Para un madrileño, el asunto de la identidad puede ser difícil de entender. Así lo reconoce Lorenzo Silva (Madrid, 1966), que tuvo que alcanzar una cierta madurez antes de descubrir de súbito que la tierra en la que habían crecido sus antepasados le inspiraba algo parecido a la llamada de una herencia compartida. Aunque estas cosas nunca suceden porque sí. Antes de eso había recorrido sus extensiones y conocido a sus gentes. Sentido el contraste de carácteres entre algunas de las personas que pueblan la meseta y esas otras, también familiares suyas, que habitan el sur de Andalucía. E incluso, tal vez como último empuje revelador, descubierto sorprendido la reacción que generaban en su ánimo los desprecios continuos hacia Castilla de unos nacionalistas catalanes que no representan aquella cultura rica y atractiva que le había acogido años atrás, pero que tratan de patrimonializarla sin ningún tipo de disimulo. A raíz de todo eso, emocionado de golpe por la antigua historia de los comuneros, mientras recorría con el coche aquellos paisajes que vieron cómo un pueblo se levantaba contra quien pretendía dominarlo, Silva se reconoció castellano, y comenzó a indagar en su pasado, en sus mitos y en sus historias para tratar de rescatar alguna esencia. Castellano (Destino) es el resultado de años de lecturas y de reflexiones. Hablamos con su autor:
Pregunta: Escribe que creció madrileño y que, por tanto, no tuvo identidad. Tuvo que ir redescubriéndola. ¿Madrid no tiene identidad?
Respuesta: Yo no he percibido nunca mucho una identidad madrileña. Para empezar porque en los barrios de Madrid donde he vivido siempre he visto un revuelto de inmigraciones diversas, que convivían. Había gente gallega, asturiana, murciana, andaluza, castellana, canaria… Eso hace muy difícil que surja una identidad cuando eres niño. Luego, bueno, hay una forma de vida, que uno termina practicando mucho. Pero yo no la traduciría en una identidad. Tampoco sé si tiene mucha utilidad intentar encontrar una identidad madrileña definida. Creo que precisamente Madrid funciona mejor como espacio de acogida de identidades diversas, en el que uno puede practicar al mismo tiempo su identidad, en la medida en que quiera, o eximirse de ella, en la medida en que le pese. Eso es lo mejor que tiene Madrid como espacio identitario: que la identidad es opcional. En otros lugares no lo es. De hecho, el Madrid en el que yo nací, que es el Madrid de hace 54 años, tampoco lo era. Era un lugar donde la identidad no era opcional. Te decretaban no sólo ser español, sino serlo de una determinada manera.
P: ¿La identidad es necesaria o peligrosa?
R: Yo creo que la identidad, en lo que tiene que ver con una herencia cultural, con una memoria de los tuyos, con una emoción vinculada incluso a la tierra o al espacio, está bien. El problema con ella es que, a partir de ese sustrato, que es un sustrato que puede enriquecer la experiencia personal y la biografía de cualquiera, es fácil que surjan gestores que quieran patrimonializarla. La identidad tiene gestores colectivos y, si me permites ir un poco más allá, colectivizadores. Y la identidad colectivizada sí que se puede convertir en una verdadera calamidad. Yo lo he visto en mi recorrido vital. He visto las diversas identidades con las que he tenido contacto adquirir esos tintes. La nacionalidad española de fanfarria e imperio que caracterizó al franquismo —que aunque a mí me tocó poquito sí que llegué a recibirla en el colegio— era algo antipático, innegociable y, por tanto, inutilizable para mí, por ejemplo. Luego he vivido en Cataluña y he visto lo que han hecho con la identidad quienes ahora la gestionan. La han convertido en una especie de test: quien lo pasa tiene acceso a la comunidad y quien no, no sólo queda expulsado, sino que puede ver cómo prescinden hasta de su voluntad como sujeto político. Establecen un sujeto político ad hoc, para que sean únicamente los gestores de esa identidad colectivizada quienes puedan decidirlo todo. O qué te voy a decir de esa otra identidad con la peor faz que me tocó percibir, como a tantos otros madrileños, en los ataques que reclamaban la creación de una patria vasca a base de matar gente. Ese ya es el extremo supremo de la antipatía. En ese sentido la identidad se convierte en una catástrofe, claro. Pero no tiene por qué. La identidad no tiene que ser excluyente por definición. Uno puede apegarse a su identidad y después ir adquiriendo otras, en la medida en que pueda sentir dichas herencias. Yo como lector a veces me he acercado a la herencia cultural de otros países y a la literatura escrita en otras lenguas. Porque me sentía reconocido. En ese sentido yo creo que la identidad es valiosa y que puede ser un elemento constructivo en la formación de toda personalidad.
