A Raúl del Pozo (1936) habría que decirle lo mismo que se diría él, posiblemente, si se viese desde fuera mirando cómo avanza la pandemia y concluyendo sin pudor que, ahora que "el apocalipsis real, no el místico", está tan cerca, no tiene sentido relatar para los demás cosas como aquella vez que acabó tomando vino caliente con Orson Welles. "¿Qué interés tiene?", se pregunta el conquense, una vez se hacen evidentes "estas cosas" que nos recuerdan constantemente nuestra caducidad. ¿Y qué interés tenía ayer —sería la respuesta—, cuando la evidencia no era tal, pasear por la noche madrileña y apadrinar jóvenes talentos, refugiarse en el Gijón o escribir todos los días como si no existiese un futuro más allá del golpeteo en el teclado? En realidad nada ha cambiado, habría que decirle. Porque aunque tenga razón y el planeta estalle hoy, o mañana, seguirá resultando interesante asomarse a una vida asombrosa y descubrir que se puede vivir intensamente pese al riesgo de que nada tenga sentido al final.
Cuando Julio Valdeón, durante la preparación del libro sobre él que ha escrito junto a Jesús Fernández Úbeda, le preguntó acerca de su faceta periodística, Raúl del Pozo contestó que "es la mejor profesión del mundo". "Estuve en Chile, cuando la gran manifestación, debajo de la tarima de Salvador Allende", rememoró, "y en Cabo Cañaveral, cuando salió el Apolo, en la isla de Wight, con medio millón de hippies follando en sacos de papel". "Y en París", también, "que me enseñó a tocar la guitarra el hermano de Paco Ibañez y veíamos a Sartre en los cafés, cuando las camas redondas y la revolución". Naturalmente, todas esas cosas carecen de interés. Bien mirado, incluso tampoco lo tenían entonces, en su momento de máxima actualidad. El apocalipsis podría comenzar cualquier mañana. Pese a todo, todavía es placentero escuchar el testimonio de una época marchita, enlazada a este presente de igual forma que a un futuro incierto que lo vacía todo de sentido.
No le des más whisky a la perrita (La Esfera de los Libros) es la "biografía no autorizada", según Del Pozo —"autorizadísima", según Fernández Úbeda— de uno de los periodistas que han narrado el presente desde las principales páginas de la prensa española durante más de medio siglo. Bastante de eso tienen sus capítulos. Aunque en realidad no es una biografía. "Es más una novela atípica", explican sus autores. O un reportaje extenso y ágil. Todo lo que aparece es verídico, ciertamente, pero viene comprometido por la maleabilidad de la memoria y por el carácter múltiple, alguno diría que coral, que aportan el sinfín de voces que han participado en este experimento. De Pérez-Reverte a Federico Jiménez Losantos, pasando por Manuel Vicent, Antonio Lucas, Carmen Rigalt o Ramón Tamames, algunas de las plumas más respetadas del país relatan parte de sus experiencias compartidas con un compañero emblemático y recuperan, si puede decirse así, una época que todavía sigue viva porque aún quedan quienes están dispuestos a contarla. "En periodismo vale la invención; en literatura, es mejor contar la verdad", le dijo en una ocasión Del Pozo a su biógrafo. Tal vez esa frase resuma acertadamente qué narices es exactamente este libro.
Porque tiene algo de hiperbólico y ambiguo —todo lo hiperbólico y ambiguo que puede ser cualquier recuerdo—, pero también es un retrato sólido. Aunque sus autores dicen haber "huido de la hagiografía como de la peste", algo de ella se cuela, inevitablemente, cuando los que hablan se niegan a esquivar su admiración por quien consideran un maestro y un amigo. Aún así, la cosa no se va de madre. El lector puede meterse si lo desea en la antigua redacción de un diario Pueblo legendario, repleto de jóvenes reporteros destinados a la gloria, de humo, de tableros, de barajas, de alfiles de ajedrez rumiando formas de hacer jaque y de cubatas cargados junto a olivettis incansables. "Allí no había horarios ni nada. Era pura libertad. Ni siquiera sé cómo podíamos escribir con tanto ruido. Pero lo hacíamos". Cuentan que una vez Pérez-Reverte invitó a unas amigas, bailarinas brasileñas, a terminar la noche allí y la cosa se desmadró hasta las cinco de la mañana. Nada fuera de lo normal, de todas formas, teniendo en cuenta que la tónica de aquellos jóvenes era exprimir la noche, como suele decirse, sólo un poco más de lo que también exprimían el día. "La ley básica para todos era la noticia. Por una noticia se mataba. Nuestra disputa era por conseguir sacar algo en portada, pero era una disputa sana. Allí no había celos, sino respeto". Después, fuera de aquello, estaban los ambientes del café. Vicent recuerda a Raúl del Pozo como un pistolero amigo de la suerte que había estado a punto de morir mil veces pero que siempre, en el último momento, aprovechaba el balazo que rasgaba la soga que le tenía atado al árbol para escapar cabalgando hacia el Gijón, donde, si triunfaba, prefería hinchar el pecho y emular a John Wayne que dárselas de Ulises. Aquello proseguía en el Bocaccio y, como norma, hasta las cuatro de la mañana nadie pedía el cambio y se retiraba al catre para dormir la mona o rumiar las líneas del día siguiente. "Los años de justo antes a la muerte de Franco fueron los más libres, sin duda. No volveremos a ver algo así", recuerdan algunos nostálgicos.
Del Pozo entró en Pueblo gracias a una charla con José María García y a un reportaje que le llevó a introducirse en las alcantarillas de Madrid. Lo vendió y gustó, así de simple. Antes, había conseguido alguna cosilla por intervención de Umbral y, después, ese binomio se mantuvo hasta el final. Umbral podría ser el otro protagonista del libro. Un personaje invisible y omnipresente. El "dios" del columnismo con el que todos han querido compararle siempre y al que él, simplemente, continúa viendo como un antiguo amigo con un talento inimitable. Las comparaciones son injustas, de todas formas, teniendo en cuenta sus personalidades contrapuestas.
Ambos exceden la medida de sus textos en el periódico, además. También existe el Del Pozo que se crió a orillas del Júcar; el que fue maestro de escuela; el que comenzó a leer gracias a Shakespeare y viajó a París, con veinte años, sin conocer una palabra de francés. Un chico guapo y seductor, pero nunca presumido. Quienes le conocen destacan su humildad y su generosidad. Por el libro deambulan sus años de mano rota por los casinos de la capital, en los que casi se pierde pero de los que logró sacar su Noche de tahúres. También su amor profundo por su esposa Natalia, y el largo paso de los días que que lo han ido recluyendo en su jardincito de Madrid, a la sombra de su granado, pensando en cosas como en lo de acuerdo que está con Voltaire cuando dijo aquello de que si en el mundo hay un reloj, tiene que haber también un relojero. "No soy anticatólico, ni antirreligioso, ni agnóstico ni ateo: yo no sé lo que soy. Pero sí sé que en este jardín hay un orden", le dijo en una charla a su amigo Úbeda. Así ha llegado a días como el de hoy, habiéndose dado cuenta de que, en realidad, nunca ha tenido "afán de inmortalidad". "Pero si algo queda, si en algo me puedo parecer yo, un maldito mono, a un dios, a un Creador, es porque sé escribir. Yo y cualquiera. ¡Qué fascinación! Escribir es lo más asombroso del mundo y el de escritor es el oficio superior". Lo principal de un escritor es que lo que escriba sea interesante. Y la vida de Raúl del Pozo, por más que él diga, lo es.