Manuel Azaña fue un hombre marcado por el fracaso. O incluso todavía más. Fue un fracaso él mismo, si se quiere utilizar el estilo de una época. Esta idea no es original y ya quedó recogida por Andrés Trapiello en su monumental Las armas y las letras: "De todo el laberinto español, de aquel dédalo de lo hispano, ha sido Azaña el hombre más incomprendido, con ser uno de los más extraordinarios que le nacieron a esta tierra en el siglo. Y es caso más extraordinario aún si se tiene en cuenta el fracaso absoluto que constituye su vida: como escritor y como político".
El suyo fue sin embargo un fracaso peculiar, atendiendo a los cargos que desempeñó y a los reconocimientos que cosechó en vida —fue galardonado, por ejemplo, con el Premio Nacional de Literatura en 1926—. Miguel de Unamuno, su némesis más prestigiosa, dijo de él que era un escritor sin lectores y que sería "capaz de hacer una revolución para tenerlos". Algo que ayuda a entender, de alguna forma un tanto extraña, cómo de imbricadas estuvieron siempre su faceta política y literaria. Pero más allá de todo eso, pasando por alto la segunda parte de la acusación unamuniana, que no se sostiene, lo cierto es que la primera no deja de ser verdad. Azaña era y es un escritor sin lectores. E incluso todavía a día de hoy parece lícito preguntarse cuántas de sus obras habrían sobrevivido realmente si no hubiera desempeñado un papel tan destacado en aquellos años que constituyeron por sí mismos otro fracaso monumental. El de todo un país.
Escribe después Trapiello que "tuvieron razón ambos, Unamuno y Joaquín Edwards Bello: la República proporcionó a Azaña materia novelesca para sus diarios, y la guerra, lectores". Lo escribe poco antes de catalogar esos diarios de presidente desalentado como una de las más altas cimas del género memorialístico. Aunque lo verdaderamente interesante en todo este asunto sigue siendo constatar cómo el fracaso tan mencionado de Azaña consistió, más que nada, en haber tenido que convivir con demasiados hombres extraordinarios en las letras, pero con tan pocos en el Parlamento.
Las memorias de Azaña, hemos dicho, cobran una relevancia asombrosa debido al papel fundamental que desempeñó en la triste historia española del siglo XX. Pero lo mismo podría decirse de alguna de sus obras anteriores a la República. Nocturna acaba de reeditar El jardín de los frailes, por ejemplo, publicado en 1927 y descrito en su contraportada como "un retrato del artista adolescente con el que Azaña llegó definitivamente a la conclusión de que era imprescindible limitar el poder de la Iglesia para regenerar España". Se trata de una fecha relevante, 1927. Además del tan conocido homenaje a Góngora que sirvió como carta de presentación a toda una generación de jóvenes poetas, el país se encontraba, en plena dictadura de Primo de Rivera, a pocos minutos de la consolidación de la alternativa republicana. En otro plano, es posiblemente uno de los momentos más destacados de la biografía del propio Azaña, cuando, frisando la cincuentena, su obra literaria gozaba de cierto prestigio y él mismo estaba a las puertas del matrimonio.
Sus ideas sobre la necesaria regeneración del país habían ido evolucionando desde su irrupción en el panorama político, allá por la década de los diez. Pero buena parte de su literatura estuvo siempre comprometida con ese servicio patriótico que caracterizó a los intelectuales durante el siglo pasado. "La política puede decirse que fue cosa de los jóvenes, de la generación siguiente [a la del 98], la del 14, la de Ortega, Azaña, Pérez de Ayala y, sobre todo, la que siguió a ésta, la que unos llaman generación del 27 y otros generación de la República. Los primeros cargaron la pistola, es posible que de manera inmediata; los segundos la dispararon, no menos irresponsablemente", escribe también Trapiello.
