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Juan Pablo Fusi: "Para el verdadero progresismo liberal y democrático no tienen sentido las políticas identitarias"

Juan Pablo Fusi publica Pensar España, un repaso a la historia del siglo XX español a través de sus artistas e intelectuales.

El historiador Juan Pablo Fusi | Efe

La República, la Guerra Civil y el franquismo obligaron a repensarlo todo. Desde Unamuno, Ortega y Azaña hasta Marías, Semprún y Savater, los intelectuales han tenido en la historia del pasado siglo un papel preponderante. Suya fue la principal iniciativa de indagar acerca de lo que es España y de idear el proyecto de nación necesario para superar los obstáculos que mantenían al país atado al subdesarrollo, primero, y a la dictadura, después. Por eso, Juan Pablo Fusi ha escrito Pensar España (Arzalia), un repaso a la historia del siglo XX español a través de sus artistas e intelectuales; y un intento por superar el pesimismo por la patria fallida que embriagó a tantos, pero que después de medio siglo de democracia y desarrollo no se sostiene igual. Hablamos con él:

Pregunta: ¿España es un problema? ¿Es España algo que solucionar?

Respuesta: Es curioso. Pensábamos todos que esa idea de España como problema, tan característica de la Generación del 98 o de Ortega, ya se había superado. Pensábamos que se habían solucionado los problemas más dramáticos que tanto nos costó dejar atrás: el subdesarrollo económico, el problema institucional, el democrático, el de la organización territorial… Yo sigo creyendo que las respuestas a esos asuntos tienen las bases suficientemente bien trazadas como para que España no siga siendo tan problemática. Otra cosa es que los nacionalismos, por hablar de algo que está más de actualidad, no acepten, debido a su propia lógica soberanista, ese ordenamiento profundamente democrático, amplio y tolerante del país de todos.

P: ¿El problema histórico de España, entonces, puede consistir en pensar que ha superado su problema justo antes de que vuelva a surgir?

R: El asunto está precisamente en esa reflexión dramática y oscura de nuestra historia. Mirarlo desde esa óptica historicista y casi esencialista, en lugar de focalizar el asunto en los errores concretos de los gobiernos. Existe una especie de cultura política de origen intelectual que no se centra tanto en el devenir legislativo sino en España como concepto. Y es algo que cristaliza también en la forma de practicar la política, claro. Una forma que, además, estaba abandonada desde prácticamente los años setenta. Desde la Transición, que dejó una serie de instituciones bien definidas, la política pasó a centrarse más en los asuntos económicos, por ejemplo. Ahora hemos regresado un tanto a aquello. Pero es que todos los países tienen problemas, en plural, y no un sólo problema solemne y trágico. Sin embargo, esa concepción permanece todavía. Nos atrae. Sin duda es una cuestión interesante, desde el punto de vista intelectual y literario. Da mucho más juego a los historiadores hablar sobre qué se ha pensado en España desde Cervantes hasta Julián Marías que centrarse en las políticas del ministro de Hacienda. Pero al final, mi opinión es que ese esencialismo dramático termina siendo muy negativo, porque nos coloca siempre al borde del precipicio.

P: En el libro escribe que, a diferencia de Inglaterra, para entender cada momento histórico español es necesario acudir a sus intelectuales. ¿Eso es realmente así? ¿Los intelectuales están sintonizados con la mayoría de españoles?

