Fernando Nolla (Madrid, 1951) ha dirigido varios programas de asesoramiento a países excomunistas para facilitar su ingreso en la Unión Europea. Según relata, durante mucho tiempo estuvo deslumbrado por el funcionamiento de las instituciones de Bruselas, y las consideró un resguardo impresionante contra la amenaza ideológica que había contendido contra los estados liberales durante buena parte del siglo XX. Sin embargo, con el tiempo, se fue desilusionando. A su parecer, el nuevo reto al que se enfrenta el mundo se parece más al de siglos anteriores, en los que el liberalismo incipiente tuvo que combatir contra el despotismo. Desde ese punto de vista, no puede ser más crítico con la Unión. Para exponer sus argumentos acaba de publicar El imperio burocrático (Bolchiro), corolario interesante si se quieren conocer los motivos de aquellos que abogan por una salida de Europa. Hablamos con él:
P: Su tesis es que la UE es un régimen imperialista contrario a los valores de las democracias liberales.
R: Bueno, a ver, es un tema más complejo. Cuando yo hablo de la Unión Europea como un régimen imperialista lo que intento es catalogarla. Porque la UE siempre ha pretendido ser incatalogable. Se ha presentado desde sus inicios como un proyecto; como un proceso inacabado, radicalmente novedoso. Y esa es una de las cosas que la han permitido estar protegida de la crítica política. Pero llega un momento en el que eso ya no es posible. Uno se pregunta qué es la Unión Europea realmente. ¿En qué consiste? En mi opinión, en un sistema de poder sobre los estados miembros, a los que coloca en una posición de vasallaje. Esa es una de las características de muchos de los grandes imperios históricos; como la de no tener unos límites definidos e inamovibles; o el hecho de que el sistema de poder se base antes en el sometimiento de las élites de las diferentes regiones que lo conforman que en la soberanía nacional que caracteriza a las democracias modernas. Cuando digo que va en contra de los valores democráticos liberales me refiero a esto precisamente. El ciudadano no tiene una relación práctica ni directa con la UE. No puede exigir responsabilidades, ni reclamar, ni protestar, porque la UE se protege parapetándose detrás de las élites locales. Sin embargo, muchas de las normas que se aprueban a nivel europeo se acaban convirtiendo de manera automática en normas locales. El esquema puede resumirse en que el imperio da órdenes a los estados miembros y son ellos los que las cumplen, aprobando leyes que vienen dictadas de arriba, pero sin estar legitimadas necesariamente por los designios de los votantes de cada región. Otra característica típica de los imperios es que suelen atribuirse la defensa de una gran moralidad universal. Por eso yo veo muchas similitudes entre la actual Unión Europea y el antiguo Sacro Imperio Romano Germánico.
P: Otra de las grandes ideas del libro sería la que enfrenta al globalismo con los estados nación independientes y soberanos.
R: Sí, aunque en esto habría que aclarar que, evidentemente, el globalismo no es un proceso dirigido desde un pequeño cenáculo o cosas por el estilo. Lo que sí ocurre es que está dando mucho mayor poder político a las élites. En el fondo es lo que hemos comentado antes. Los estados nación están basados en el principio de soberanía popular; y la democracia, en realidad, es un sistema en el que el pueblo de la nación es soberano, en última instancia. Lógicamente, decir esto no es decir que es el pueblo el que gobierna. Pero sí tiene la soberanía, que se ejercita a través de las elecciones. Eso limita el poder de las élites políticas, que se ven controladas cada cierto tiempo por el pueblo. Por eso, al final, de una forma y otra, las leyes terminan ajustándose más o menos a los intereses generales de los votantes. El globalismo, sin embargo, rompe este esquema. No puede establecer un mecanismo en el que la población tenga la soberanía. Muchos de los procesos globales responden a una tendencia económica, pero otros lo hacen a una tendencia política supranacional, que no está controlada directamente por ningún pueblo concreto, sino por un conglomerado de élites. Y las élites no son el pueblo.
P: Señala que lo que ha venido a poner en entredicho todo el proceso supranacional de la UE ha sido el problema de la inmigración. ¿Qué diferencia las migraciones actuales de las que se vivieron durante el siglo pasado?