P: ¿Hablar de España es tabú? ¿Hasta qué punto a los españoles nos cuesta más reconocer lo que nos une que lo que nos separa?
R: Para mí no es tabú. La historia de España es una historia problemática y conflictiva. Como la de todos. También la de los ingleses o franceses. Y no digamos la de los alemanes. Pero España, a través de todos esos conflictos, al final, ha logrado crear un espacio de libertad, de igualdad, de derechos, de legalidad y de solidaridad que tiene poco parangón en el mundo. Yo no tengo ningún inconveniente en hablar sin complejos. No tengo ningún inconveniente en reivindicar a Castilla. Esa Castilla que lleva cinco siglos viéndose despreciada por todos. Por poetas, por nacionalismos periféricos, por tantos otros… Buscando algún valedor he encontrado pocos, la verdad. Delibes es el más prestigioso, tal vez, que la defendía con esa discreción y sabiduría tan suya. Pero yo no tengo ningún complejo en reivindicar lo mucho que Castilla ha dado, no sólo a España y a los españoles, sino a la humanidad. De la misma manera que tampoco tengo ningún complejo en decirme español, porque es lo que me siento. Y siento que eso no me hace mejor que otro, desde luego. No siento que sea algo que deba ir más allá, como decía Unamuno: eso de que la identidad española era superior a las identidades regionales que se han fundido en ella. No. Pero desde luego tampoco siento que sea inferior.
P: ¿Es posible que la identidad castellana despierte más temores, en cuanto a que está asociada al nacionalismo español, que otras identidades regionales abiertamente vinculadas a nacionalismos periféricos?
R: Bueno. Yo soy consciente de que rastrear el carácter castellano puede tener esas dificultades. Castilla fue durante un tiempo una potencia hegemónica. Desde hace cinco siglos no lo es. De hecho, podríamos decir que desde la derrota de los comuneros se disolvió dentro del imperio de los Habsburgo. Un imperio que ni siquiera era español, al principio. Sólo a partir de Felipe II puede decirse que Castilla fue disolviéndose definitivamente en la construcción española. Pero Castilla, per se, agotó todo su poderío con los comuneros. En el momento en el que sí era poderosa, cuando era la columna vertebral y casi hasta el muro maestro de la cristiandad peninsular, sustentaba su identidad a través de mitos y de artefactos propagandísticos. Yo recupero esos documentos. El Cantar de Mío Cid, el Poema de Fernán González… Naturalmente, no con el afán de reivindicar esa superioridad que se observa en el Cantar de Mío Cid, por ejemplo, del guerrero castellano sobre la nobleza leonesa. A mí eso no me interesa. Lo que sí que me interesa es cómo esos mitos de construcción nacional pueden reflejar el carácter de Castilla en algo que para mí sí es valioso. Para empezar en la lengua en la que están escritos, que es el idioma en el que yo mismo escribo. El espacio de mi libertad. Algo que le debo a los castellanos. Y, por otra parte, en sus personajes. Tanto en Fernán González como en el Cid hay algo que yo sí reivindico, incluso hoy. Desde una perspectiva democrática, y hasta te diría que progresista, esos héroes castellanos encarnan muy nítidamente una aversión al vasallaje que, en cierto modo, entronca muy bien con ciertos ideales que se desarrollaron en los siglos posteriores y que han llegado a nuestros días. Esa voluntad de ser señor de uno mismo, de no estar sometido a alguien que te utiliza para sus fines. Lo mismo por lo que se revolvieron los comuneros, en el fondo. Carlos V no conocía bien Castilla ni a sus súbditos castellanos. Sus consejeros le habían dicho que era un reino al que podía sangrar para pagarse su proyecto imperial. Pero los castellanos eran gente complicada, y por eso estalló la revolución.
