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José Sánchez Tortosa

Los otros hablan en mí

Bajo las sacudidas turbulentas de la Historia, las historias de los sacudidos revelan las sinuosidades que determinan sus destinos.

Confluencias

"With the whole world crumbling, we pick this time to fall in love" (Ilsa Lung, en Casablanca).

Bajo las sacudidas turbulentas de la Historia, las historias de los sacudidos revelan las sinuosidades que determinan sus destinos, arrasados por la marcha de los acontecimientos. Y, sin embargo, no se escribe sin ellos la Historia en toda su complejidad. Y, sobre todo, no se escribe la condición humana sin esas impotencias heroicas y patéticas con las cuales resistir apenas un momento en medio de la locura, de los bombardeos, de las enfermedades, de la tiranía, del fanatismo, de la estupidez, de la mediocridad, de la depresión, de la indigencia, de la fragilidad constitutiva de la existencia. Aproximando el enfoque a esas olvidadas tramas se captan los choques de los sujetos involucrados en sus movimientos contra las fuerzas que marcan la dirección de los tiempos. Ahí, las tribulaciones de un apátrida, de un desarraigado, de un agente doble, de un clandestino, adquieren una densidad literaria, histórica y humana que se perdería sin el ejercicio, acaso necesariamente doloroso, de una escritura en el filo de la frontera entre lo histórico y lo biográfico, la documentación y la ficción.

La novela de Carmen Grimau pone la mira en esa dimensión ambivalente, en esa contradicción irresoluble que somete las vidas de los individuos a los ciegos caprichos inexorables de los dioses y amos de la Historia. Su más evidente cualidad, además de un estilo exquisito que mima el lenguaje, escrupuloso con la elección de cada palabra, audaz con la composición de las frases y la combinación de ritmos largos y cortos en función de las necesidades dramáticas de cada pasaje, es esa peculiaridad literaria que anuda lo histórico y lo literario. Está tejida con las vetas de una realidad excitada por el filtro de la literatura, tamizada y avivada por la ficción, transfigurada por la escritura, necesario exorcismo inútil. En ella, la realidad alimenta la ficción. En un ejercicio complejo y delicado, en un arriesgado juego cruzado de referencias históricas y tramas de novela, de personajes históricos y de ficción, la escritura transita planos cortados extrayendo de sus colisiones una potencia expresiva singular.

La novela se despliega en forma de dos triángulos cosidos por un vértice:

Primer triángulo

Hay en la novela una triple cesión de la voluntad, una renuncia extrema con la cual colmar la identidad con un espesor simbólico siempre ajeno, con un lenguaje implantado, marcado, que se habla por delegación, como muñeco de ventrílocuo. Esa triple cesión voluntaria es teológica (Fénelon), sexual (Pauline Réage, pseudónimo de Dominique Aury, Historia de O), ideológica (Arlova, personaje tomado de El cero y el infinito, de Koestler, que a su vez aparece en Porque los otros hablan en mí), tres ángulos distintos de una misma dependencia, de una misma entrega al Absoluto, al Amo amado, bajo los nombres de Dios, del Placer, de la Revolución:

[Dominiquye Aury]: (…) la trabajosa lectura de la obra de Fénelon fue la inspiradora del personaje de O y, según he podido percibir, su amiga letona bien pudiera ser la primera comunista feneloniana de nuestro siglo, como O lo es, en otro aspecto bien distinto. Ambas, Leonard, anularon voluntariamente su yo, como lo hizo también el obispo Fénelon de la Mothe, fulminado por Roma.

(Porque los otros hablan en mí, pág. 65).

Obedecer a la voluntad trascendente, a la doctrina de partido o al deseo del amo es, llegados a ese punto, cumplir la voluntad propia, exasperante paradoja que muestra hasta qué extremos es la voluntad fuente de sumisión y no de libertad. Y en semejante trance, el ego se proyecta y condensa en la trascendencia implacable de una fe vivida como lo más íntimo y verdadero, como la posesión más auténtica. No se sacrifica la identidad por la causa. Se construye justamente en ese acatamiento de la disciplina revolucionaria, el ego se constituye en esa servidumbre voluntaria sin la cual se pierde pie, se flota en el sinsentido, asfixiado por falta de sometimiento. La vieja identidad se fractura, se elimina como piel seca, como recuerdo ominoso, por amnesia de supervivencia, y hay un desdoblamiento por imperativo de clandestinidad y disciplina de partido. La identidad (el ser mismo) se torna secreta, impuesta por las voces de los otros, los que dictan las palabras que insuflan la impostura de ser:

(…) ínfimo residuo de una voz sin custodia.

Hay renuncia, entrega, sacrificio: una misma plegaria se triplica invocando a Dios, al Amo, al Partido:

Puedes hacer conmigo lo que quieras.

