Lea un adelanto del libro 'No le des más whisky a la perrita': "La sierra de los más bellos vocablos"
Libertad Digital publica un adelanto del libro 'No le des más whisky a la perrita', la biografía novelada de Raúl del Pozo.
La Esfera de los Libros acaba de publicar el libro de los periodistas Jesús Fernández Úbeda, compañero de Libertad Digital, y Julio Valdeón No le des más whisky a la perrita sobre la "vida, obra y milagros" del peripatético periodista y escritor Raúl del Pozo (1936). A continuación ofrecemos a los lectores de Libertad Digital el capítulo íntegro en el que se cruzan los caminos de Del Pozo y del presidente de esta casa, Federico Jiménez Losantos, en los años 80, en Diario 16.
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La sierra de los
más bellos vocablos
J.F.Ú.
Raúl del Pozo se hizo pintor de voces gracias a una especie de revelación celestial. Siendo niño, mientras aprendía a desollar liebres y a desplumar palomos, se enamoró de la música arcaica y castellanísima del lenguaje de la Serranía de Cuenca, de la melodía de los vocablos que conformaban el léxico de su abuelo, como mesmo, vido o truje.
Una vez, Raúl se topó con Dámaso Alonso en Carretería, la calle mayor de Cuenca:
—¿Adónde vas?
—A buscar vocablos —respondió el poeta—, que en la Sie- rra de Cuenca están los más bellos de la lengua española.
Quien le ordenó cabo de las letras, con nocturnidad y secretismo, como si de una ceremonia de iniciación en alguna secta americana de esas en las que siempre hay un suicidio masivo se tratara, fue el espectro del Rey Sol de los escritores —con el permiso de Cervantes, claro—: William Shakespeare.
Los padres de Raúl no estaban en casa, éste se quedó solo y, lejos de anticipar aquellas películas que protagonizó Macaulay Culkin, se enfrentó a la potestad de las tinieblas escrutando la biblioteca doméstica. Un libro le llamó la atención por encima de todos los demás: Macbeth. Lo agarró, lo abrió, lo hojeó y, durante su lectura, vivió una epifanía. El Bardo de Avon fue el responsable de la detonación vocacional definitivamente literaria de Raúl. Desde entonces, como una alerta de vida, palpita en su memoria la siguiente frase: "Ni borrar de sus manos las huellas de sangre de su oculto crimen".
Sesenta y tantos años después de este Pentecostés laico, discreto, silencioso y trascendente, Raúl me contó este episodio en su jardín, mientras levitaba sobre una silla de hierro:
—La vida es una comedia divertida pero corta, y a mí me da igual la posteridad. No soy como esos poetas gilipollas que les llevan sus libros llenos de lamparones de churros a los concejales. A lo largo de todos estos años, me he dado cuenta de que no tengo afán de inmortalidad, pero si algo queda, si en algo me puedo parecer, yo, un maldito mono, a un dios, a un Creador, es porque sé escribir. Yo y cualquiera. ¡Qué fascinación! Escribir es lo más asombroso del mundo y el de escritor es el oficio superior.
El presidente de Libertad Digital, Federico Jiménez Losantos, amén de ser periodista, escritor y empresario, estudió psicoanálisis durante tres años con el argentino Óscar Masotta —reconocido mundialmente por introducir la enseñanza y la práctica de Lacan al castellano—, fue uno de los fundadores de la Biblioteca Freudiana de Barcelona, dirigió la revista Diwan y escribió decenas de artículos y pronunció un puñado de conferencias sobre esta materia.
—Es un genio —me dijo Raúl sobre él—. Continúa la tradición de Aristófanes, de Quevedo y de Valle-Inclán. ¿Quieres que le diga que te suba el sueldo?
—No, no hace falta —trabajo en Libertad Digital desde hace nueve años.
Jiménez Losantos conoció a Raúl en los ochenta, "en el ámbito de Diario 16, que es donde yo entro. El grupo de la generación anterior estaba compuesto por José Luis Gutiérrez, Pablo Sebastián y, por supuesto, Raúl, que tenía buena relación con Jaime Campmany. Luego veníamos los más jóvenes, que éramos Ussía y yo.También rondaba por ahí Antonio Burgos".
El director del magacín matinal de esRadio me explicó que, entonces, era frecuente que gente de diferentes medios tuviera una estrecha relación, no solo porque la migración mediática fuera frecuente, sino porque era intrínseca al "clima de la Transición": "Sobre todo, en Madrid. En Barcelona, la cosa era mucho más encorsetada, pero en Madrid era un caos divertidísimo. So- bre todo, en las noches: ibas al Cafetín de los Artistas, a Oliver, a Bocaccio, a cualquier sitio de mucho bureo... Y por allí estaba siempre Raúl, enredando y tal".