P: De hecho, usted habla de aquellas revueltas de los comuneros como un germen de modernidad que se anticipó a los grandes cambios que se darían siglos después en Europa.
R: Sí. A mí me interesa la historia de los comuneros por cómo se despliega en ella el carácter castellano. Cómo invocan en todo momento que son castellanos, que Castilla es un reino al que no se puede humillar. Son las Comunidades de Castilla y los valores de Castilla los que están constantemente en boca de todos los que no quieren consentir en el atropello del soberano. Y también puede verse en esa manera de reaccionar, tan castellana, un amago de modernidad. Claro. En la revuelta de las Comunidades hay una idea muy interesante, que es una idea muy moderna para haberse dado en 1520, y es la que defiende que el rey y el reino ya no forman un cuerpo místico. Es un razonamiento que llevan a cabo los teólogos de Salamanca y que luego ponen por escrito los juristas de Valladolid, superando en cierto modo la concepción medieval. Lo que vienen a decir es que el rey y el reino son sujetos distintos y que, por tanto, tienen intereses que pueden ser contrapuestos. Y en caso de conflicto de intereses no prevalece el capricho del monarca, que es lo que pretendía Carlos V, sino que prevalece el interés del reino. El reino, de hecho, tiene la potestad, no sólo de defenderse a sí mismo, sino de defender al monarca contra sí mismo. Eso está en los textos de los comuneros. ¿Y qué anticipa? Pues la soberanía nacional. Algo que no volvería a aparecer en España hasta la Constitución de 1812. Esa noción de que la soberanía es del pueblo y de que el rey reina, sí, pero no está por encima de su pueblo. Es cierto que todo se da de forma muy embrionaria. Hay que dejarlo claro también. No es comparable con la respuesta antiabsolutista de la Revolución francesa, por ejemplo, entre otras cosas porque faltan todavía algunas aportaciones intelectuales. Pero ahí está el embrión. En la tradición castellana, ese reino hecho a sí mismo, de gente que había conquistado su propia tierra, ya existía un cierto igualitarismo que limitaba, hasta cierto punto, los excesos de quien no era concebido como el dueño del destino de sus súbditos sino, como le dirían los comuneros a Carlos V, como su mercenario. Alguien que está ahí en la medida en que sirve al reino, y no para servirse del reino.
P: La guerra de las Comunidades también enseña, de alguna forma, los excesos de la revolución. Leyendo la deriva de quienes, en nombre de grandes ideales, se permiten los mayores desvaríos uno llega a preguntarse si toda revolución está condenada a caer en la injusticia.