R: No sólo ocurre aquí. También en Francia, o en Rusia. A lo que yo me refería es a esa figura tal vez un tanto empachosa del intelectual. Una especie de conciencia moral de su sociedad. Que se la ha atribuido él mismo, además, en lugar de estar trabajando en sus escritos sin más pretensiones. Esa figura del intelectual público, que sentencia y habla sobre las cuestiones morales y políticas que pueden interesar al país, es la que aquí tiene lugar. Y que a veces pueda resultar empachosa tampoco significa que no tenga calidad literaria, eh. Por eso acudimos tanto a ellos de manera constante. En otros países ocurre con Voltaire, con Rousseau, con Sartre, con Camus, con Tolstoi o con Dostoyevski. Aquí también con Larra, con el 98, con el 14 y demás. Suelen ser escritores muy interesantes, que dan mucho juego, pero que al mismo tiempo distorsionan la realidad. ¿Aciertan en lo que dicen? Bueno, estimulan mucho a pensar sobre su propio país. En eso no hay dudas. A mí, personalmente, me gusta más el tratamiento empírico e inmediato de los problemas y no tanto el agonismo que he mencionado en la respuesta anterior. Pero eso tampoco quita la utilidad que pueden tener esas firmas. Por poner ejemplos, uno podrá estar en total desacuerdo con la tesis de Ortega en La España invertebrada, pero tampoco podrá negar que el libro recoge una serie de reflexiones brillantes que aportan materia para debatir. Ahora, es cierto que cabe preguntarse si está el hombre medio de la calle influido por todas estas cuestiones. En mi opinión, muy indirectamente. Los intelectuales impregnan la vida pública y la cultura política. A veces condicionan la visión de los propios políticos. Lo que dicen queda ahí, como flotando en el aire. El hombre medio, luego, como en todos los sitios, vive mucho más pendiente de la cotidianidad. Si está atento a la vida pública, probablemente estará más atento a los problemas inmediatos de carácter económico y social. Pero no sólo. Muchas veces tienen lugar grandes debates que polarizan el país y en los que el hombre medio se siente directamente inmiscuido. Y es normal. No será Ortega y Gasset, pero le preocupa su país igualmente.

El esencialismo dramático acerca de la historia de España termina siendo muy negativo, porque nos coloca siempre al borde del precipicio

P: ¿Están los políticos a la altura de los intelectuales?

R: Resulta siempre muy difícil plantearse estas cuestiones. Tanto a los periodistas, que hacéis análisis de actualidad, como a los historiadores, que enfocamos las cosas desde otra distancia, nos cuesta valorar lo que está ocurriendo. Hace falta ser alguien verdaderamente brillante para poder analizar correctamente a los contemporáneos. Nos suele resultar muy difícil ver al gran hombre de Estado, por ejemplo, salvo en algunos momentos muy concretos, en los que se hace evidente. En España, sin que fuesen Aristóteles o Platón, sí vivimos algo de eso durante la Transición. Pudimos ver en directo a una serie de políticos muy responsables, muy conscientes del momento histórico que estaban protagonizando y muy conocedores de la historia de su país y de lo que significaba realmente ese nuevo comienzo decisivo. Esas son ocasiones excepcionales en las que se encuentra, como se suele decir, al hombre oportuno en el momento oportuno. En otras situaciones, más normales, tal vez, la cosa es más difícil de ver. Lo que sí que diría a día de hoy es que en estos momentos echo en falta sentido de nación, sentido de España y sentido del Estado, dado el desafío que está planteando en estos momentos el procés. Porque la cosa es clara: se trata de un desafío fortísimo a todo el ordenamiento institucional del país. Y yo no estoy seguro de que exista una conciencia firme de lo que es España y del tipo de Estado que se ha creado, con todo el valor extraordinario que tiene, tanto la Constitución como nuestro ordenamiento institucional.

P: ¿Es catastrofista sostener que nos encontramos ante la mayor amenaza a la idea nacional que ha existido nunca?