En El jardín de los frailes puede verse algo de eso, aunque el tono escogido nunca rebase el de la mera rememoración ni llegue a ser de forma explícita el de la admonición. "[A los estudiantes] Nos faltaban, simplemente, estímulos serios. Pocos dejábamos de advertir la inanidad de nuestros conocimientos. La vida intelectual robusta no podría empezar justamente hasta salir del colegio. Todo cuanto en él adquiríamos era para olvidarlo en el punto de llegar a hombres", escribe por ejemplo Azaña. Y continúa: "Tantos programas y libros, tantas clases, tantos exámenes no eran sino para ganar ciertas habilidades de orangután domesticado, habilidades caedizas de las que nadie volvería a pedirnos cuenta en la vida". Es curioso que esa misma frase pueda firmarse hoy día, un siglo después de cuando fue escrita.
También puede leerse una crítica directa a la cerrazón mental de los religiosos, capadores con su moral de cuanto pudiese servir como abono intelectual para los estudiantes: "Los frailes, sin recatarse, estrechaban el campo que nuestra curiosidad mejor estimulada hubiera debido explorar. Había cosas que era malo o peligrosamente inútil o, cuando menos, prematuro saber". Pero más allá de eso, su jardín de los frailes es el relato de un descreimiento. El del adolescente que comienza a pensar y el de la pérdida de una fe que, por lo demás, nunca estuvo demasiado asentada, como suele pasarle a los niños que aún no han puesto en tela de juicio todo cuanto han recibido de sus mayores.
La obra está trufada de reflexiones interesantes. Se intuye en ella el germen de un patriotismo concreto, asentado en la tradición literaria pero receloso de ese otro nacionalismo historicista que no tardaría en dar a luz algunos de los mayores crímenes imaginables. "Tarde comencé a ser español. De mozo me criaba en un españolismo edénico, sin acepción de bienes y males. Veía en el mapa las lindes de una España, pero este era nombre sin faz; moralmente, no advertía sus límites ni sospechaba que los hubiese", por ejemplo. O: "Es el español semidiós derrocado". Cómo no, también aborda la extraña unión que siempre hubo entre las identidades nacional y religiosa: "La causa de la religión católica es la causa española en este mundo; nadie la ha servido mejor que nosotros; a nadie ha sublimado como a nosotros. La contraprueba es fácil: España, si no campea por la Iglesia, se destruye". Aunque ninguna línea invita a pensar que intuyese, a esas alturas, que el país podría llegar a destruirse mediante una cruzada, precisamente.
Es interesante leer también el momento en el que adquirió conciencia de esa diferenciación de clases que terminaría alimentando tantas otras cruzadas laicas por el mundo. Fue tiempo después de sus años de estudiante, cuando, ya adulto, se encontró a un antiguo compañero de la infancia trabajando: "El herrero, más experto, recelaba del señorito, le volvía a su rango. Sin recelar de nadie, proseguía yo en espíritu la igualdad confusa de la escuela. Me dolí de no ser creído. Por vez primera contemplé en el juicio ajeno la imagen que daba mi condición, no mi persona. Preso de los atributos de un género, se esperaba de mí la conducta pertinente", escribe. Y sin embargo, aun rememorando todas esas cuestiones relacionadas con sus preocupaciones de madurez, en una clara demostración de que el hombre, más que su pasado, sólo es capaz de recordar su presente, no llega el Azaña de El jardín de los frailes a proponer nada concreto. No se intuyen en sus reflexiones grandes vías por las que avanzar hacia la tan ansiada regeneración. Son más bien un lamento y una despedida. La conciencia de un acabamiento. No en vano la última palabra de la obra es "ocaso".
En el monumental Las armas y las letras, tan citado en este artículo, comienza Trapiello el último capítulo, dedicado en exclusiva a Manuel Azaña, con una foto del presidente de la República subido a un seto y con unas tijeras de podar en la mano. Escribe en el pie: "Las labores de poda, la escalera mal sujeta y el alto seto que le impide ver el otro lado, todo, en fin, se diría una suma cervantina de ironía y metáfora". El capítulo, sin embargo, acaba con un fragmento del discurso azañista más famoso, que configura su legado: "(...) esos hombres, que han caído embravecidos en la batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad y Perdón". "Paz para vivir, piedad para olvidar y perdón para recordarlo todo, sin dañar ni dañarnos", concluye Trapiello.