R: Puf. (Risas). Todos estos temas son muy complejos. Cada uno de ellos requiere mucho análisis. Yo he intentado aportar datos, para facilitar la tarea, en la medida de lo posible. Respondiendo a tu pregunta, lo que yo creo que diferencia nuestra época de otras más recientes —y no tanto— es que la esencia de las organizaciones supranacionales bebe de la idea de que el egoísmo de las naciones es el único peligro que hay detrás de las guerras, básicamente. El supranacionalismo nace precisamente del miedo que despiertan los conflictos entre naciones. Son organizaciones que tienden, por tanto, a minusvalorar, e incluso a condenar, las fronteras. Pero las fronteras son un elemento constitutivo esencial de los estados nación. Por lo que las organizaciones supranacionales sólo pueden crecer absorbiendo el poder de las naciones para gobernarse a sí mismas. Siguiendo esa lógica, las organizaciones supranacionales terminan buscando su legitimidad en un ente abstracto al que podríamos llamar población global, pero que está muy lejos de ser delimitable. Los estados nación, por el contrario, otorgan una serie de derechos y obligaciones a sus ciudadanos, y esos ciudadanos son soberanos dentro de sus propias fronteras. El supranacionalismo manifiesta constantemente estar en contra de las fronteras, algo que genera una serie de problemas difíciles de resolver. Y por más que parezca raro, se trata de una novedad sin precedentes en la historia. Aunque algunos digan que no lo es, la idea de superar las fronteras y abogar por una especie de gobierno global es muy moderna. La inmigración ha sido controlada y limitada desde siempre. Aunque antaño hubiesen flujos migratorios, nunca han sido tan apabullantes como los que tenemos ahora. Es lógico pensar que una de las razones de que esto esté pasando es que la soberanía nacional ha ido diluyéndose paulatinamente en beneficio de la soberanía supranacional. ¿Qué es lo que ocurre? que si la creencia de que las fronteras son inhumanas cala en el seno de un organismo con pretensiones globales, de pronto los estados nación que lo conforman van a ir viendo cómo su autonomía para controlar sus propias fronteras va a ir diluyéndose. Se trata de un proceso, además. Yo en el libro rescato un discurso de Bill Clinton para hacer ver cómo han ido evolucionando las cosas. A día de hoy, si uno lee lo que decía el expresidente demócrata hace pocas décadas, pero sin saber que es suyo, pensaría que son palabras del mismísimo Donald Trump.
P: ¿El globalismo no tiene en cuenta los riesgos de la inmigración descontrolada, entonces?
R: El planteamiento globalista, llevado a la máxima expresión, es un planteamiento infantil. Es meramente sentimental. Ilógico y peligroso. Utópico. No se puede pretender que no haya conflictos entre culturas por arte de magia sólo porque hemos borrado las fronteras. Así lo estamos viendo en muchos sitios, donde se ha desbordado la capacidad de control de la inmigración y se han producido situaciones francamente desagradables. Lo que pasa es que, de todas maneras, el problema no radica tanto en si la inmigración es mala o buena de por sí. Esa no es la cuestión. Yo en ningún momento del libro trato de plantear la discusión en esos términos. El problema que planteo es si los ciudadanos de una nación tienen el derecho de decidir quién entra en su país. Porque, evidentemente, si los ciudadanos de un país quieren abrir sus fronteras, están en su derecho de hacerlo. Lo que no se puede es pasar por encima de ese derecho de la ciudadanía e imponer una serie de políticas migratorias desde organismos supranacionales que no responden ante los intereses concretos de cada población local.
P: Pero el mensaje que se lanza desde la UE no es de apertura indiscriminada de las puertas continentales. Siguen existiendo controles migratorios, e incluso las política de los países de la unión difieren unas de otras a ese respecto.
R: Hombre, es que la soberanía nacional no ha desaparecido, claro. Estamos en un proceso de socavación de la soberanía nacional. No es que no se puedan tomar decisiones en el parlamento español o alemán. El problema está en que cada vez se pueden tomar menos. Se trata de un proceso sin límites, además. La respuesta a cada problema dentro de las fronteras europeas siempre ha ido encaminada a otorgarle más competencias a los órganos de la Unión en detrimento de las soberanías nacionales. Por eso yo digo en el libro que habría que salir de la UE antes de que sea demasiado tarde. Porque la dinámica llevará a que haya un punto en el que ya no sea posible salir.
P: Pero mi pregunta iba más encaminada hacia el globalismo. El debate actual no parece centrarse tanto en que haya que suprimir las fronteras como en la obligación moral de dar asilo a migrantes que se juegan la vida en alta mar o que huyen de zonas de conflicto. En ese sentido, ¿hasta qué punto el hecho de que continúen existiendo políticas de regulación de la migración contradice su postura?
R: Es que el hecho de que se está abogando por una apertura de fronteras y asumiendo la migración como un derecho indiscutible es la conclusión lógica que se saca del pacto internacional sobre inmigración firmado en Marruecos hace muy poco tiempo. Es una realidad. ¿Que existen los estados todavía? sí. ¿Que existe control en las fronteras? sí, pero cada vez menos. La prueba de ello está en que cada vez es más difícil tratar de controlar la inmigración. ¿Cuál es el enfoque de la UE con respecto a estos problemas? Pues, por un lado, pasa por no modificar la normativa actual. La normativa actual ha ido dificultando cada vez más que se pueda repatriar a las personas que llegan al territorio nacional. Independientemente de cómo hayan entrado, legal o ilegalmente. Los tribunales europeos, además, dificultan todavía más esa tarea debido a que se acogen siempre a los derechos humanos. Ese es un tema controvertido. Ahora se está asumiendo que el ser humano tiene derecho a migrar. Eso provoca que cualquier política que pretenda hacer un estado para limitar la inmigración ilegal dentro de sus fronteras sea ferozmente atacada. Nos encontramos por tanto ante una contradicción. Siguen existiendo fronteras, pero la tendencia ideológica del organismo supranacional va encaminada a minimizar su papel constantemente. ¿Cuál es la solución? Pues cada cual puede tomar la que considere, claro. Japón tomó una, Australia otra distinta, y la Unión Europea se limita a decir que lo que hay que hacer es solucionar el problema en el origen. Es decir, que hay que desarrollar África para que la inmigración deje de ser necesaria. Pero esa no es una solución al problema real. Es simplemente echar un balón fuera. En ese sentido, los europeístas, o globalistas, se encuentran en una encrucijada que no son capaces de resolver, porque se ven obligados a dejar de tener en cuenta la opinión de los ciudadanos, que nunca han respaldado el descontrol migratorio en las urnas. Al final, es un choque entre la realidad y la utopía.