R: Bueno, es que la propia palabra catastrofista está tan cargada de una connotaciones apocalípticas que uno tiende a rechazarla, claro. Probablemente la cosa no sea tan drástica. Pero hay algo de verdad en esa reflexión. Durante la Guerra Civil, por ejemplo, en el fondo combatían dos ideas de nación. La virulencia, la tragedia y la ruptura de la convivencia fue radical, incomparable con lo que se vive ahora. Sin embargo, tanto los sublevados como los republicanos tenían una idea de España. Ideas muy distintas, enfrentadas entre sí, o lo que se quiera, pero ideas, al fin y al cabo, azuzadas por ambos bandos continuamente. Hablaban de salvar España, cada uno de la amenaza del rival. La II República nació con un sentido nacional. Derivó después en una descomposición del orden público muy preocupante, que terminó desembocando en la guerra. Pero el conflicto no contradecía la propia esencia de la nación. Lo que estamos viviendo ahora, sin embargo, es que el desafío catalán, que no es nuevo, ha encontrado aliados que vacían también de significado el propio concepto nacional. Se echa en falta que algunos sectores se atrevan a defender con seguridad y convicción que España es y viene siendo una nación moderna desde finales del XV y principios del XVI; que ha existido una unidad de soberanía en todo lo largo de estos siglos; que ha habido una cultura común; que han habido muchísimas instituciones comunes; que España tuvo una época de esplendor y hegemonía; que después, en el XIX, tocó fondo y llegó a verse a sí misma casi como una nación fallida —por su pobreza, su subdesarrollo, su falta de vertebración y la debilidad de su Estado—; que durante el XX, pese a toda la tragedia, consiguió superar esas cuestiones; y que ahora puede echar la vista atrás y sostener su legitimidad histórica en el debate retórico y político sin grandes sonrojos. Entonces, a día de hoy, ¿se puede hablar de amenaza de disolución? No lo sé. ¿De debilidad en la respuesta? Sin ninguna duda.

P: En el libro menciona que durante mucho tiempo se sostuvo que el problema de cohesión nacional se debía, en cierto modo, al excesivo centralismo de un Estado demasiado débil. La Transición trajo consigo el Estado autonómico y el nacionalismo no ha rebajado sus pretensiones. ¿Cuál es la solución?

R: (Risas). Bueno, el libro se llama Pensar España precisamente por eso. Es un título ambiguo porque recoge las reflexiones de mucha gente que ha pensado sobre el asunto, pero también repasa la historia reciente para que podamos pensar todos sobre España. Indudablemente, a pesar de que no estamos en la situación de 1900 o 1931 y de que se han solucionado muchísimos problemas, continuamos enquistados en torno a la organización territorial del Estado. Mi opinión sobre el Estado de las autonomías es que fue una reforma necesaria y absolutamente fundacional de una nueva España. Se hizo un esfuerzo de una generosidad grande. Y no hablamos de cualquier cosa. Transformar la organización territorial de todo un país y sustituir un organismo centralizado por otro descentralizado no es grano de anís. El Estado en el 75 tampoco era un Estado fallido. Estamos hablando de un Estado con varios millones de funcionarios, que tenía el 36% de su economía en el sector público. Ahí se había creado, desde los sesenta, un Estado fuerte, muy regulado y codificado. Por tanto, creo que el esfuerzo que se hizo con la descentralización y la creación del Estado de las autonomías fue enorme y complicado. Y salió comparativamente bien. Al final, la idea de reinos históricos y de regiones ha estado latente siempre en España. En el siglo XIX, tanto un liberal como Moret como un conservador como Silvela, y luego Maura, hablaban de la necesidad de crear, además de los ayuntamientos y las provincias, las regiones. Elementos de enlace más allá de la provincia y el Estado. Para ello siempre tuvieron en mente o bien los reinos históricos o bien algunos otros que, sin serlo, como Andalucía, Extremadura o las islas, han tenido una entidad colectiva desde hace siglos. En la Transición se hizo ese esfuerzo para ir más allá de la simple concesión a Cataluña, País Vasco y Galicia. Pero no por desvirtuar sus pretensiones. Lo que se pretendía era solucionar el problema territorial, a poder ser de forma definitiva, al estilo de Alemania, Estados Unidos o Suiza. García de Enterría utilizó en muchas ocasiones el término "federalizable". Y la realidad es que en España no es necesario ir hacia un Estado federal porque el Estado español es ya federal en todo menos en el nombre. Yo sigo creyendo que ese proyecto estuvo bien pensado. Hubiera requerido tal vez un poco más de control del gasto autonómico, que se ha desbordado desde el año 2010. Y también, a lo mejor, que en algunas de las competencias, como la educativa, no se hubiese llegado tan lejos. Lo que pasa es que después de tantas décadas, retomar lo concedido es siempre muy difícil. Pese a todo, creo que es necesario tener claro que el problema de los nacionalismos no tiene tanto que ver con cómo se organiza territorialmente el Estado sino con la falta de lealtad constitucional que va implícita en la propia ideología nacionalista.

