Soñé, mi amada, en la ideal belleza,
Fuente de toda luz y toda vida.
Ángel eligió esos dos primeros versos, entre todos los que yo le copié, para decirme que no pudo parar de leer el resto del envío. Leyó en silencio y releyó para sí mismo. Es como si hubiera leído en otro tiempo, me explica en tono muy serio, ese primer verso de la "ideal belleza". No me extrañaría. Recuerdo le llamaban los antiguos a esa experiencia. Leer es recordar. Todo goce, incluido el de la lectura, es definido por el recuerdo o suma de bienes acumulados en nuestra biografía. Quizá la palabra belleza era la que daba razón de su deleite. El gozo de la lectura de ese primer verso se había vuelto vital para mi amigo. Estaba atrapado en la red del poema. Ni siquiera se percató de que la familia lo esperaba para iniciar el viaje de regreso hacia Villahizán. Se quedó tumbado frente al mar de Liencres, y releía, ahora en voz alta, los últimos versos del poema A Epicaris:
Y al despertar de sueño tan profundo,
Vi encarnarse y tomar forma y acento
La belleza ideal en tu hermosura.
El ejercicio de comunicación de Ángel, cuando me cuenta sus sensaciones al leer el poema de don Marcelino, me confirma mis sospechas: saber leer no es una práctica vulgar. Es una compleja operación de darse y restablecerse, de entregarse a una fuerza sobrepersonal, la poesía, y recobrarse para registrar los efectos emocionales que nos ha provocado. Algo parecido tuvo que sentir el ultraísta Guillermo de Torre, cuando se refería a la poesía del humanista Menéndez Pelayo. El exquisito catador del Agua de la fuente del Doctor Limón, que escribía cartas desde mi pueblo a Alfonso Reyes y a Gerardo Diego, a Giménez Caballero y a Lorca, a Huidobro y a Borges, y así a otros tantos escritores de los años veinte del siglo pasado, mostró el rostro risueño del poeta inserto en la rica erudición de Menéndez Pelayo.
Guillermo de Torre, nacido en Madrid en la misma casa que San Isidro, fundador, junto a Ernesto Giménez Caballero, de La Gaceta Literaria, y el más grande ultraísta de todos los tiempos, ha comunicado con acierto la poesía contenida en la obra entera de don Marcelino. Nada tiene de extraño que sólo por eso, por darle expresión y alas al sentido poético y artístico de la erudición de Menéndez Pelayo, Guillermo de Torre haya sido considerado uno de los críticos literarios más importantes en lengua española. Su Historia de las literaturas de Vanguardias sigue siendo un libro de "vanguardia de vanguardias". También por Hélices el primero y, quizá, el último libro de poemas, naturalmente, ultraísta, escrito por Guillermo de Torre, será recordado este gran crítico. Un libro que se sabía de memoria García Lorca y lo recitaba por todas partes; por cierto que la primera edición de las Obras completas, de Federico García Lorca, después de su muerte, fueron recopiladas en ocho volúmenes por Guillermo de Torre, en la editorial Losada de Argentina, con una introducción memorable. Pues bien, Guillermo de Torre expresó con precisión ultraísta, o sea espantando cualquier miedo a la audacia, el pensamiento que compartían grandes poetas y filósofos de España: Menéndez Pelayo fue "íntegramente un artista, el sentidor ingénito de la belleza que llevaba dentro".
Con la autoridad que le daba haber antepuesto la cuestión de la Poesía a la de los poetas, el haberse preocupado antes por el sentido de la expresión poética que por su autoría, Guillermo de Torre acertaba de pleno en su aproximación al genio de Menéndez Pelayo. Porque la poesía fue su principal preferencia, "viva siempre en el substrato de su espíritu", nadie como don Marcelino ha llevado a cabo en España la tarea de interpretar los conceptos de belleza, desde Platón hasta los románticos. Nadie como él ha tenido la sagacidad y valentía de abarcar ese dilatado itinerario a través de los tiempos y las literaturas. Nadie existe que pueda compararse con su "penetración exegética" y tino para hallar y exponer páginas esenciales, extraordinarias, sobre la belleza través de selvas librescas.
Y, seguramente, por ese poderío poético de la belleza inserto en toda su obra, sin apenas excepciones ideológicas, han fracasado los miles de intentos por manipular su pensamiento. Muchos han querido mangonearlo, pero pocos, por no decir nadie, ha logrado privatizarlo como propio. El poeta, el humanista e inventor de la crítica como arte no era de ninguna de las dos Españas. Era de todos. Trascendía las banderías. Su poesía, incluida la lírica, no era "partidista". Por este camino, y desde el exilio, Guillermo de Torre, como su amigo Díez-Canedo y otras personas de izquierda, incluso como hiciera Juan Goytisolo en épocas más recientes, iniciaban la recuperación de un autor que había sido utilizado ideológicamente hasta la angustia por unos y otros, especialmente por quienes después de la Guerra Civil quisieron convertirlo en el fundamento de su política cultural. Por fortuna, como reconoce el ultraísta, ni siquiera los "vencedores" consiguieron instrumentalizarlo con eficacia. Es obvio que la visión poética de Menéndez Pelayo construida por Guillermo de Torre contrasta con la de los poetas del 27. Dudo de que Gerardo Diego, crítico estricto de la poesía de don Marcelino, admitiese esa interpretación; y eso no lo digo porque Diego estuviera entre los vencedores, ni porque entre Diego y de Torre mantuvieran relaciones tensas, desde que el primero no introdujo en su famoso florilegio poema alguno de los ultraístas, sino porque Diego, antes y después de la guerra, jamás entendió el mundo clásico, humanístico y poético de Menéndez Pelayo. Jamás aceptó que su erudición fuera genuinamente poética. Artística.
