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Aquellos veranos de Biarritz

Allí descubrí a Christian Bobin con uno de sus primeros libros, La Part Manquante. ¿Y qué decir de Bayonne?

Allí descubrí a Christian Bobin con uno de sus primeros libros, La Part Manquante. ¿Y qué decir de Bayonne?
Vista de Biarritz | Wikipedia

Ahora que comienza la recta final del verano y para terminar la serie de algunos de mis viajes por Francia, voy a cerrarla con los recuerdos de aquellos veranos en Biarritz, casi siempre en las últimas semanas de agosto cuando los veraneantes empezaban a marchar. Veranos íntimamente ligados a nuestros amigos Annie y Jean-Pierre Dupouy. Diez años después de mi paso por el lycée Camille Jullian de Burdeos como assistante de español, nos reencontramos por primera vez en Biarritz. Nos acogieron, abriéndonos las puertas de Le Petit Poucet, una villa en la parte alta de la ciudad, no lejos del faro que domina la costa y desde donde tantas veces esperamos ver aparecer el Rayo verde al atardecer.

En esa primera visita nos mostraron los lugares emblemáticos de la ciudad que mira al mar. Aquel pueblecito marinero del que Eugenia de Montijo se enamoró; para ella Napoleón III hizo construir le Grand Palais y decidió el éxito del lugar que se convirtió en cita obligada de la realeza europea, alcanzando su esplendor en la Belle Époque. Hoy aún sigue viviendo en parte de esa imagen del pasado que unida al auge del golf, la talasoterapia y sobre todo del surf hacen de ella un lugar irreconocible en verano tomado por los turistas que duplican su población. Sus playas de grandes olas, le Rocher de la Vierge, la Chambre d'Amour, están entre los viejos recuerdos de ese viaje, en Pascua de 1980. Pero también La Rhune, la montaña adosada al Atlántico y primera de las cimas pirenaicas, todo un símbolo de la vieja vida pastoral vasca, o los pueblecitos de postal de Ainhoa y Espelette, una visita a Arcangues, su iglesia de estilo vasco, con galerías y policromías; junto a ella, el cementerio donde se encuentra la tumba de Luis Mariano.

Biarritz, por su situación, se convirtió durante unos años en parada obligada en los viajes de verano a Francia con nuestros hijos. Cuando los niños crecieron, atravesaba, con frecuencia sola, las tierras castellanas; 12 horas en tren, de Galicia a Hendaya, donde me esperaban los Dupouy. Con ellos el espacio de Biarritz se fue abriendo poco a poco: de Biarritz a Bayonne, por el norte. Toda la cornisa vasca, hacia el sur: Bidart, Guéthary, Saint-Jean-de-Luz, Ciboure, Hendaya y Biritau. Frecuentes paseos y recorridos también por el interior como el día que pasamos en Saint-Jean- Pied-de Port, donde confluyen todos los caminos franceses para venir a Compostela. Como unos peregrinos más, terminamos la jornada en Roncesvalles, el punto de partida español. A caballo siempre entre los dos países como nos gustaba vivir.

Algunos de estos lugares evocan recuerdos intactos en mi memoria. Itxassou, cerca del Pas-de-Roland, un pueblecito encantador con su plaza, su iglesia, su frontón; y en particular su restaurant du Chêne por el magnifico roble que luce en el jardín, donde celebramos mi cincuenta cumpleaños y años después los setenta de Jean-Pierre. La pequeña pero gran librería Bookstore en el centro de Biarritz un sitio que me encantaba explorar porque en su aparente desorden siempre me regalaba sorpresas. Allí descubrí a Christian Bobin con uno de sus primeros libros, La Part Manquante/ La parte que nos falta. ¿Y qué decir de Bayonne? Su magia me la hicieron descubrir La Gran Ilusión y Bayona bajo los porches, dos de los libros de Miguel Sánchez-Ostiz.

En el jardín de la casa de Biarritz, un viejo plátano, frente a la fachada, en las largas tardes de verano, hacía las veces de discreto testigo de la amistad que se afianzaba entre la profesora de español en Francia y la de francés en España y sus respectivos maridos. Bajo su sombra, en las horas silenciosas de la siesta, después del café seguido de un petit armagnac, hecho por Jean-Pierre, la lectura de los periódicos daba paso a la tertulia. Nos gustaba comentar las noticias del día; nunca faltaban las locales del Sud Ouest así como Le Monde y El País. Lo mismo hacíamos con los libros que nos intercambiábamos. De ellos recuerdo La defaîte de la pensée/La derrota del pensamiento de Alain Finkielkraut, ese libro premonitorio que tan bien supo ver lo que estaba por venir. Recuerdo sobre todo los libros de Semprún el gran favorito de nosotras, las dos amigas: La escritura o la vida, Adiós luz de verano.

Sin ti, querida Annie, ya nada es igual en Biarritz. Si en algo la vida ha sido generosa conmigo, aunque me haya arrebatado prematuramente mis seres más queridos, lo ha sido con los amigos, los buenos amigos que me ha ofrecido. El tiempo de vida, con frecuencia, no entiende de planes ni de deseos, cuando dice "se acabó", se acabó. Nosotras, que tantas cosas compartimos, no pudimos cumplir uno de nuestros proyectos. No fuimos a Biriatou. Ese lugar que para Semprún simbolizaba su doble identidad franco-española, su vista dominando, abarcando los dos países. Ese double je / "doble yo" que también sentíamos las dos. Siempre que al pasar la frontera veo la indicación Biriatou, desvío de camiones, querida Annie, pienso en ti, y en que debo subir, en nombre de las dos, algún día, a Biriatou.

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