En España no es necesario ir hacia un Estado federal porque el Estado español es ya federal en todo menos en el nombre

P: ¿Cómo se explica que la izquierda en España sea complaciente con los nacionalismos periféricos? ¿Tiene sentido?

R: Es algo que intelectualmente no se sostiene, desde luego. Por lo menos desde la Revolución Francesa y Americana, la base de la democracia se fundamenta en la igualdad de derechos y libertades del hombre. Si se habla de progresismo liberal y democrático, no tiene sentido hablar después de políticas identitarias. No hay hecho más progresivo en la historia que la paulatina igualdad de los ciudadanos ante la ley. A quien se le ocurrió eso habría que estar honrándole todos los días. La izquierda, además, tiene toda su legitimidad histórica en la persecución de la igualdad social. Por eso choca tanto. La izquierda es la menos indicada para hablar de derechos diferenciados por territorios o por cualquier otra cuestión identitaria. Para el verdadero progresismo no existen más que hombres y mujeres libres, iguales ante la ley y poseedores de los mismos derechos. Luego se pueden discutir las obligaciones de cada uno con ese Estado que le garantiza sus derechos, o lo que se quiera. Pero la base debe estar clara de antemano. Como filosofía política, el sujeto y objeto de la democracia es el individuo. El hombre como tal. Por eso, históricamente, la izquierda ha estado siempre en contra de los nacionalismos. Todavía hoy, la República Francesa niega la existencia de derechos regionales de ningún tipo. ¿Por qué? Pues porque es 1789. Eso es lo que es. Uno no puede estar más divorciado de Robespierre y de Marat, pero no del espíritu de igualdad ciudadana. En ese sentido, el que la izquierda española pretenda identificar a los nacionalismos con la verdadera democracia y quiera vender que el bloque democrático aquí es el que está constituido por su unión con los nacionalismos periféricos es aberrante. Los que venimos del pensamiento progresista liberal no compartiremos eso jamás. Y además tendremos razón al oponernos. Porque la realidad es como es. Los estados autonómicos sólo funcionan con grandes partidos nacionales. Partidos que tengan claro que, en determinados momentos, lo verdaderamente democrático consiste en alcanzar consensos con los otros partidos nacionales, y no con aquellos que pretenden derribar el sistema sobre el que descansa la propia democracia. Pero vamos, que es de pura lógica. Las alianzas coyunturales, en política, pueden ser muy diversas y cambiar en función de las circunstancias. Pero las alianzas estructurales y permanentes, la defensa de la idea básica sobre la que se sustenta el sistema, no puede sostenerse en ese oxímoron que es la alianza de la izquierda con el nacionalismo. Se trata de un contrasentido.

P: Tanto la extrema izquierda como los nacionalismos coinciden en su impugnación de la Transición. ¿Los grandes partidos nacionales no desmienten también esa idea de reconciliación cuando prefieren subrayar sus diferencias que sus puntos en común?