Es llamativo, y hasta sospechoso, que Gerardo Diego, "un creador de lo que nunca veremos", la poesía, no se percatase, o peor, no resaltase el contenido poético y aún lírico de la obra de don Marcelino. Extraño. Quisiera creer que el reconocimiento explícito que hizo Gerardo Diego, en 1971, de quien sí lo vio con mirada ultraísta, Guillermo de Torre, contiene una nota de gratitud al arte poética del sabio humanista. Quizá el elogio al crítico exiliado contenga una prueba de la valía poética de don Marcelino. Fuera como fuera, el impasible e irónico Diego en su necrológica reconoció la sagacidad de crítico literario:
Guillermo, Guillermito, era un auténtico chiquillo de dieciocho años y se asomaba a la vida con sus amplios ojos asombrados. Su mirada supo conservarse hasta sus últimos años tan limpia y juvenil, no menos que la tersura de sus facies (…) Por aquellos años, Guillermo escribía poemas que luego había de recoger en su libro Hélices y que pronto Lorca aprendería y recitaría de memoria. Hélices quedará como un extraordinario documento de época.
Gracias a su alerta curiosidad y entusiasmo cosmopolita y a su bien organizada correspondencia particular, Guillermo de Torre atesoraba materiales para su obra ulterior de crítico, iniciada con sus Literaturas europeas de vanguardia. Ya era en potencia, no el poeta que en su adolescencia ambicionó ser, sino el teorizante, ensayista, historiador de la infinita metamorfosis, problemática, conjetura, balance de la poesía, del arte y de la literatura de nuestro siglo.
Quien sí ha captado la inextricable doble naturaleza de poeta y científico de don Marcelino es el doctor Cidad Vicario, quien me recuerda una de las lecturas que le recomendé al comienzo de sus vacaciones. Se trata del famoso discurso de don Marcelino, en 1907, dedicado al ingreso en la Academia de la Lengua de Francisco Rodríguez Marín. La conclusión de este memorable texto, escrito con tanto arte como ciencia, es una referencia esencial para comprender la poética que sostiene su obra: "Aplaudo de todo corazón a los que se dedican al trabajo erudito, y procuro aprovecharme de lo mucho que me enseñan; pero nunca me avendré a que sean tenidos por maestros eminentes, dignos de alternar con los sublimes metafísicos y los poetas excelsos, y con los grandes historiadores y filólogos, los copistas de inscripciones, los amontonadores de variantes, los autores de catálogos y bibliografías, los gramáticos que estudian las formas de la conjugación en tal o cual dialecto bárbaro e iliterario, y a este tenor otra infinidad de trabajadores útiles, laboriosísimos, beneméritos en la república de las letras, pero que no pasan ni pueden pasar de la categoría de trabajadores, sin literatura, sin filosofía y sin estilo. La historia literaria, lo mismo que cualquier otro género de historia, tiene que ser una creación viva y orgánica. La ciencia es su punto de partida, pero el arte es su término, y sólo un espíritu magnánimo puede abarcar la amplitud de tal conjunto y hacer brotar de él la centella estética". El significado de la cita transcrita por mi amigo es contundente. Sin arte poética la ciencia es poca cosa. La coincidencia en este punto entre Menéndez Pelayo y Rodríguez Marín, seguramente el más poético y científico editor de todos los tiempos de Don Quijote de la Mancha, consolidó aún más las relaciones de amistad que mantuvieron durante toda su vida.
Los comentarios de don Marcelino sobre las excelencias intelectuales de Rodríguez Marín, especialmente sus trabajos sobre Cervantes, le han sugerido a mi amigo Ángel, el odontólogo de Machupichu, un montón de preguntas sobre el Quijote en nuestro tiempo, y, como quien no quiere la cosa, se despide dejándome una pregunta en el aire: ¿es la interpretación, o mejor dicho, la lectura del Quijote de don Marcelino más actual y universal que la de otros escritores de nuestra época? ¡Quién sabe! Bueno, seamos sinceros, sin quitarle mérito a nadie, las lecturas del Quijote de don Marcelino son para recordar. Memorables. Me tomo la cuestión como unos deberes agradables y trataré de dar razón del asunto. Consultaré una de las varias ediciones del Quijote de Rodríguez Marín. Por cierto, un "chuleta" de la Academia, "filólogo" de todo a cien, se ha referido en todo despectivo a Rodríguez Marín como un abogado sevillano aficionado al Quijote. ¡Pobre! Don Francisco Rodríguez Marín nunca fue profesor, en efecto; era, sí, andaluz de Osuna, y fue abogado en Sevilla; además, ejerció con altísima dignidad como poeta, folclorista, paremiólogo, lexicólogo, y, sobre todo, sigue siendo el mejor editor del Quijote de todos los tiempos para desgracia del "chulito" que lo copia sin citarlo.