'Donde la tierra se acaba': e Ingrid reencontró a Bogie
La última novela de Luis Herrero, Donde la tierra se acaba, llega a las librerías esta semana.
Partamos de la base de que esta reseña no es creíble. Un hijo no debería reseñar nunca a su padre, por razones obvias, igual que un padre no debería permitir que un hijo suyo le leyese, directamente; no vaya a ser que después le vaya a dar por correr al folio a escribirle una reseña. De todas formas, cuando la cosa acaba dándose —a veces ocurren este tipo de desgracias—, lo mejor tal vez deba ser dejarse de suposiciones y levantar las cartas antes de comenzar: Donde la tierra se acaba (La Esfera de los Libros), el último libro de Luis Herrero, es un bombazo. Cómprenlo, no se arrepentirán.
Superadas las formalidades, habría que arrancar por aquel día en que mi padre me confesó un crimen. Unos meses atrás había aceptado escribir una novela por encargo y desde entonces su vida consistía en gruñir por las esquinas y lamentarse de su suerte. Aquella mañana, sin embargo, me recibió en su casa amablemente y yo noté que el peso que cargaba era de una naturaleza distinta. "¿Te cuento una cosa?", me dijo, como quien ha robado un banco y todavía duerme con los fajos de billetes debajo del colchón. "He mandado todo a la mierda y estoy escribiendo una novela por la que no me han contratado". Sus editoras, evidentemente, no sabían nada.
La traición había comenzado a urdirse en la casa de José Luis Garci, al parecer, en un momento en el que el director le había enseñado el guión de una película que jamás llegó a rodar y en la que él, desesperado, había visto una oportunidad de salvación. "¡Es una historia pensada para ser protagonizada por Paul Newman y Tom Cruise!", se excusó después, supongo que aprovechando para practicar conmigo los argumentos que pretendía usar con la editorial. "Va de un exitoso escritor, huraño y misterioso, que desaparece de repente y se va a vivir al último confín del mundo, quién sabe huyendo de qué fantasmas". A mí no me tenía que convencer de nada, ciertamente, así que me limité a darle una palmada en el hombro y a confirmarle mi disponibilidad para llevarle a Finisterre si en algún momento el que se veía obligado a dar esquinazo a los sicarios de La Esfera era él.
Pero no hizo falta. De alguna forma se las ingenió para hacer pasar el cambiazo como algo inevitable y sus editoras, resignadas, no pudieron más que ceder a sus pretensiones de señor mayor. Y es que esta novela, he de decir, es ante todo "de señor mayor". De mi padre, más concretamente, lo que significa que lleva implícitos todos esos tics de personalidad que se le han ido encaneciendo al mismo tiempo que el bigote. Hace no me acuerdo cuánto leí, no me acuerdo en qué lugar, que Cowboys de Medianoche debería llamarse Space Cowboys, pues no había una tertulia de sexagenarios más entretenida en toda la radio nacional. Algo de eso percibo yo en Donde la tierra se acaba. Se trata de una historia ambientada en 2019 pero que podría estarlo en 1940, aquella edad dorada del cine en la que todavía era posible que un personaje desapareciese del mundo sin ser descubierto a los dos días por obra y gracia de la tecnología todopoderosa.
Decir señor mayor, para mí, es como decir nostalgia. O quizás algo distinto, pero sin duda relacionado con ella. Es un tiempo biológico, claro está, pero incluso puede que también un tiempo histórico, si nos ponemos exquisitos. Señor mayor es eso que me encontraba en el salón al llegar a casa a las dos de la mañana, con las gafas puestas y terminando de ver alguna película en blanco y negro. Es la añoranza de un pasado más vivible y el intento de recuperar las viejas tramas que aún cautivan; esas de "sarpullidos en los huevos, puñaladas en el pecho, ruletas rusas, curas libidinosos, muertes heroicas y autobuses con asientos al lado del conductor", como dice el protagonista que debía ser interpretado por Paul Newman en alguna página de la novela.
Aunque evidentemente es algo más. El propio paisaje metafórico escogido obliga a pensar en otras cosas. Donde la tierra se acaba, justo a la orilla del mar de Finisterre, "que es el morir", tampoco es sólo eso. Es el final de la huida, antes que nada, allí donde sólo queda esperar al olvido. Una búsqueda desesperada de libertad. También el último lugar en el que pueden perseguirte tus pecados, transformados en juramentos de venganza. O el sitio de la duda, en el que mirar al horizonte es preguntarse si el amor eterno perdurará también al otro lado, para redimirnos. Quién sabe. Quizás lo que sea es la antesala de ese mundo en el que Ingrid Bergman, finalmente, pueda reencontrarse con Bogie una vez más.
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