R: Es lo que tienen los estallidos violentos. Yo lo cuento en el libro, claro. Lo que he intentado, pese a destacar lo que hay de valioso en el ideario comunero y las aportaciones que pueden rescatarse incluso en términos de doctrina política, es no idealizarlo. Eso fue lo que se hizo en el siglo XIX. Pero toda revolución violenta conlleva linchamientos, represalias, venganzas y atrocidades. Yo no considero que un primer linchamiento excuse uno posterior. Pero también creo que no lo ha excusado nunca. Quiero decir que no se trata de un pensamiento moderno, sino que era algo que ya estaba ahí, en aquella época. Uno lee las cartas de Padilla y puede ver cómo se horrorizaba de la venganza que las tropas comuneras habían hecho sobre la población civil de los feudos de los nobles que luchaban con el emperador. Se trata de un hombre del siglo XVI, pero le horroriza exactamente igual que a ti y a mí. De todas formas, algo que puede verse muy claramente en los procesos revolucionarios es que siempre hay personas con agendas muy diversas. Hay personas como Padilla, que acaban siendo tan idealistas que llegan incluso a sacrificarse por la causa; pero también hay otros que sólo persiguen el poder. Acuña era un tío muy ambicioso, por ejemplo, desde pequeño. Su poder era eclesiástico. Había llegado a ser obispo pero quería ser cardenal de Toledo. Y además era un tipo violento, que sí que tomaba represalias sobre la población civil enemiga sin que parezca que le importase demasiado. Luego hay otros que están ahí porque consideran que no han recibido los cargos suficientes a su mérito. Pienso en Pero Laso de la Vega o en Pedro Girón. Gente que al final, de hecho, termina abandonando la revolución y pasándose al bando del emperador. Se trata de algo que siempre ha pasado. Las revoluciones son complejas. Las motivaciones personales que se dan cita en ellas son muy variopintas. Y como suele ser difícil que los propios revolucionarios sean capaces de controlar un estallido que tiende a ser violento y desordenado, enseguida aparecen las disensiones. A todo esto habría que añadir que, en el caso de los comuneros, tuvieron enfrente a un tipo inteligentísimo, al almirante de Castilla, Fadrique Enríquez, que supo aprovechar muy bien todas esas disensiones, como dijo el propio Padilla en un momento dado.
P: ¿Hasta qué punto estas revueltas fueron vistas en su momento como un hito histórico en toda Europa y hasta qué punto esa lectura no deja de ser una idealización posterior?
R: Pues mira, no te respondo con mis palabras o con mi interpretación, sino con la de Adriano de Utrecht, el preceptor de Carlos V, uno de sus consejeros más leales y al que dejó de virrey en Castilla cuando estalló el conflicto. Durante el verano y el invierno de 1520 le escribió en términos muy apremiantes diciéndole que estaba a punto de perder el reino, que de hecho el reino dependía de que su madre no le firmara los decretos a los comuneros y que, o hacía algo rápidamente o perdía Castilla y, con ella, posiblemente, también el Imperio. Luego también es verdad que esa primera victoria y ese gran comienzo, los comuneros no lo saben gestionar bien. Sobre todo porque permiten que les conquisten Tordesillas y se apoderen nuevamente de su gran capital simbólico, que era la reina Juana. A partir de ahí ya la cosa fue más complicada. Pero ten en cuenta que hubo un momento en el que el virrey de Castilla, el gran Inquisidor, tuvo que huir de Valladolid por la noche disfrazado de labriego. Eso lo dice todo.
P: ¿Cuál es la esencia castellana? ¿Perdura todavía, o no es más que una ensoñación?
R: Pues yo creo que el tópico del carácter castellano tiene algo de cierto: sobrio, austero, sólido, cabal. Yo tengo parientes castellanos y percibo eso en ellos. También el reverso negro que señala tanto Unamuno: insensibilidad, orgullo… Pues sí, todo eso forma parte de un carácter tópico, que no se aplica a todos los castellanos pero que uno encuentra con frecuencia en ellos y en su historia. Aún así, más allá de eso, que puede ser anecdótico, sí que te diría que lo que distingue a Castilla ha sido su carácter emprendedor y constructor. Es curioso que pase por ser una tierra inerte cuando, en cierto modo, construyó España. Y no sólo. Cruzó el océano. Y al otro lado no se encontró a tres indios con taparrabos. Se encontró imperios. Y acometió a esos imperios. Y liberó a buena parte de los que estaban sometidos a esos imperios. A otros no. A otros los sojuzgó. Es verdad que con la Conquista fueron personas rapaces. Eso es cierto y está contado en el libro. No está escamoteado. Pero también llevaron las leyes de Indias. No deja de ser muy significativo, para mí, que haya nobles españoles que desciendan de incas o de una hija de Moctezuma. No sé. No conozco a ningún noble inglés que descienda de apaches. Me parece que algo dice ese detalle. Todo eso tiene que ver con ese motor castellano que aparece ya en el Poema de Fernán González. Castilla en sus inicios, reino pequeño, rodeado de enemigos, era un pueblo sometido a la necesidad. Y para superar esa necesidad desarrolló afán de salir adelante. Por eso luego se extendió hasta donde se extendió. Y por eso ahora el castellano lo hablan 500 millones de personas. Los castellanos han sido personas afanosas, que no se han arredrado. Que han querido construir y que han construido.