R: Bueno. La realidad es que la reconciliación sí que se llevó a cabo. Durante décadas hemos convivido multitud de personas de diversas ideologías, tanto provenientes del franquismo como provenientes del antifranquismo. Y hemos convivido en el sentido más profundo del término, pero también en el más superficial. Hemos compartido comidas, reuniones, mesas redondas. A eso me refiero. Había una distensión tangible y clara. Evidentemente, todo eso se ha ido torciendo. Y las razones están precisamente en lo que has dicho tú mismo: extrema izquierda y nacionalismos se han encargado de impugnar la Transición. Tiene lógica. Cuando uno quiere, por las razones que sean, introducir en la opinión pública la necesidad de superar el sistema establecido, debe impugnarlo. Y actualmente en España hay dos grandes grupos que llevan tiempo queriendo llevar eso a cabo. Unos por razones de su soberanía territorial y otros porque consideran necesaria una renovación absoluta del sistema político. Es algo casi tan viejo como la Ilíada. Cromwell llenó de barro todo lo que habían hecho los Tudor y Lenin sólo rescató del pasado ruso a Pedro el Grande e Iván el Terrible. Desde ese punto de vista, tanto la extrema izquierda como el nacionalismo no se mueven en el plano de la verdad histórica, sino simplemente en el de la legitimación de sus aspiraciones. Pero precisamente por eso lo que diga la extrema izquierda no es importante. Desde el punto de vista histórico e intelectual su mensaje no tiene el menor interés. Tiene mucho más interés, en todo caso, lo que dicen los nacionalismos, por su manera de tergiversar la historia y la legitimidad de España. Más allá de todo eso, el problema es el PSOE. El problema son los partidos nacionales. Y vuelvo a repetir lo mismo: los estados autonómicos necesitan de grandes partidos nacionales. Porque estos son los elementos de vertebración del país. La clave no está por tanto en lo que pueda decir Podemos, sino en que el Partido Socialista siga siendo un partido nacional firme en todos y cada uno de los territorios españoles. Y el Partido Popular también, lógicamente.

P: Y sin embargo una de las principales críticas que se les hace a los dos grandes partidos es que han solido preferir pactar con los nacionalismos que ponerse de acuerdo entre ellos.

R: Eso comenzó a ocurrir a partir de determinado momento. Y en el fondo tiene que ver con una desviación en la percepción democrática del país. Lo digo porque desde la propia prensa se ha asumido la idea de que no importa quién gane las elecciones, sino quién sume la mayoría parlamentaria. Pero ese es un principio demoledor. Yo entiendo que luego hay que hacer de la necesidad virtud y matemática parlamentaria. Pero el único mandato claro que se tiene en una democracia es quién ha ganado las elecciones. Que luego no pueda formar Gobierno es otra cosa. Pero como principio de filosofía política y moral, no se puede decir que no importa quién ha ganado. Obviar esa realidad y primar únicamente cualquier mayoría parlamentaria es una bastardía sin nombre. A veces incluso una traición a la democracia. Evidentemente, los sistemas tienen siempre debilidades estructurales y la representación nunca puede ser perfecta. Pero si se prima la unión de veinte partidos pequeños, por ejemplo, obviando sus diferencias, lo que se acaba consiguiendo es que mande el que sólo tiene un escaño, ya que de él termina dependiendo la mayoría gubernamental. Así se deforma el verdadero mandato que la población ha otorgado a los partidos en las urnas. En ese sentido, efectivamente, la política ha ido permitiendo este tipo de acuerdos oportunistas cada vez más. Acuerdos que, pese al número de escaños que puedan juntar, no representan necesariamente los deseos de la población; o que, si lo hacen, no suelen ser excesivamente estables. Es de pura lógica cristalina. No tiene sentido que un partido nacional, que representa los intereses mayoritarios de la población, forme gobierno con otros partidos minoritarios que quieren destruir el propio sistema que les legitima. Ahí da igual que la partitura sea buena. La Constitución lo es. Pero si el director de orquesta no sabe de música y si los intérpretes quieren cargarse la partitura, es imposible que la función salga bien.

El verdadero problema de la Transición fueron las más de 800 víctimas del terrorismo etarra

P: Por ir terminando. El último gran tema del libro, centrado en el último gran problema español, es ETA. El terrorismo fue vencido, ¿pero se vencieron también sus aspiraciones, o tantos años de violencia han terminado dándole frutos al nacionalismo?

