Algo debía tener David Gistau más allá de sus palabras. Algo que no se explica sin ellas, posiblemente, pero que tampoco queda del todo perfilado ni aún juntando todas las líneas que publicó en vida. Manuel Jabois dijo de él que era un hombre capaz de hacerte sentir huérfano si desaparecía dos minutos. Una de esas personas que, cuando se ausentan de repente, dejan un vacío absurdo, como si en lugar de ir al lavabo hubieran partido hacia el espacio. Pedro García Cuartango, más concreto, me explicó una vez que llenaba cualquier habitación, que irradiaba una vitalidad amable y que contagiaba los ambientes con su personalidad brillante de hombre diestro a la hora de cultivar las amistades. Nada de eso parece exagerado, pues, en realidad, es precisamente la exagerada despedida que le sigue dedicando el periodismo patrio la que invita a imaginar cómo debía ser en las distancias cortas. En las largas, ya se sabe, el efecto era bastante parecido.
Sus palabras las dejó escritas en esas páginas que, como él mismo nos recordaba irónico, estaban destinadas a servir como envoltorio para el pescado del día siguiente. Quizás por eso caía tan bien. Esa forma de no tomarse en serio, que en el fondo uno imagina como factor diferencial a la hora de contar nuestro presente de la manera que le daba la gana. "¿Ven?", escribió una vez, "un adulto tendría que haber escrito hoy sobre la guerra de vídeos, sobre la recesión, cualquiera de esos asuntos por los que Mafalda intentaba dar aspirinas al globo terráqueo de su habitación".
Gistau murió hace poco más de un año y continúa sorprendiendo que no haya estado durante toda la pandemia, como si con él hubiéramos perdido un arma fascinante, una mirada determinada con la que desnudar los artificios de cualquier desastre. "Me está usted fastidiando los artículos, que salen publicados demasiado tarde, cuando usted mismo se ha desdicho ya de aquello que los inspiró y ha cambiado completamente de opinión", le escribió también a Pedro Sánchez. ¿Qué no hubiera dicho de este virus que ha cerrado el mundo, obligando a la humanidad a recordar lo que debió de ser aquella época plagada de amenazas demasiado reales para caber en nuestros teléfonos inteligentes?
Algo debía tener más allá de sus palabras, sí. Algo por lo que su adiós se sintió tan fuerte, igual que un puñetazo en el estómago, más allá de que muchos de quienes le seguimos echando de menos ni siquiera pudimos conocerle. Se trata de una cosa fascinante, esta añoranza. Una tristeza tan vívida que es imposible no sentirla, aunque el dolor se filtre a través de las lágrimas de sus amigos, que continúan llorándole en la prensa, y erija su homenaje póstumo en la voz de todos los rostros anónimos que reconocemos sentir lo mismo pese a que tan sólo hemos perdido sus palabras, como digo, y no eso otro que debía tener para que se le quisiera tanto.
No es algo extraño, pese a todo. Quizás para alguien que lo mire desde fuera, pero no para quienes conocían sus columnas. Hace unas semanas salió publicado El penúltimo negroni (Debate), la extensísima recopilación de artículos que David Lema ha condensado entre dos tapas para que podamos recordarle de una forma más civilizada. Allí está ese algo del que hablo. Esa mirada. La del analista mordaz y la del padre pudoroso, defensor de sus vástagos contra panteras y orcos; o proveedor de alimentos en la cabaña familiar. También la del hijo doliente, el adolescente cabreado con el mundo porque su padre se marchó demasiado pronto. Y el germen del escritor, del amante del cine y del boxeo. En El penúltimo negroni está Gistau, la persona. Se descuelga entre las líneas y acompaña amablemente, llenando otra vez la habitación. Recordándole al lector a cada rato lo grandioso que habría sido compartir con él aunque sólo fuese una velada. Esas reuniones en las que se levantaba de repente para ir al baño y dejaba a todos huérfanos durante un par de minutos.