P: En el libro, de hecho, compara esos inicios de Castilla con el far west estadounidense.
R: Sí, claro. Un pueblo pequeño, asediado por navarros, por leoneses y por musulmanes, de gentes que habían ido poblando la tierra de nadie que había dejado la Reconquista. En ese sentido, fíjate en otra cosa que a mí me parece también muy interesante, y es que Castilla es un pueblo mestizo. En sus orígenes, esas personas que ocupan las tierras burgalesas son cántabras, vasconas, restos de población hispanorromana, hispanovisigoda, mozárabes que se habían quedado allí tras la retirada del Califato… Un poco de todo. Pero ese colectivo heterogéneo, con el paso del tiempo y a lo largo de la Reconquista, también se fue haciendo mestizo. Porque, al final, Castilla es el reino cristiano que más se roza con el islam. Es el reino cristiano que tiene más fusión y más mezcla. Y el gran campeón castellano se llama Cid, que es una palabra de origen árabe, ¿no? No pasa eso con los héroes de Navarra ni con los de Asturias, que son pueblos menos islamizados. En Castilla ese mestizaje está hasta en el idioma que todavía hablamos, que tiene restos de griego, de latín y de árabe.
P: También menciona la relación estrecha que continúa manteniéndose con la América heredera de Castilla. ¿Es algo que se está poniendo en entredicho ahora en esos lugares, o siempre han existido impugnadores de la Conquista?
R: Bueno, siempre ha habido sectores críticos. Entre la intelectualidad indígena ha sido muy común. Lo curioso, sin embargo, es que en la América castellana existiese una intelectualidad indígena desde el principio. Cosa que no ha habido en otros lugares. Tanto en la América española como en Filipinas, no es que el grueso de los indígenas accediesen a los estudios superiores, pero no dejaban de acceder tampoco. Siempre ha habido un pensamiento así, como te digo, pero fundamentalmente criollo, más que otra cosa. Quienes vislumbraban la necesidad de independizarse de un Gobierno que se encontraba a miles de kilómetros fueron quienes iniciaron la visión negativa del pasado de los conquistadores. Por eso yo introduzco en el libro dos ejemplos que considero reveladores: el de José Rizal y el de José Gabriel Tupac Amaru. Dos personajes que, cuando se enfrentaron a las autoridades coloniales lo hicieron en nombre de España. Tú lees a Rizal y es un intelectual español. Lo dice claramente. Él no quiere independizarse de España. Lo que quiere es que España trate con consideración a los filipinos. Y exactamente lo mismo dice Tupac Amaru, que se revela en nombre del rey contra el virrey del Perú. Realmente sí que hay una impregnación. Son dos hombres indígenas, pero que se han criado en la cultura española y reivindican, por tanto, los valores españoles. No hacen una agenda antiespañola. Denuncian la represión a los suyos por parte de las autoridades coloniales. Y para hacerlo, de hecho, Tupac Amaru invoca las leyes españolas y Rizal escribe novelas en español. Es una lástima que ahora a Rizal, que es uno de los próceres de Filipinas, los filipinos tengan que leerlo traducido al inglés.
P: Por hablar de la Castilla actual, ¿es algo más que la España vacía?
