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Pedro de Tena

70 años ya de 'Los orígenes del totalitarismo' de Hannah Arendt

La mutación del pueblo en populacho, exigencia esencial del totalitarismo.

La mutación del pueblo en populacho, exigencia esencial del totalitarismo.
Hannah Arendt en 1944 | Cordon Press

El totalitarismo tal y como lo describió y pensó Hannah Arendt no es un hecho sólido, rocoso y definitivo. Siempre fue y puede decirse que sigue siendo un movimiento latente en la Europa que naufragó en sus guerras imperialistas del siglo XIX y que logra su apoteosis en la II Guerra Mundial. En ella resultó derrotado el totalitarismo nazi, fundado en una teoría/ideología de la Naturaleza, raza y destino universal. Pero fue vencedor el totalitarismo comunista, fundado en una teoría/ideología de la Historia (lucha de clases y destino internacional), cuyo dominio se extendió notablemente tras los acuerdos de Yalta.

El totalitarismo tal y como se le ha percibido en la reciente historia universal no pretende ser un régimen absoluto, ni tiránico, ni dictatorial al viejo estilo monárquico en el que, una vez conseguido el poder, el impulso primitivo deviene costumbre, "osificación", paralización. Al contrario, exige una revolución permanente (Trotsky) que liquide periódica y sucesivamente a los nuevos discapaces de la especie o a los nuevos disidentes del "paraíso", según sea la modalidad del totalitarismo, por su obstrucción al triunfo del imperio racial o a la victoria de un Estado universal.

Por ello, el totalitarismo nunca es nacional, aunque lo parezca sibilinamente, sino que es una lucha por la dominación total de la población de la Tierra, "la eliminación de toda realidad no totalitaria en competencia". El Reich global o el comunismo internacional fueron ocultados tras la Alemania nazi y el socialismo por no despreciar el impulso del apoyo nacional, pero el movimiento interno de ambos oleajes conducía al dominio total de la historia y del poder en el mundo.

Siendo como son ambos, movimientos contra la realidad surgidos de la imposición de la ideología (mutación ficticia de la idea en ciencia), ni las realidades nacionales, experiencias de continuidad histórica, ni la realidad individual, experiencia de la continuidad de la conciencia, de la vida, de la familia y de la propiedad, son respetados por el totalitarismo.

Resume la filósofa alemana, en su libro Los orígenes del totalitarismo, de cuya primera edición se cumplen ahora 70 años (1951):

"El totalitarismo en el poder utiliza la administración del Estado para su fin de conquista mundial a largo plazo y para la dirección de las sucursales del movimiento; establece a la Policía Secreta como ejecutora y guardiana de su experimento doméstico de constante transformación de la realidad en ficción, y, finalmente, erige los campos de concentración como laboratorios especiales para realizar su experiencia de dominación total."

Muchos esperaban que los gobiernos totalitarios erigieran un nuevo edificio legal al que atenerse pero no comprendieron que la "legalidad" de la Naturaleza (nazi) o de la Historia (comunista) exigen la arbitrariedad y la alegalidad institucionales como naturaleza esencial del totalitarismo. Por ello, la arquitectura legal oficial no fue nunca una de sus preocupaciones. De hecho, los nazis no tocaron durante años la Constitución de Weimar a la que traicionaban una y otra vez mediante un alud de decretos que encubrían su ilegalidad. Tampoco Stalin se molestó en reformar la Constitución de 1936. Le bastó eliminar a sus redactores y dictar a su gusto.

Algo así es absolutamente lógico para un totalitarismo que siempre es genéticamente obra de un partido y no de un Estado. Cuando se medita sobre la relación interna y dual partido-Estado en el totalitarismo triunfante, se percibe con claridad que el poder real siempre reside en el partido, dueño absoluto del instrumento básico de poder, la policía política y sus derivaciones. Por tanto, el edificio político tejido nunca es nacional ni de Estado sino el resultado de la "legalidad" superior partidaria. Dicho de otro modo, el poder totalitario, más que estructura, tiene y exige dirección.

El totalitarismo exige, lógicamente, la certeza de que las órdenes emanadas desde el vértice de la pirámide van a ser ejecutadas sin discusión alguna tras una interpretación sugerida. Es decir, el dictador en la cúpula se asegura, mediante correas de transmisión, duplicidad de organismos administrativos e inseguridad institucional, que los situados en la base de la construcción carezcan de la información y de la formación adecuada para oponerse. Están diseñados para la obediencia y, en cualquier caso, para la anestesia moral.