El monje de clausura, o el asceta en su retiro, renuncia al mundo, que es espejismo y blasfemia, mancha e inmundicia (Fénelon). La esclava sexual renuncia a su goce por el de otro, que es su placer, servidumbre satisfecha, deseada (Historia de O). El militante clandestino renuncia al mundo (a su vida, a sí mismo), que es corrupción y maldad, miseria e injusticia (Arlova).

En la búsqueda fanática de la pureza, la ceguera aboca a la pureza del crimen, a la purificación del odio. Hay liturgias, rezos, iconos, idolatría, fetiches, los nudos que tejen el tapiz de la nueva fe:

"No creen en un dogma religioso, pero conservan la misma moral, la misma estética, la misma economía de la religión que rechazan…" (Azorín, La voluntad, 1902).

Hay un anhelo ciego de inmortalidad, de épica mundana, pero irrumpe la inmanencia decepcionante de todo acto de fe, un heroísmo truncado, falseado, diferido, abortado, cómplice. Y, como corolario despiadado, el último gesto de abandono y martirio en el momento de morir, sacrificio sin trascendencia, resorte sangriento de los mecanismos de poder. El mártir asume el sacrificio de su vida y el aun más alto sacrificio de su dignidad: asumir la condición de traidor al ser detenido, como, en clave necesariamente teológica según recrea Borges a su gusto literario en Tres versiones de Judas, es mayor el sacrificio de Judas que el del propio Cristo, pues no hay mayor sacrificio que ser quien asume la traición para que la salvación sea.

Y ser ajusticiado.

Segundo triángulo

A partir del tercer vértice del primer triángulo se dibuja el segundo. Tres fechas: 1937, 1963, 1997. Tres episodios de la infamia, tres muertes, tres signos fatales del curso de los tiempos, de las cicatrices de la Historia. Tres "detalles que importan". La novela abre una rendija por la cual asomarse a esas tres líneas de perspectiva que sintetizan una muestra de la Europa del siglo XX. Un nombre (doblemente) ficticio: Arlova. Un apodo: el Clandestino, fusión de ficción y realidad, realidad tan dolorosa que reclama ser duplicada en forma de literatura. Un nombre real: Miguel Ángel Blanco.

Los ángulos del segundo triángulo son víctimas de la Historia hecha Absoluto, de la clandestinidad y el fracaso histórico, de la militancia devota y de la traición de los administradores de la fe, de los altos burócratas de la muerte. La novela nos entrega en sus páginas escenas en crudo del tiempo devorando implacable a los vástagos de las utopías.

Tercer triángulo

El tercer triángulo es geográfico, pero literario, político, pero vital: Moscú, París, Madrid.

La novela refleja la fascinación hipnótica de los intelectuales por la violencia, por la aventura política, por el heroísmo utópico, por la necrofilia histórica, el magnetismo de la trascendencia secularizada: Moscú.

Pero era en París donde los hijos del capital celebraban la fiesta de la revolución, ajenos a las duras tramas reales que el espectáculo ocultaba. Un París escrito, recordado, añorado, hilado con el telar de la literatura, colmado de libros y de lírica, refugio contra la sordidez de la Realpolitik, del panóptico de la organización del Partido, de la sociedad, del Estado. Un París que condensa la militancia y la vida cotidiana, la clandestinidad y la libertad, la fe vieja y la fe nueva, Notre Dame y la Sorbona, Versalles y la Plaza de la República, como vertientes incompatibles que forman, sin embargo, una misma corriente furiosa.

Pero el triángulo, como una fatalidad más del destino, como un sacrificio más, se cierra en Madrid, en un acto de memoria con el cual hacerse cargo de los muertos:

"Nos hemos convertido en los padres de nuestros muertos" (Pierre Emmanuel).

La novela es una delicada combinatoria en forma de tragedia griega del siglo XX con los espantos de la Historia de fondo y las vidas de un puñado de seres humanos incrustados en ella en primer plano. Los latidos de la memoria se resisten a enmudecer del todo:

"El relato está compuesto por ráfagas de dolor que son franjas de memoria, porque la memoria es insumisa y se acelera ante la presencia de la muerte" (Carmen Grimau entrevistada por Fernando Palmero para El Mundo).

Los otros hablan en mí

Siempre habla lo otro y el ego mínimo que se cree en posesión de la palabra es hablado por esas dominaciones en las cuales se juegan los asuntos de los hombres, atravesado en su ilusoria identidad por la voz de la fatalidad.

La novela de Carmen Grimau arroja al rostro del lector estas ásperas verdades, catarsis de urgencia con la que ahuyentar tentaciones de sentido o consuelo, superioridades morales o victimismos, y orientar la mirada, siquiera por un momento, hacia lo más valioso, los resquicios de serenidad que la sabiduría entrega, las pequeñas grandezas de la literatura, el arte, el cine, el juego, el recuerdo, el conocimiento, la inteligencia, la ironía, la amistad, el amor.

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