Miguel Delibes adquirió quizás ya en vida la condición de escritor clásico. Curiosamente el azar quiso que naciera el mismo año en que desaparecía el más grande de los novelistas españoles después de Cervantes, don Benito Pérez Galdós. Como si viniese a recoger el testigo, se convirtió en uno de los grandes narradores del siglo XX y sobresalió dentro de una generación en la que brillaron asimismo excelentes narradores, como Camilo José Cela o Torrente Ballester. Delibes no se circunscribió a una fórmula narrativa única y se mostró siempre atento al devenir de la literatura de su tiempo. De hecho, su obra refleja en buena medida la historia de la novela española de la segunda mitad de la pasada centuria. Así desde su inicial existencialismo, presente en La sombra del ciprés es alargada, evolucionó hasta el realismo, que constituyó su estilo más reconocible, a partir de El camino. Pero no quiso quedar al margen de la renovación de los años sesenta, a la que aportó uno de sus títulos más destacados, Cinco horas con Mario, y todavía en los últimos años de su carrera abordó con notable éxito el género histórico en El Hereje.
Aunque en su obra se han señalado dos grandes líneas temáticas, el retrato crítico de la burguesía provinciana y el reflejo de la dura vida del campo, fue en este segundo ámbito en el que se sintió literariamente más cómodo y en el que situó sus obras cumbre, Las ratas y Los santos inocentes. Son estas sin duda dos de las mejores novelas españolas de la segunda mitad del siglo XX. En ellas dio vida a una galería de personajes inolvidables —El Nini, Azarías, Paco el Bajo…— y escribió páginas que merecen figurar en cualquier antología de la literatura española: las que describen en Las ratas la llegada casi milagrosa del viento que evita que el trigo se malogre, o el primer vuelo de la grajeta de Azarías en Los santos inocentes resultan memorables. Pero, además, ninguna novela social, que marcó el primer momento de la generación siguiente —asimismo notable por la calidad de sus narradores— alcanzó ni la altura literaria ni la intensidad crítica que Delibes logró en esto dos libros.
También en el resto de su obra novelística, que abarca una veintena de títulos, se encuentran otros cuantos personajes imborrables, desde los niños que protagonizan El camino —Daniel el Mochuelo, Germán el Tiñoso, Roque el Moñigo—, hasta el bedel que comparte la misma pasión del autor —del que es un verdadero alter ego— en Diario de un cazador, o el campesino que da una lección de sabiduría práctica y conocimiento de la vida a los jóvenes que vienen a redimirle en El disputado voto del señor Cayo, etc. Todos ellos son gentes sencillas que representan el apego por la tierra, al campo castellano que es otro de los grandes protagonistas de la narrativa de Delibes.
Amor por el campo
Ese amor por el campo lo trasladó igualmente al lenguaje, en el que quiso preservar un léxico en algunos casos ya en vías de extinción, pues las tareas y los aperos a los que aludía estaban desapareciendo, del mismo modo que se estaban olvidando los nombres populares de muchos pájaros, a medida que iban faltando las gentes que sabían reconocerlos. En cualquier caso, la sencillez es la característica principal de su estilo, una sencillez lograda a través del difícil equilibrio entre la claridad, la precisión y el cuidado expresivo, lo que le hizo asequible a lectores de toda condición. Quizás ahí está una de las claves de su popularidad, pues realmente fue un escritor que no solo vendía libros, sino que, además, era de verdad leído.
Afortunadamente, fue reconocido también por la crítica —esa coincidencia del reconocimiento literario y del reconocimiento popular no suele ser muy frecuente—, que le otorgó todos los premios importantes de la literatura española. Solo le faltó el Nobel, para el que, al parecer, su nombre llegó a barajarse en algún momento. De cualquier manera, Delibes es uno de los grandes escritores españoles. La conmemoración del centenario de su nacimiento es un buen pretexto para acercarse a él o para releerlo.