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Alfombras. Adivinanzas

Estaba semana nos visita Ketty Garat, que anda rebuscando Bajo las alfombras del Congreso. ¿Ruegos, preguntas, comentarios? En Comentarios, please; o en nuestra página de Facebook.

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Montoneros. La soberbia armada. Qué libro extraordinario. Una prueba de que no sólo para los interesados en el drama argentino:

Casi todas las adivinanzas (...) nos introducen en lógicas ramplonas, en la mera racionalidad de lo cotidiano. La razón que nos descubren sus desenlaces nos fascina por el trámite sorpresivo de su exordio, y no por su contenido.

"Hay una cosa que es a la vez dos cosas. ¿Sabes cuál es?", me preguntó en cierta ocasión mi tío. El problema me dio vueltas un rato por la cabeza sin embocar con una solución. "¡Un par de zapatos!", reveló mi tío. '¡Ah, claro!'. Todo el encanto reside en este descubrimiento, (...) pero no en la cosa descubierta, la sencilla logicidad ya sabida del uno y el dos fundidos en el par.

Pero hay adivinanzas excepcionales, que nos abisman sobre una racionalidad más profunda, fascinante ella misma más allá de la fascinación de descubrirla. Una racionalidad cargada de mensajes y claves de otras racionalidades que la razón de todos los días ignora.

Hay una adivinanza de este género que me cautivó cuando la escuché por primera vez –a los 10 o 12 años de edad– y me sigue cautivando aun hoy, al ofrecerme en su desenlace la sensación de haber descubierto una clave de la historia humana.

La adivinanza tiene por protagonista a un explorador inglés que se pierde en la jungla. El hombre pasa días y días deambulando sin rumbo entre árboles y bejucos, hasta que de pronto, cuando ya está perdiendo la esperanza de encontrar una salida, se ve rodeado por una docena de belicosos nativos, armados de lanzas y escudos.

Capturado por estos guerreros de aspecto temible e intenciones indescifrables, el explorador es conducido hasta una aldea en cuyo centro se yergue lo que la adivinanza describe, con la cándida incongruencia de estas historias, como un fabuloso palacio. El cautivo y sus captores entran en el edificio, recorren largos y alfombrados corredores y trasponen macizas puertas franqueadas por otros guerreros de custodia, hasta que los recibe, finalmente, sentado en su trono, el anciano rey de la tribu.

El monarca saluda afablemente al prisionero en sorpresivo inglés y le comunica apesadumbrado que las severas leyes de su reino prevén lamentablemente la pena de muerte por decapitación para todo extranjero que pise el territorio del país. Pero se trata también de una legislación prudente y generosa, que concede al intruso la posibilidad de salvar su vida si acierta con la solución de una adivinanza.

"Tengo cinco esclavas, tres de ellas con ojos azules y dos con ojos negros", dice el rey. "Estas mujeres tienen una particularidad: las de ojos azules dicen siempre la verdad; las de ojos negros siempre mienten. Dentro de unos instantes, las cinco comparecerán en fila ante nosotros, todas ellas encapuchadas, y usted podrá formularles sólo tres preguntas. No tres a cada una sino tres en total. Si con ellas logra descubrir el color de los ojos de las cinco, quedará en libertad y convertido en huésped de mi reino".

El rey golpea las manos y las cinco esclavas encapuchadas ingresan en la sala del trono guiadas por un guardián. El explorador, tras unos momentos de reflexión, pregunta a la primera: "¿Qué color de ojos tienes?".

La mujer contesta en el dialecto de su tribu, ininteligible para el prisionero. El inglés protesta, se declara lesionado en su derecho al 'fair play' y exige que le traduzcan la respuesta.

El anciano rey le explica que las severas leyes de su reino no consienten agregar aclaraciones a una respuesta ya formulada. "Usted ya gastó una pregunta", dice. "La única concesión que le puedo hacer ahora es la de ordenar a las esclavas que contesten en inglés a las otras dos".

El explorador pregunta entonces a la segunda esclava: "¿Qué color de ojos dijo tener tu compañera?". Y la mujer contesta: "Negros".

El cautivo dirige luego la única pregunta que le queda a la tercera encapuchada de la fila: "¿De qué color son los ojos de la esclava que acaba de contestarme?". La respuesta: "Azules".

El explorador medita unos instantes y dice finalmente al rey: "Tengo la solución: la primera esclava tiene ojos azules; la segunda y la tercera, negros, y las otras dos, azules".

Removidas las capuchas, se comprueba que el explorador ha acertado. Y mientras comienzan los festejos para agasajar al flamante huésped del reino, el viejo monarca pregunta al inglés: "¿Adivinó usted por azar o siguió algún razonamiento lógico para dar con la solución?".

"Fue una deducción lógica", explica el inglés. "Aunque no entendí a la primera esclava, yo sabía de antemano lo que iba a contestarme. Forzosamente debía decirme que tenía ojos azules, sea porque los tenía efectivamente de ese color, en cuyo caso me diría la verdad, sea porque los tenía negros, en cuyo caso no podía por menos que mentirme diciendo que los tenía azules. Esto me permitió saber que la segunda esclava era de ojos negros, pues era obvio que mentía al afirmar que la primera había dicho tener ojos de ese color. Del mismo modo deduje que también la tercera tenía ojos negros, porque había atribuido falsamente a la segunda ojos azules. Localizadas así las dos esclavas de ojos negros, estaba claro que las otras tres los tenían azules".

El viejo rey felicitó a su huésped, y comenzó la fiesta.

Lo apasionante de esta adivinanza es la nueva luz que arroja el desenlace sobre la verdad en lo que ésta tiene no ya de acto cognoscitivo, sino de momento de la comunicación entre los hombres. De alguna manera, el relato deja descifrada una clave de la historia humana en la medida en que ésta es, casi íntegramente, historia de aquella intercomunicación.

Todo el razonamiento del explorador inglés brota de la sencilla pero a la vez sorprendente evidencia de que los dos grupos de esclavas, siendo representativos de principios antagónicos –la Verdad y la Mentira, el Bien y el Mal–, y precisamente por serlo, tienen que decir siempre y necesariamente las mismas cosas. El antagonismo de los valores conduce, con incontenible fuerza lógica, a una identidad de lenguaje. ¿No es apasionante esta comprobación?

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Lecturas. El drama argentino. Nadie fue. Fuimos todos.

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