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Agapito Maestre

El Quijote de don Marcelino

Don Marcelino fijó el lugar de Cervantes en la historia de la novela. Mostró el canon estético de la obra de Cervantes para todos los tiempos.

Don Marcelino fijó el lugar de Cervantes en la historia de la novela. Mostró el canon estético de la obra de Cervantes para todos los tiempos.
Imagen que muestra a don Quijote y a Sancho Panza | Wikimedia Commons

Cide Hamete Benengeli es un personaje literario fascinante. ¡Metaliterario! Es un trasunto genial al mundo de la ficción de la realidad cervantina. ¡Ay, amigos de Sancho Panza y Alonso Quijano, existe acaso cosa más grandiosa que la Realidad de Cervantes! O la queremos, sí, tal como es, o no la sentiremos. No habrá gozos ni tristezas sin fidelidad al destino del devenir de El Quijote. El alter ego de Cervantes es el verdadero autor de la novela. Entremos en ese mundo sin más prevención que dar de lado a nuestra falta de osadía para ilusionarnos. Demos esquinazo a la carencia de imaginación. Dejen fuera cualquier otra cautela y lean en el libro de Cervantes. Es solo una novela. Leamos y pensemos El Quijote con humildad. Los límites del lector se ponen en evidencia ante la complejísima psicología del creador. Por eso, como nos enseña Marcelino Menéndez Pelayo, el primer crítico literario de España, nunca conseguiremos alcanzar "la fórmula que nos dé íntegro su secreto".

Lean, pues, por placer El Quijote, como lo hace el doctor Cidad, mi amigo Ángel, durante todos los veranos de su vida. Siempre asocia este libro a la felicidad. Al verano. He ahí un genuino cervantista de la estirpe del Señor Hamete Benengeli, el padre de El Quijote, porque Cervantes siempre se consideró su padrastro. Aunque algunos les cueste creerlo, Cide Hamete Benengeli es una figura real llevada a la ficción. Es uno de los personajes, entre todos los creados por Cervantes, más cercano a las entrañas del brujo de Villahizán. El ilustre doctor Cidad disfruta con pasión tanto de los encantamientos del genuino Cide como de sus explicaciones. No es solo una cercanía eufónica entre los nombres propios Cide y Cidad, sino que es una afinidad de gustos e ideas, de costumbres y pensamientos, por ejemplo, los dos traducen al español un mismo libro para aquí y ahora.

Los Cide y Cidad, los Señores, hablan con lenguaje parecido. Ambos comparten algunas convicciones, aunque los musulmanes mientan más que los cristianos. Quieren pasar el tiempo de la mejor manera posible. Esta querencia, este no querer vivir arrastrados, aún les une más. El historiador musulmán, creado por Cervantes, y el odontólogo de Machupichu, mi amigo del alma y de otras correrías humanísticas, no son únicamente, como diría un cursi, seres "metaficcionales". Son personajes auténticos. Están llenos de vida. Son reales. O sea son contradictorios. No busquen en ellos coherencias librescas. Son personajes de novela. ¿O es que existe alguna otra forma mejor de referirse a la vida? Creo que no, pero, por Dios, si alguno de ustedes está pensando en "filosofías", cuídense de las idealistas, casi siempre, conducen al abismo. No sucumban, por favor, a los embelecos de la filosofía para curarse de las melancolías. Nada mejor que la novela para consolarse de las heridas de la cotidianidad. Ésta es, al menos, la mejor receta del doctor Cidad para sus vacaciones: un poquito de filosofía y mucha novela.

