No es nada ingenioso decir que el amor tiene un punto de locura. Ahí está la eterna pugna entre razón y sentimiento. Ese no sé qué que provoca tanto encabalgamiento de frases hechas, que son las que más verdades suelen encerrar pese a que hayan perdido definitivamente toda su eficacia. Por eso, tal vez, tenga un cierto sentido equiparar los términos cuando de lo que se quiere hablar, al mismo tiempo, es de periodismo. Una profesión tan parecida al amor, por irracional y subjetiva, sólo puede ser catalogada como romántica. Eros y periodismo (Pigmalion), el décimo anuario sobre el amor que publica la editorial y que acaba de salir de imprenta, arranca con un breve extracto de la novela El Todopoderoso, de Irving Wallace, que sirve para apuntalar esta intuición:
—Eres una romántica. Crees incluso que los periódicos son románticos. Crees que en cada esquina hay grandes noticias, sucesos, reuniones clandestinas, primicias estremecedoras… Eso es lo que crees, ¿verdad?
—Sí, eso es lo que creo. Creo que formar parte de la redacción de un periódico es una de las últimas cosas románticas que quedan en el mundo.
—Pequeña, vivimos en una época eminentemente comercial y pronto vas a perder tu risita infantil. Es posible que en otro tiempo los periódicos fuesen románticos, cuando tu padre era un joven periodista, con un sombrero maltrecho, una vieja máquina de escribir Underwood y unos cuantos lápices mal afilados, buscando primicias y números extra en la calle. Pequeña, ese mundo está tan muerto como los carruajes de caballos. ¿Sabes qué es hoy un periódico? Algo que lees si te perdiste la televisión de la noche anterior. Algo que pugna por meter sus letras entre anuncio y anuncio.
Es tentador decir algo así como que a un periodista, como a un enamorado, nadie que no sea él puede entenderle. Aunque no tiene mucho sentido, porque indudablemente pueden hacerlo el resto de sus colegas. Todo sigue la misma lógica de la experiencia común que también permite a los enamorados llegar a empatizar con las tonterías del resto de parejitas que se quieren sin pudor. Lo que sí es seguro es que un despechado no puede sentirse acompañado nunca. Su desaliento es sólo suyo, como su soledad. En los últimos tiempos, el periodismo se ha convertido en una de esas profesiones abocadas a romper los corazones de todos los lunáticos que siguen pretendiendo vivir a su costado. Algo que recuerda bien la descripción que sirve para presentar la firma de Pedro García Cuartango en este libro sobre el amor a la palabra impresa: "Nunca se ha aburrido en una profesión llena de sinsabores y contrariedades, pero también de momentos en los que albergaba la ilusoria sensación de estar cambiando el mundo".
David Felipe Arranz ha coordinado este ejemplar, que reúne, junto a Cuartango, a numerosas firmas consagradas de la prensa española. "Pensábamos, como Gabo, que el nuestro era el mejor oficio del mundo; que la excitación de la rotativa tenía mucho del frenesí ardiente, (...), y que tenían un sentido porque, al día siguiente, las miradas de nuestras musas —alcanzables o imaginadas— acariciarían el papel", escribe Arranz en el prólogo, antes de dejar paso a los demás. A los Carlos Aganzo, Jorge Eduardo Benavides, Rosa Montero, Javier Gomá, David Jiménez Torres o Luis Antonio de Villena, entre otros muchísimos. Escritores marcados, en mayor o menor grado, por la misma herida dulce de una profesión en la que descansa, al fin y al cabo, el germen de todas las historias.