P: Otro de los temas que usted toca en el libro tiene que ver con la corrección política y el control de la libertad de expresión. ¿Hasta qué punto la amenaza de ser catalogado de xenófobo o racista dificulta el debate sobre la inmigración?
R: Efectivamente. El asunto de la inmigración es uno de tantos que ponen en evidencia una serie de conductas que se habían estado desarrollando y que no queríamos ver. Ahora es imposible seguir ocultándolas. La libertad de expresión es el criterio más útil para determinar el nivel de salud democrática de cualquier país. Lo que caracteriza al despotismo, entre otras cosas, es que pretende que las personas bajo su influjo actúen, piensen y hablen como se espera que lo hagan. Y eso es lo que exactamente está ocurriendo ahora. Es un proceso verdaderamente inquietante. Se inició en Estados Unidos en un momento determinado para "proteger" los derechos de personas supuestamente discriminadas. La diferencia está en que en Estados Unidos, aunque existe una presión social muy fuerte, todavía no se ha visto traducido a la legislación. En Europa, sin embargo, la UE lo ha trasladado directamente al Código Penal. Ahora tanto jueces como policías pueden perseguir sentimientos. Y ni siquiera, sino también incitaciones de sentimientos. El delito de incitación al odio es un salto gigante que va en contra de la salud democrática de cualquier país. Ya no sólo se persiguen comportamientos delictivos, sino también sentimientos no adecuados. Eso abre la opción de que pueda perseguirse a cualquier persona bajo cualquier circunstancia en base a sus opiniones personales. Es algo kafkiano. Uno podría llegar a ser perseguido por algo que no es consciente de haber hecho, como discriminar a alguien que se ha sentido así independientemente de las verdaderas intenciones del acusado. Es algo que tendrá consecuencias.
P: Pero eso es algo que no se debe a los organismos supranacionales. No parece que la legislación de ningún estado nación independiente esté vacunada de la corrección política.
R: Estoy totalmente de acuerdo. El que se haya introducido la corrección política y toda esa dinámica liberticida en el mundo occidental no es por culpa de los organismos supranacionales. Pero uno de los motores que lo han propulsado es la ideología de los derechos humanos, compartida no sólo por la UE sino por sectores amplísimos de la población internacional. Por otra parte, estar o no estar en la UE no vacuna a nadie contra esa actitud social. Pero, y este es un gran pero, lo que diferencia el ser miembro de la UE o ser un simple ciudadano de un estado democrático liberal es que los segundos pueden reaccionar contra las derivas de sus gobiernos. Lo que ocurre cuando se está sometido a un poder supranacional es que este no responde ante los ciudadanos. Los ciudadanos de España no pueden modificar las normas establecidas por la Unión.
R: Sin embargo, siguiendo su discurso, resulta paradójico que, al menos en España, haya tenido que ser la UE la que mande avisos al gobierno para que no realice movimientos que degraden las instituciones o la separación de poderes.
R: Pero se trata de algo muy relativo, en realidad. No querría entrar en temas concretos, aunque es cierto que lo último en levantar mucho revuelo fue el intento de modificar las mayorías para el nombramiento del CGPJ. Bueno, la UE puede presionar o tomar partido en un sentido u otro. Pero eso no garantiza su funcionamiento democrático. Más bien al contrario. Existen muchos sistemas distintos para la elección de los jueces dentro de la UE. Y cada sistema tiene sus ventajas y sus inconvenientes. En el caso concreto español, es cierto, la UE se ha posicionado a favor de salvaguardar la separación de poderes. Lo que pasa es que eso no garantiza que en la siguiente disputa pueda tomar una resolución completamente diferente. Lo que sí garantiza es que va a meter las narices siempre que pueda en los asuntos nacionales de un país cuyo gobierno ha sido refrendado por las urnas. En un caso podrás decir que el patrón ha estado a tu favor, claro, pero cuando esté en contra qué. De hecho, cuando otros gobiernos legítimamente elegidos han tomado resoluciones que iban en contra de los ideales de la Unión, esta ha hecho todo lo posible para echarlos abajo. No parece que respete demasiado los valores de las democracias liberales, en ese sentido.