del capricho del que mande. Lo del aborto es miserable. Es la prueba de una sociedad, de una civilización que se va al garete por renunciar a sus principios básicos. De ahí que cuando oigo a los presuntos liberales/libertarios hablar del derecho a abortar me dan ganas de vomitarles encima. Un saludo
Pues a mi me da tristeza ver como la mayoría traga con todas esas cosas que deberían de hundir a una sociedad en la vergüenza. Y hundida está, aunque ya no le importa o está de acuerdo con ello. Y las generaciones venideras, mejor no nombrarlas, que se nos acaba la esperanza. Yo también necesito, definitivamente, leer y rezar.