R: Bueno, por comentarlo un poco todo, primero me gustaría decir que el problema de la Transición fueron las más de 800 víctimas del terrorismo etarra. Y digo Transición porque podríamos decir que duró más o menos hasta 2005, ya que es posible considerar al Gobierno de Zapatero como el primero que ya no tenía una relación directa con ella. El problema de la Transición no es el supuesto pacto de las élites, como dice Podemos, ni que el rey es el heredero de Franco, ni ninguna de esas cosas. El problema son los 859 muertos que dejó ETA. No poner eso en primer plano es blanquear la situación. Segundo, sobre si ETA fue vencida realmente o no, es evidente que su acción armada lo fue. Hubo un momento en el que ya no tenía movilidad suficiente, en el que ya no contaba con el apoyo de la sociedad vasca, en el que su violencia se le había hecho insoportable a una gran parte de la sociedad y en el que se encontraba brutalmente acosada por la policía, que detenía sucesivamente a todas sus cúpulas desde comienzos de siglo. En ese momento llegaron a la conclusión de que la lucha armada ya no daba más de sí. Podemos hablar por tanto de una derrota o, también, de una convicción generalizada a la que llegaron después de haber sido mermados durante décadas por el Estado de derecho. Luego, cabe preguntarse por las consecuencias sociales que han generado en el País Vasco tantos años de hegemonía identitaria. Por ejemplo, ¿qué ha dicho Josu Ternera ahora? Pues ha centrado su discurso en que el nacionalismo ha vivido un renacimiento a partir de la década de los sesenta precisamente gracias a la acción de ETA. Por ahí van los tiros de todos esos homenajes y demás. El nacionalismo estaba muerto, y quien lo galvaniza de nuevo es la banda terrorista. Su discurso va a ir por que si existe definitivamente una comunidad autónoma con un profundo sentimiento nacional, con una euskaldunización progresiva, etcétera, etcétera, es porque apareció ETA. En ese sentido, el terrorismo ha jugado un papel determinante en la refundación de un nacionalismo vasco que estaba prácticamente acabado debido a la ineficacia del PNV durante los años del franquismo. Después disimularán el horror de todas sus víctimas, claro. Pero por eso conviene recordar la historia una y otra vez. Se han hecho cosas estupendas. Desde Patria, la novela de Aramburu, hasta series y documentales. Pero es una batalla que hará falta seguir dando, porque muchos están interesados precisamente en que se olvide todo sin haberse reconciliado antes con la verdad ni haberse arrepentido profundamente de sus crímenes. A día de hoy algunos jóvenes en San Sebastián se sorprenden de que uno recuerde este o aquel atentado. Lo ven lejanísimo, casi como si no hubiera sucedido. Pero no. Hay que recordar ese lado oscuro, que tuvo consecuencias dramáticas para la conciencia moral de toda una sociedad.

P: ¿Y se está haciendo eso a nivel educativo? No me refiero ya únicamente a la memoria reciente del terrorismo. ¿Es posible que cualquier país democrático pueda hacer frente a sus problemas de cohesión si no consigue educar a sus ciudadanos en los valores complejos que sustentan los derechos y libertades de todos?

R: Bueno, es algo que yo vivo con perplejidad y malestar, desde luego. Para mí la formación de un ciudadano consciente de sus derechos y de la historia de su país es fundamental. Es necesario conocer. Tener claro cómo funciona el sistema y por qué. Adquirir unas convicciones claras y bien fundamentadas. En qué consiste realmente el liberalismo y la democracia. Y en qué país se vive, cómo se han hecho las cosas, qué momentos han sido determinantes. Tampoco se trata de hacer erudición, pero sí de tener una serie de nociones claras, sencillas y perfectamente asimilables por todo el mundo. Luego, después, utilizar todos los medios de los que disponen las sociedades modernas, tanto a nivel audiovisual como cualquier otro, para seguir educando a la población en el ideal de libertad y en la memoria común. No ocultar los horrores que han ocurrido. Claro, yo nunca he estado en la educación primaria ni secundaria. He estado en la universitaria toda mi vida. Pero evidentemente, si el sistema educativo español no es suficiente como para formar a una ciudadanía convencida de los principios democráticos, existe un déficit. Y corresponde a la política subsanarlo en las aulas, pero al resto hacerlo en su propio ámbito de acción, tanto en los medios como en otros sitios. Lo único que se me ocurre es incitar a que los pedagogos y expertos de la educación subrayen y vuelvan una y otra vez sobre esto.

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