R: Bueno… Castilla se fue deshaciendo. La gente emigró. Vas a pueblos de Burgos que ahora tienen treinta habitantes y preguntas y todo el mundo se ha ido al País Vasco, por ejemplo. O al levante. A Andalucía, incluso, cuando la riqueza de las Indias llegaba más a Sevilla que al resto del reino. Y luego ya, a partir de cierto momento, la gente se ha ido yendo a Madrid, claro, que ha sido el gran colector de castellanos. Eso se ha traducido en un montón de pueblos vacíos y en ciudades que, si te fijas en la revuelta de las Comunidades, eran urbes importantes y ahora son pueblos. La ciudad que es capital de provincia pues bueno, como tiene una delegación de todo, más o menos subsiste. Pero las que ya no tienen esa entidad política están mucho peor. Pienso en Medina de Rioseco, por ejemplo, que es una ciudad monumental, con una enorme historia y con mucho empaque. Preciosa. Pero ahora está bajo mínimos. Ahí te das cuenta de que existen muchas ciudades que fueron grandes urbes pero ahora son sitios vacíos. ¿Y quién tiene la culpa de eso? Pues la dinámica de postergación sistemática de Castilla que han seguido todos los Gobiernos de Madrid desde hace cientos de años. Los dirigentes políticos de todos los signos han apostado siempre por otras ciudades de España. Esto es así. Todos lo sabemos. Por las costas y por el norte y el nordeste. Ese Madrid tan demonizado por algunas regiones periféricas es, sin embargo, el que nunca ha tomado decisiones a favor de Castilla y sí a favor de quienes lo critican.
P: ¿Habrá un nuevo éxodo de las ciudades al campo que ayude a esa España vacía, como apuntan algunos, o no es más que una quimera?
R: Ahora mismo se está produciendo un poco ese fenómeno, sí. Personas que se desplazan a un sitio rural en un goteo algo escuálido. Creo que por ahora es algo anecdótico. Si realmente queremos que haya una repoblación y una redistribución de la riqueza, que tendría mucho sentido, teniendo en cuenta la cantidad de espacio desaprovechado que tenemos en algunos sitios mientras que en otros no cabe un alma más, habría que planificarlo. Tendría que haber una voluntad política, canalizada por el Gobierno de la Nación. Porque ninguna Comunidad Autónoma por sí sola puede hacer eso. Es una cuestión que necesita de ese tipo de medidas. Requiere ambición. Yo alguna vez lo he planteado y cierta gente me ha llamado iluso. Pero tal vez no sea tan descabellado. No sé. Así ha ganado Boris Johnson en Reino Unido. Apostando por desplazar una parte del centro de gravedad tan concentrado en Londres hacia el norte de Inglaterra. Al final, los desequilibrios territoriales empobrecen al país. Se podría hacer algo de ese tipo, claro. Pero, como te digo, haría falta un plan. Y la sensación que tengo ahora es que el plan este de Recuperación, Resiliencia y demás trae consigo mucho dinero. Pero es un dinero que viene con muchos novios. Y podemos hacer una apuesta si quieres para ver cuánto de ese dinero acaba cayendo en Castilla. Es muy simple: al final, no dárselo a Castilla es gratis, pero no dárselo a otros no lo es.
P: ¿Qué haría falta para que eso cambiase?
R: Pues una concepción nacional verdaderamente integradora. O, si a alguien le molesta la palabra nación, una concepción comunitaria. Que la comunidad de los pueblos de España apueste, en lugar de por esta dinámica de disputa —lo que te lleves tú no me lo llevo yo—, por crear un sistema que permita que ganemos todos sin necesidad de quitarle nada a nadie. Es algo muy difícil. No veo los motores necesarios para que algo así pueda darse. Tendría que ser una decisión de Estado, que requiere grandes pactos y consensos nacionales. Algo que hoy no existe ni para nombrar a los miembros del Consejo General del Poder Judicial, ¿cómo va a existir para esto?