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Emilia y el canto de la muerte

En el centenario del fallecimiento de Emilia Pardo Bazán, Nocturna reedita La sirena negra, novela tardía próxima al existencialismo.

Pocas cosas hay más peligrosas que escribir sobre la muerte. Quizás hacerlo del pecado, o de las aventuras extramatrimoniales de algún torero. Cuestiones tan "universales" que se prestan a todo, tanto a la comedia barata como a la pesadez grandilocuente. Escribir sobre la muerte es una trampa de la que sólo se sale indemne si se es francés y además se admira a Kierkegaard. Una tentación tan arriesgada como practicar la autoficción. Al fin y al cabo, todo el mundo tiene una vida y todo el mundo se ha enfrentado alguna vez al vértigo que da perderla, pero no por eso lo que se tenga que decir ha de resultar interesante. Habría que indagar en este asunto.

Unamuno pensaba, por ejemplo, que aquellos que se dicen ateos son unos mentirosos. Según él, nadie puede defender la creencia en una nada absoluta sin perder el asidero a la existencia y, en consecuencia, la propia vida. Matar a Dios completamente sólo podría desembocar en el suicidio, ya que la certeza de la inexistencia a la que nos aboca la muerte significa estar ya muertos. Un vaciamiento inexorable. El sinsentido extremo. Si uno fuese realmente coherente con ese pensamiento, no podría seguir viviendo. Sencillamente dejaría de ser. Nada en este mundo podría compensar la condena de vivir. Un vivir que en realidad no es nada. Mero rayo de luz entre dos oscuridades eternas y que nunca habría sucedido, además, teniendo en cuenta que sólo pasa lo que se recuerda y que en la nada no hay memoria. Lo que sí que había para él, por tanto, era la duda. La posibilidad razonable y avasalladora que nos persigue siempre, recordándonos que "así como antes de nacer no fuimos, así después de morir no seremos". Algo que pese a todo no es certeza, pues quedaría la punzante incertidumbre que nos permite seguir viviendo y hasta olvidar nuestro destino, de cuando en cuando. Los ateos para Unamuno sólo pueden ser agnósticos, por tanto, aunque no quieran reconocerlo.

Como se ve, escribir sobre la muerte es peligroso. Uno siempre corre el riesgo de aburrir al personal o levantar ampollas. Por eso es tan emocionante descubrir un libro que lo haga con maestría. Conmemorando el centenario del fallecimiento de Emilia Pardo Bazán, por ejemplo, Nocturna ha reeditado La sirena negra, una novelita que publicó en 1908 y que podría haber firmado —o criticado, quién sabe— el famoso autor de Niebla. Se trata además de una elección interesante. Casi podría decirse que arriesgada. No se encuadra dentro del movimiento feminista o del naturalismo que tanto suele subrayarse cuando se habla de la escritora gallega, pero sigue siendo una novela extraordinaria. Sólo por eso merecía esta edición.

Habría que añadir que la cita a Unamuno al inicio del artículo no era gratuita. Tenía sentido, en realidad, porque La sirena negra indaga en la postura contraria a la del escritor vasco: los cantos atrayentes de la muerte, la tentación de la inexistencia. Su protagonista es la antítesis de Augusto Pérez. Un ser soberbio y frívolo, nihilista de salón, esteta del existencialismo, pero perfectamente consciente del problema al que se enfrenta. Así consigue absorber al lector con las imágenes que nacen de su pensamiento. Mientras pasea por la ciudad de noche, por ejemplo, igual que la María de La hora del diablo, imagina escenas y le resta complicaciones al último instante. Ve las casas dormidas y se le aparecen sepulcros. Entra en una iglesia y abraza sensualmente la ilusión del aniquilamiento mientras se deja dominar poco a poco por el sueño. En su soberbia intelectual, se reconoce superior a todos quienes conceden importancia desmedida a la farsa, a la mentira vanidosa de las relaciones humanas. Nada es importante para él más allá de la verdad única. El instante en que aparecerá La Seca, con su guadaña, para acabar con su vida y permitirle descansar.

Tal vez para bajarle de su pedestal, Pardo Bazán considera importante subrayar el dandismo del protagonista, su frivolidad absoluta. Ciertamente, sus obras podrían indicar que se trata de un alma noble, caritativa y desprendida con los necesitados, pero él sabe en el fondo que todo cuanto hace corresponde únicamente a una estética moral. Un pudor egoísta que le permite analizar y colocarse por encima de cuantos le rodean. Su manera de desdeñar lo material del día a día, de despreciar a quienes, como él, creen vivir en la verdad de la muerte pero continúan anclados a las necesidades terrenales, incitan a pensar lo contrario de lo que él desearía. Que el nihilismo es sólo para ricos. Únicamente alguien sin las preocupaciones acuciantes de la supervivencia puede dejarse llevar por los cantos de la sirena negra, que aparece a todas horas y que le incita a perseguirla.

Una de las facetas más logradas, quizás, de toda la novela, es su ambigüedad psicológica. Narrada en primera persona por un ególatra obsesionado por la muerte, todos los personajes se presentan a través del prisma de sus percepciones subjetivas. Y así se puede ver cómo goza manipulando a sus subordinados, jugando con sus deseos aun a sabiendas de que nunca los complacerá, colocándose de ese modo cada vez más cerca de la muerte, que podría llegar en cualquier momento de manos de un sirviente despechado.

En su desprecio a todo, en el vaciamiento absoluto de sentido que le hace experimentar la seguridad de la nada que será, lo único que importa más es su propio yo, aunque no sepa cuál es ni sea capaz de darse cuenta. Ese es el único resquicio que le mantiene vivo, después de todo. Y por eso, cuando piensa en lo que espera más allá imagina un más allá, y no la nada. "En la sima, únicamente hallaré tinieblas, limbos, lo vago, lo caótico de la desintegración de mis elementos asociados para sufrir…", piensa, tratando de apartar de su mente la posibilidad escabrosa del infierno. Y es que, como diría Unamuno, no es más que un pobre agnóstico que gusta de engañarse y de creerse ateo.

La novela, corta y menor, es extraordinaria. Algunos, tal vez, encontrarán altibajos en su final moralizante y apologético. Esa imagen simbólica de Jesucristo salvando al condenado pecador. Pero tampoco importa. Pardo Bazán no sólo fue una pionera del feminismo y defensora a ultranza del progreso científico. También fue una voz conservadora, amante de la tradición y de la fe católica. Toda una personalidad, compleja y atrayente. Y su obra, por encima de todo, es una cima literaria.

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