Todos los veranos, desde que lo leyera por vez primera en su adolescencia, se reserva muchas horas del día para releer la novela de novelas de Cervantes; aunque este año ha hecho una excepción, ha compartido su tiempo de lectura entre El Quijote y algunos textos de don Marcelino Menéndez Pelayo. El último que se ha embaulado del sabio español es el titulado La cultura literaria de Miguel de Cervantes y la elaboración del ‘Quijote’. Lo ha releído varias veces hasta casi saberse de memoria algunos pasajes. Ha hecho suya, por ejemplo, la explicación dada por don Marcelino para justificar por qué en todas las épocas se leen libros malos y novelas pésimas. Quizá el razonamiento de don Marcelino valga tanto para la época de Cervantes como para la nuestra. En la época más clásica y culta de España, en el siglo espléndido del Renacimiento, que con razón llamamos de oro, se leían con prodigalidad y profusión libros malos; nadie se privaba de esa lectura, los pobres y los ricos, los cultos y los incultos, los grandes y los pequeños leían libros, especialmente de caballerías, bárbaros y groseros; según Cervantes, esos libracos, exceptuados cuatro o cinco, eran "en el estilo duros, en las hazañas increíbles, en los amores lascivos, en las cortesías mal mirados, largos en las batallas, necios en las razones, disparatados en los viajes y, finalmente, dignos de ser desterrados", pero se leían como hoy leemos cientos de libros que deberían hoy ser arrojados al corral de la casa de don Quijote. Pues bien, la cosa, o sea por qué tanta gente lee literatura de corral, es explicada con llaneza por don Marcelino: "Tiene la novela dos aspectos: uno literario, y otro que no lo es. Puede y debe ser obra de arte puro; pero en muchos casos no es más que una obra de puro pasatiempo, cuyo valor estético puede ser ínfimo. Así como de la historia dijeron los antiguos que agradaba escrita de cualquier modo, así la novela cumple uno de sus fines, sin duda el menos elevado, cuando excita y satisface el instinto de curiosidad, aunque sea pueril; cuando prodiga los recursos de la invención, aunque sea mala y vulgar; cuando nos entretiene con una maraña de aventuras y casos prodigiosos, aunque estén mal pergeñados. Todo hombre tiene horas de niño, y desgraciado del que no las tenga. La perspectiva de un mundo ideal seduce siempre, y es tal la fuerza de su prestigio, que apenas se concibe al género humano sin alguna especie de novelas o cuentos, orales o escritos. A falta de los buenos, se leen los malos, y este fue el caso de los libros de caballerías en el siglo XVI y la razón principal de su éxito".

Pues sí, queridos amigos, las mesas de novedades de nuestras librerías están invadidas de "libros malos de caballerías", pero el problema es que no se otea en el horizonte ningún Cervantes que nos libere de la pesadilla. A falta de grandes novelistas, volvamos al inventor del género. Releamos El Quijote, y hagamos votos, como dijera hace años el gran maestro mexicano Gabriel Zaid, porque se produzca una mutación sociológica que lleve a la gente a hallar "en Cervantes la pausa que refresca, entonces surgiría una industria cervantina dedicada a producir y distribuir el Quijote en cantidades industriales: habría ediciones especiales para salas de espera, para cuartos de hotel, para el coche, para el bolsillo, para la cama. Habría estanquillos donde detenerse a leer un pasaje. El trabajo tendría mañana y tarde un Quijote-break. Las estaciones de radio no se darían abasto atendiendo peticiones de tal o cual pasaje. Leer bien el Quijote daría inmensa popularidad y no menos dinero en radio y televisión. Y si la gente llegara a convencerse de que era una vergüenza tener siempre los mismos ejemplares del Quijote: que había que cambiar de modelo cada año, tener la últimas ediciones, entonces la producción subiría hasta el delirio, la industria cervantina representaría un sector fundamental del producto nacional, en la bolsa se seguirían con atención sus valores, los economistas medirían el desarrollo económico de un país en términos de su industria cervantina y habría que ayudar a los pobres pueblos subdesarrollados, cuyo nivel de vida no les permitiera alcanzar la excelencias del Quijote". Por si acaso, es decir, para contribuir a hacer plausible la irónica, sugerente y cínica idea de don Gabriel sobre la transformación sociológica de los hábitos lectores, el doctor Cidad tiene en la sala de espera de su consulta varias ediciones de El Quijote, e incluso una versión en audio-libro para quienes no están bien de la vista, a disposición de sus pacientes. Y, además, está considerando muy seriamente hacer una edición casera del discurso de don Marcelino sobre la cultura de Cervantes y la elaboración de El Quijote para regalar a sus amigos y pacientes.

