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Los niños en la Roma Imperial o el recuerdo de una infancia que fue nuestra

José María Sánchez Galera publica La edad de las nueces, un ensayo que descubre cómo era entendida la infancia en la antigüedad.

Mujer romana junto a varios niños. | Archivo

Hablando acerca de sus nietos, escribe Gregorio Luri que, "en no pocos aspectos", la infancia de una persona nacida durante el siglo XX, como él, estuvo más cerca a la de un niño romano que a la de un niño actual. Se refiere, cómo no, a las diversas metamorfosis que ha desarrollado una sociedad como la nuestra, "que ha roto tantas amarras con el pasado". Pero a veces uno llega a preguntarse si la cosa no funciona más bien al revés: si no es el pasado el que rompe siempre con un presente aparentemente incomprensible. Ese que tan sólo es problemático hasta que acaba, cuando al fin es revestido de nostalgia y va a parar con todo aquello que hace tiempo que dejó de generar incertidumbre.

Las reflexiones de Luri se desarrollan en el prólogo de una obra del humanista José María Sánchez Galera titulada La edad de las nueces (Encuentro) y dedicada, precisamente, a la infancia durante la Roma Imperial, por lo que cualquier comparación exagerada en realidad está justificada. El propio Luri explica después que el mero hecho de que él se sienta tan próximo a muchos de los niños que aparecen en el libro, nacidos y crecidos hace dos milenios, sólo indica una verdad: que ningún cambio social, por radical que sea, acaba siendo tan determinante como para alterar mínimamente "el horizonte de las cosas humanas".

Siguiendo esa lógica podemos descubrir, a lo largo de este extenso análisis que hace Sánchez Galera sobre las sensibilidades que tenían los antiguos con la infancia —y de los cambios que introdujo paulatinamente la mentalidad cristiana—, cuestiones tan atemporales como la ignorancia inocente de la niñez o la insolencia pueril adolescente. Llenan este libro papiros de hace miles de años en los que un chaval abúlico se pasa treinta páginas contestando con monosílabos a un padre desesperado, por ejemplo, o las quejas que un niño malcriado le mandó a su padre por no habérselo llevado de viaje. También los llantos por las muertes prematuras o las evoluciones legislativas encaminadas a condenar la pederastia.

La cosa es más relevante de lo que parece porque la manera de tratar a los niños en la antigua Roma, aunque parecida en algunas cosas, no tenía nada que ver con lo que a nosotros nos parece mínimamente normal en estos tiempos. La mera existencia de la esclavitud infantil, por ejemplo, o la concepción de la familia como si fuera un club de fútbol —en palabras del autor—, que tan pronto intercambiaba hijos como adoptaba a otros nuevos, parece separarnos de aquellos individuos mucho más que de los que desde hace 15 años han venido siendo criados por internet. La conclusión final tan solo es que aquí seguimos, siendo iguales desde siempre aunque algunos se resistan a creerlo. A veces hace falta mucho trabajo, mucha erudición y mucha disciplina para descubrir cuestiones evidentes. Por el libro desfilan fuentes de todo tipo, tanto arqueológicas como artísticas y literarias, y la sensación final termina siendo desconcertante en su elocuencia. Ningún factor cultural parece determinar tanto la manera de actuar humana como su propia naturaleza inalterable.

En realidad, ese es precisamente el punto al que pretende señalar Luri en su prólogo. La impugnación de la creencia desmesurada en un constructivismo social que piensa que "eso que llamamos hombre es un artilugio para armar y que cada momento histórico y cada cultura lo arman a su antojo". O que la historia no es más que el relato de un proceso por el que la humanidad se ha ido emancipando, váyase a saber de qué. En contraposición, argumenta: "Cuando, por ejemplo, al intentar comprender a Platón tal y cómo se comprendía a sí mismo, descubrimos que hallamos en él posibilidades de entendernos cabalmente a nosotros mismos (...). [descubrimos también que existen] permanencias antropológicas que, de una u otra manera, nos hacen contemporáneos de Platón". O lo que es lo mismo: la ingeniería social podrá cambiar muchos de nuestros hábitos, pero nunca alterará el misterio extraño por el que continuamos reaccionando igual a las preguntas que no tienen respuesta. Aunque sólo sea por eso, el libro de Sánchez Galera ya es un libro interesante.

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