Podríamos seguir diseccionando el esqueleto prototípico del totalitarismo tal y como se ha conocido en el mundo en que vivimos – y del que no ha desaparecido ni mucho menos – pero ya es visible y claro que, para lograr que triunfe, siempre será preciso que el pueblo degenere en populacho, que los ciudadanos dejen de serlo individual y cualitativamente para adquirir la condición de masa y número, algo que ya había destacado Ortega con toda contundencia, y que la irrealidad ficticia y fanática en la que viva pueda ser tal que ni siquiera repare en la importancia o relevancia del mal real que es capaz de producir o consentir en otros seres humanos.

Una de las aportaciones de Arendt es precisamente la consideración del populacho. Aunque otros han hablado de multitud o de masa, nuestra pensadora, que publicó este libro originalmente en inglés usó la palabra "mob", que puede significar desde turba y multitud (crowd) a banda (gang) callejera o mafia o incluso hampa. La importancia del "populacho" en su obra capital deriva, además del número, más que bicentenario, de veces que lo menciona transmitiendo así su necesidad intrínseca en el surgimiento de todo totalitarismo.

Del pueblo al populacho

Siempre ha habido populacho, entendido como gente desgajada de la sociedad, marginal a ella. Pero el populacho moderno, el conjunto "de los déclassés de todas las clases" fue el que señaló a los judíos como su enemigo. Engels, el amigo de Marx, detectó el antisemitismo en la nobleza, aliada con las iglesias católica y protestante, que lo extendía sobre la pequeña burguesía. Pero lo usaron como medio político, en sí mismo despreciable, sin proceder nunca a su organización.

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Hannah Arendt

El comienzo del totalitarismo está en la confusión pueblo-populacho. El populacho, como el pueblo, cuenta en su seno con estratos de todas las clases y estamentos existentes si bien residuales. Pero mientras el pueblo auténtico siempre aspira a tener representación institucional, el populacho siempre gritará en favor del "hombre fuerte", del "gran líder". Porque el populacho odia a la sociedad de la que está excluido tanto como al Parlamento en el que no está representado. Por eso ama los plebiscitos, los referéndums, las expresiones del voto popular directo.

El populacho es, además, un agudo detector del "enemigo común", de una víctima propiciatoria, que siente como oculta y secreta, ya sean los judíos, los masones, los jesuitas o los contrarrevolucionarios o los enemigos "objetivos" por citar los principales, a los que la volubilidad propia del populacho, fácil de contagiar con enemigos indemostrados, podía añadir cualquier chivo expiatorio en cualquier momento. Históricamente, han sido los nacionalistas los que decidieron la organización del populacho, al que despreciaban, pero en el que veían fuerza "viril" y primitiva. Finalmente, trataron de identificarlo con el pueblo. El falso caso contra el teniente judío Alfred Dreyfus fue el origen del primer terror antisemita.

En Alemania, cuando la burguesía alemana apostó todo en favor del movimiento de Hitler y aspiró a gobernar con la ayuda del populacho,

"resultó ser demasiado tarde. La burguesía logró destruir a la Nación-Estado, pero obtuvo una victoria pírrica; el populacho se reveló completamente capaz de cuidar de la política por sí mismo y liquidó a la burguesía junto con las demás clases e instituciones."

Arendt, que reconoce la influencia terminológica marxista, vio en el totalitarismo nazi el resultado final de la alianza entre el capital y el populacho que se zurció durante el imperialismo desbocado del oro y los diamantes, degenerando en la I Guerra Mundial que, no se olvide, destrozó la II Internacional obrera y socialista y paradójicamente dio muletas a las grandes naciones europeas hasta a la siguiente gran conflagración militar.

"Todos los grandes historiadores del siglo XIX observaron y advirtieron ansiosamente la elevación del populacho a partir de la organización capitalista y su desarrollo…Pero… no lograron advertir fue que el populacho no podía ser identificado con la creciente clase trabajadora industrial, y desde luego, no con el pueblo en conjunto, sino que estaba compuesto realmente de los desechos de todas las clases",

contaminados por un sentimiento racial y anti individualista desde Francia a Sudáfrica y luego a la URSS bajo la fórmula del paneslavismo.

