'Centinela de los sueños' o la paradoja de la colectividad
Emilio Lara construye una novela a raíz de las matanzas de mascotas en Londres durante los días anteriores a la Segunda Guerra Mundial.
De todas las escenas de La cartuja de Parma, la narración de la batalla de Waterloo vista desde los ojos de Fabrizio del Dongo es quizás la que más opiniones ha suscitado a lo largo de los años. Es bien conocido que Tolstoi se inspiró en ella cuando estaba confeccionando Guerra y paz, y Nicola Chiaromonte la utilizó para iniciar todo un ensayo acerca de cómo ha ido progresando nuestra noción de la Historia a través de la literatura. Tampoco es de extrañar. De alguna forma, ese caos que vive el joven italiano, la infinita confusión en la que se ven envueltas tantas personas que creen luchar la misma batalla mientras batallan, en realidad, la suya propia, anima a reflexionar acerca de la naturaleza poliédrica e indescifrable de una realidad a la que estamos sometidos, por más que creamos dominarla nosotros.
Ocurre a la mínima que se indaga en los principales episodios del pasado humano. Una de las cosas más curiosas que se ponen de manifiesto durante las grandes convulsiones de la historia es lo increíblemente imbricadas que están las personas entre sí. Justo antes de que estallen algunas guerras, por ejemplo, puede verse cómo las paulatinas vicisitudes aparentemente nimias que han marcado el día a día de una sociedad son las que terminan también empujando a la opinión pública hacia la extrema convicción de que la única salida al enquistamiento social debe ser la confrontación abierta. Los bandos que se niegan mutuamente pueden estar conformados por millones de personas, cada una con sus ideas y sus convicciones, pero poco importa. Es la sensación de la amenaza la que las aglutina en tribus que ofrecen protección. Poco a poco, casi sin que sea posible rectificar la marcha, los individuos van viéndose arrastrados por el empuje de la colectividad, y nada pueden hacer ante el sino inevitable en el que se encuentran sumidos debido a su condición social.
El gran problema de la Historia como devoradora de individuos ha alimentado enormes obras literarias y sesudos ensayos sociopolíticos. La idea de que todo hombre es un arma cargada que apunta y es apuntada por el resto de armas de su entorno, de que a veces basta un ligero sobresalto para que se suceda toda una catarata de disparos asesinos, pone de manifiesto lo ficticia que puede llegar a ser la sensación de invulnerabilidad en la que se sumergen las personas durante los periodos de paz. Pero no todo debe teñirse de un pesimismo patológico. Al fin y al cabo, es precisamente durante el desarrollo de las guerras cuando el hombre redescubre que esa dependencia social que le ha llevado a la catástrofe es también el único recurso que puede salvarle de ella.
Centinela de los sueños, la última novela de Emilio Lara, arranca con la matanza indiscriminada de mascotas que llevaron a cabo los ciudadanos de Londres durante los días anteriores al estallido de la Segunda Guerra Mundial. Cuerpos ensangrentados de perros y gatos abarrotaron inusitadamente las aceras, y las clínicas veterinarias se desbordaron ante la avalancha de animales sentenciados a la inyección letal. Es una historia poco conocida, pero verídica. Ante la incertidumbre y el miedo a una debacle inminente, incontables personas consideraron un acto de amor sacrificar a sus animales de compañía, como si fuese preferible asesinar lo más vulnerable que poseían que permitir que las bombas y el hambre acabasen con ello de una forma mucho más lenta y cruel.
Es algo que da que pensar. Si el estallido de una guerra, cuando ocurre, puede llegar a ser visto como el destino inevitable de los pueblos humanos, la Segunda Guerra Mundial convirtió a las ciudades en cárceles gigantes. Londres se transmutó en un enorme laberinto de avenidas y calles. Y las bombas alemanas en pequeños Minotauros que aparecían de repente para devorar las aceras y sentenciar aleatoriamente a las personas atrapadas allí. Ante una situación tan extrema, parece lógico pensar que la tentación inicial de la mayoría consistiese en deshacerse del lastre. Desprenderse de las preocupaciones innecesarias y conservar únicamente lo que permitiese su supervivencia individual.
Pero la novela de Lara es interesante porque indaga en el camino contrario. Se centra en el momento en el que el vértigo de la colectividad y su sentencia inevitable deja de convertirse en una condena para evidenciar su poder salvador. En casos así, como siempre, suele hacer falta el ejemplo solitario de un líder que contagie optimismo y devuelva esperanzas al pueblo derrotado. Lara utiliza al monarca Jorge VI como baluarte. Él es quien, sin necesidad de decir una palabra, logra frenar la matanza de mascotas y, desde un nivel más profundo, demostrarle a los británicos que la resistencia sólo tiene posibilidades de triunfar si la confianza en el prójimo es férrea. Para ilustrar el proceso, las mismas mascotas que parecían un lastre terminan facilitando las labores de rescate de las personas enterradas bajo los escombros tras los bombardeos. O sirven de ayuda emocional para una población extenuada. Y los protagonistas avanzan en la hora más oscura cada vez más conscientes de que su labor debe resumirse en custodiar el sueño del prójimo, ya que el germen de casi todos los conflictos proviene de percibir al otro como una amenaza y no como una posible fuente de protección.
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