¿Qué decir con sentido estético, o sea filosófico, sobre este texto de crítica genuinamente literaria?, ¿cómo sintetizar en unas líneas uno de los más grandes ensayos escritos en el siglo veinte sobre El Quijote?, ¿cómo justificar que, después de ese texto, casi todo ha sido decadencia en el ámbito de la "crítica" literaria, estética, dedicada a Cervantes? No lo sé. Yo sólo puedo dar una impresión personal. Sin embargo, ha habido escritores, pensadores, profesores, críticos profesionales, artistas y miles de cervantistas que lo han intentado con más o menos acierto. Por ejemplo, Ciriaco Morón Arroyo, humanista excepcional, que ha ejercido sus holgados saberes en la Universidad de Cornell (USA), y uno de los grandes estudiosos de Cervantes y de don Marcelino, cuando recibió el Premio Internacional Menéndez Pelayo, en 2013, escribió un espléndido trabajo sobre Tres visiones de Cervantes: Menéndez Pelayo, Ortega y Gasset y Américo Castro. Este trabajo es, en verdad, un despliegue, o añadidura científica, de su libro Para entender El Quijote.

Ojalá el doctor Cidad tenga tiempo para leerlo, porque tendrá ocasión de disfrutar de una erudición amena sobre unos temas de cierta complejidad. El estudio de Morón a favor de los argumentos de Menéndez Pelayo sobre los otros dos intérpretes tienen su fundamento en el texto citado. Su intento de síntesis crítica, creativa al modo heideggeriano, es muy valioso y no seré yo quien le ponga objeción alguna, pero sí quisiera añadir una dificultad más para "sintetizar" el discurso de don Marcelino. Mi amigo Ciriaco dice, con toda razón, que "da pena extractar y resumir un texto tan rico y complejo como el de don Marcelino". Cierto, no es fácil resumir la cantidad de información y reflexión contenidas en el ensayo, pero no es menos verdad que el gran obstáculo, el principal escollo e impedimento para sintetizarlo no reside tanto en la complejidad de los medios fundamentalmente racionales, discursivos, de que se vale don Marcelino, como en algo más invisible, algo parecido a una emoción artística, que sostiene todo el discurso. El disfrute del arte, de la intuición poética, del bello ensayo de don Marcelino está al alcance de cualquiera con un poco de sensibilidad estética, pero transmitirlo a través de la escritura ya es otra cosa. Dicho en corto y por derecho, la ciencia, que es mucha, contenida en el discurso es relevante, pero aún lo es más la parte creativa. Lo difícil, pues, es resumir, transmitir al lector, la parte artística, en fin, intuitiva que recorre el discurso de Menéndez Pelayo.

Ahí reside la dificultad no sólo de quienes queremos apropiarnos, o repensar, sus palabras, sino de quienes se han atrevido a cuestionar la filosofía, o sea, la crítica literaria de Menéndez Pelayo. Su crítica es, por momentos, tan artística como la del creador de El Quijote. Entonces, me adelanto a la pregunta que, sin duda, me hará el doctor Cidad, cuando lea este rollo: "¿Qué es la crítica literaria?" Para don Marcelino la cosa es clara: la impresión personal que nos provoca la lectura de una obra. Se trata, sencillamente, de expresar en palabras, o fórmulas escritas u orales, la experiencia del lector. La cosa es, sí, simple, pero, a veces, en realidad la mayoría de las veces, es una tarea costosísima. Casi imposible. No me extraña que los grandes críticos literarios escaseen tanto como los grandes creadores literarios. Por eso, porque la crítica literaria es antes que nada una experiencia estrictamente personal, un dar razón del acto de la lectura, que de conocimientos más o menos científicos y comprobables, dice Menéndez Pelayo en su Orígenes de la novela, "la crítica literaria nada tiene de ciencia exacta, y siempre tendrá mucho de impresión personal".