Que la democracia podía caer bajo el despotismo del populacho lo vio ya Tocqueville, pero el nuevo populacho del hombre-masa hacía emerger demagogos, crédulos, supersticiosos y brutos que inesperadamente perdían de vista sus intereses individuales, se hacían indiferentes a la muerte y abrazaban nociones abstractas como guías vitales lo que conllevaba muchas veces el desprecio del sentido común. Para ella, Hitler y Stalin procedían inequívocamente del populacho y sus partidos estaban llenos de conspiradores y proscritos en el campo bolchevique y de desgraciados, fracasados y aventureros en el prado nazi.

El totalitarismo añade al populacho un matiz esencial. El fascismo italiano ansiaba el poder para dominar el país desde el Estado y su maquinaria de violencia. Las ideologías totalitarias dominaban y aterrorizaban, no sólo con medios externos, sino desde dentro de los seres humanos mismos a los que parecían conocer con precisión, algo que seducía notablemente a las élites, como cautivaba a las masas el que sus dirigentes fueran fracasados profesionales y estuvieran fuera del sistema (como se sentían ellas mismas).

La iniciativa intelectual, espiritual y artística es peligrosa para el totalitarismo que persigue toda forma superior de actividad intelectual.

"La dominación total no permite la libre iniciativa en ningún campo de la vida en ninguna actividad que no sea enteramente previsible. El totalitarismo en el poder sustituye invariablemente a todos los talentos de primera fila, sean cuales fueren sus simpatías, por aquellos fanáticos y chiflados cuya falta de inteligencia y de creatividad sigue siendo la mejor garantía de su lealtad".

Esa es la forma de ascender en todo populacho.

El totalitarismo perfecciona la propaganda de masas heredada del populacho y la complementa con el adoctrinamiento sistemático y el terror ante conspiraciones secretas inventadas, ya de judíos, ya de trotskistas o servicios secretos de países determinados.

Para ser parte del populacho totalitario, no se debe creer

"en nada visible, en la realidad de su propia experiencia; no confían en sus ojos ni en sus oídos, sino sólo en sus imaginaciones… Lo que convence a las masas no son los hechos, ni siquiera los hechos inventados, sino sólo la consistencia del sistema del que son presumiblemente parte".

Por eso eran fáciles de creer en la URSS las absurdas confesiones de los purgados por Stalin. Como se huía del debate de la cuestión judía y se infectaba al populacho con el veneno de que los judíos "eran los verdaderos representantes de las potencias existentes y…de la hipocresía y de la deshonestidad de todo el sistema."

Para conseguir que el pueblo pase a ser populacho hay que combinar desprecio, credulidad y cinismo. Al desprecio absoluto de los hechos no reconocidos por el líder o el partido, se une una predisposición a creer que cualquier cosa que venga de la fuente segura y única respetable de información es posible. Finalmente, se inclina a no creer en nada por suponer que todo es mentira. Pero, "en lugar de abandonar a los líderes que le habían mentido, aseguraría que siempre había creído que tal declaración era una mentira, y admiraría a los líderes por su superior habilidad táctica."

Hace 70 años de este libro de Hannah Arendt, pero de su interior salen pinceladas ardientes que parecen componer cuadros bien cercanos de lo que vivimos hoy. Ya no hay nazis reconocidos como tales, pero sigue habiendo nacionalistas radicales en muchos países y comunistas que ejercen su totalitarismo, maquillado o no, sobre más de la cuarte parte del mundo. Ambos necesitan metamorfosear a los ciudadanos individuales en populachos que, debidamente formateados, nutran las élites y los cuerpos de unas masas que serán indiferentes a la realidad del mal y al sufrimiento ajeno.

Para que triunfen, sólo será necesario que la Europa, hoy democrática pero tambaleante y amenazada, olvide sus principios fundacionales y sus valores intelectuales, éticos y políticos. Cuando uno repasa con la mirada "ardiente de náufrago" y deseosa de veracidad el espectáculo actual de la educación, la propaganda, las redes sociales y el funcionamiento de los partidos, se pregunta si no estamos ya a un paso de formar parte del populacho que precede a un proyecto totalitario.

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