La impresión personal del doctor Cidad al leer el discurso de don Marcelino sobre Cervantes fue clara y propia de un gran crítico, o sea de un gran lector, "me gusta hasta el punto de hacerlo mío y compartirlo con mis amigos". El texto de don Marcelino es eterno. Clásico. Mi impresión personal es muy parecida a la del doctor Cidad, aunque yo lo diría de otro modo, seguramente, más cursi y enrevesado. O sea más académico. Lo esencial de mi experiencia lectora es que no ha habido en español, desde 1905, que se publicó, un análisis literario equiparable en hondura estética al de estas páginas. Sublimes. Todas ellas necesitan mármol por decirlo con Cervantes. Fijó de modo portentoso el lugar de Cervantes en la historia de la novela. Mostró el canon estrictamente estético de la obra de Cervantes para todos los tiempos. La breve y genial caracterización de la obra está realizada "bajo el puro concepto literario en que fue engendrada"; sí, nada busca don Marcelino que esté fuera del arte mismo de Cervantes.

Don Marcelino se tomó muy en serio su trabajo para responder a la iniciativa del periodista Mariano de Cavia: celebrar en el año 1905, fecha del tercer centenario de la publicación de la primera parte del Quijote, la obra de Cervantes como lazo espiritual, según dijera Ramiro de Maeztu, norma de conducta, fuente de doctrina y manantial común de vida para todas las nacionalidades donde se habla español. Nadie serio en el ámbito de la crítica literaria ha podido tratar El Quijote sin tener en cuenta los criterios estéticos de don Marcelino. Unos, como es normal en España desde el siglo XVIII, para tergiversarlo, un ejemplo poco edificante de deformación y alteración, a veces trágica para la cultura española, es la pobrísima observación de Ortega acerca del realismo del Quijote; otros, pocos pero bien intencionados, han tratado de ampliar sus horizontes, pero con escaso éxito, por ejemplo, Azorín, Unamuno y Américo Castro, pues que acaban hablando de cosas muy interesantes pero al margen de la estética de Cervantes. El silencio, sin embargo, ha dominado a la hora de hablar de El Quijote de don Marcelino, casi siempre acompañado de observaciones "filológicas", o sea pellizquitos de monja para adornar sus vacíos caletres. Lo cierto es que en este texto, como dijera José María de Cossío, "gana la crítica española una de sus más altas cimas".

Ya digo, inigualable es la impresión personal que dejó Cervantes en la obra de don Marcelino, porque demuestra con solvencia crítica, estrictamente de crítica literaria, la inmensa cultura clásica del genio de Alcalá de Henares por un lado, y por otro lado su intuición poética a la hora de componer El Quijote: la regla, como nos recuerda Menéndez Pelayo en su Historia de las ideas estéticas, para escribir sus libros está en el propio Cervantes, quien dijo por boca del prudente canónigo que encontró en un camino a don Quijote enjaulado y a sus acompañantes: "Hanse de casar las fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren, escribiéndose de suerte, que, facilitando los imposibles, allanando las grandezas, suspendiendo los ánimos, admiren, suspendan, alborocen y entretengan de modo, que anden a un mismo paso la admiración y la alegría juntas; y todas estas cosas no podrá hacer quien huyere de la verosimilitud y la imitación, en quien consiste la perfección de lo que se escribe".

Pero, como esto ya va siendo largo, los comentarios a estas palabras del capítulo 47 de la primera parte de El Quijote los dejamos para otra entrega.

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