Jiménez Losantos insistió en que esa mezcla tan heterogénea de periodistas y escritores "no se ha vivido ni antes ni después": —En lugar de estar peleados o celosos, había un compadreo leal. Excepto con la gente de El País.
—Pero tú venías de El País.
—Yo y muchos. Y nos fuimos. Fíjate, Raúl nunca estuvo...
Digamos que en El País se habían quedado los malos. Después, en los noventa, Federico Jiménez Losantos y Raúl del Pozo estrecharon aún más su relación cuando fundaron con Pedro J. Ramírez o Luis María Ansón, entre otros, la Asociación de Escritores y Periodistas Independientes (AEPI), más conocida como el "Sindicato del Crimen". "Éramos un grupo dispar heterogéneo —me había dicho ya Raúl al respecto—. Nuestra conspiración fue a cielo abierto: la explicábamos en columnas, tertulias y libros. Atacábamos sin otra arma que la pluma al último y tambaleante gobierno de Felipe. Nos acusaron de conjurados, de cavernícolas, de goebbelianos, de carroñeros, de perdedores de aceite".
Federico rememoró que "siempre estábamos firmando papeles. Hicimos un acto en un teatro de Madrid en el que había 2.000 personas contra la dictadura felipista". "Los ochenta —añadió— fueron todavía años de resistencia. La parte, digamos, liberal de los periodistas no llegó a confluir con la parte izquierdista antifelipista hasta después del referéndum de la OTAN. Eso empieza a variar en el 86. A partir de entonces, empecé a tratar con Raúl de una manera regular y, ya te digo, con el "Sindicato del Crimen", todos los días".
Aprovechando que Federico, en primer lugar, es amigo de Raúl desde hace lustros, y, en segundo, que sus conocimientos sobre psicoanálisis son vastos como El Cossío y más sólidos que el hor- migón, le pedí que me ayudara a perfilar la personalidad de su compañero de periódico —ambos tienen una columna en El Mundo—. Sus aportaciones me sirvieron muchísimo para continuar escribiendo un libro sobre la vida de un tipo que, como ya he mencionado, no quería soltar prenda de sí mismo.
Comenzamos por sus orígenes. Yo sabía que Raúl nació en La Torre, una aldea perteneciente a Mariana (Cuenca), y en la que había siete u ocho vecinos, dos casas y una pequeña central eléctrica —de ahí el nombre del poblado— que, de un modo precario, empleaba a sus habitantes; por su parte, Federico vino al mundo en Orihuela del Tremedal, un pequeño municipio de la provincia de Teruel que, cuando escribo estas líneas, cuenta con una población de 493 habitantes. ¿Qué tienen en común La Torre y Orihuela del Tremedal? Que están en la sierra.
Me lo explicó Federico:
—Nosotros decimos que somos de la sierra. Nadie es de Teruel, de Cuenca o de Guadalajara. Desde el Señorío de Molina, pasando por Albarracín, hasta Tragacete, el pueblo de mi abuela, es decir, esa parte de la Serranía de Cuenca, los Montes Universales, que es donde está mi pueblo, todo eso es sierra.Y la gente de allí, aunque pertenece a Castilla y Aragón, se considera de la sierra.
Según el presentador de Es la mañana de Federico, las personas que conforman ese ecosistema son pastores y madereros, gente muy dura que siempre se ha relacionado entre sí. Nunca existió ningún tipo de regionalismo, pero sí era muy intensa la sensación de pertenencia al monte. Las familias de los diferentes pueblos estaban muy vinculadas unas con otras. Quien más quien menos, siempre tenía un tío o un primo en una aldea cercana:
—Cuando mi abuelo se quedó viudo, se fue a buscar mujer a Tragacete porque un amigo suyo de allí tenía cinco hijas. Se quedó viudo muy joven y encontró a mi abuela, que era la más chica de sus hermanas, y se casó con ella. Fue como en el Oeste: con dos mulas, con mantas, sábanas... Era la dote, el ajuar de la casada. Cruzaban el monte y se iban a otro pueblo.Y siempre sin salir de la sierra.
Federico señaló que Raúl ha aprovechado muy bien ese ambiente en sus novelas sobre los maquis. La sierra es una zona muy intrincada y, aunque parece luminosa y cómoda, esconde un pinar endiablado:
—Ahí se meten unos tíos en el monte y no los sacas de ninguna manera. Maquis hubo en mi pueblo. Y en Cuenca estuvieron los últimos maquis de España.
Federico me contó que los serranos con aspiraciones querían ser, sobre todo, maestros, médicos o boticarios. Eran los oficios o las profesiones más elitistas, las que garantizaban el "don". Recordó que, como su amigo, él tenía cabras:
—Al anochecer, tú salías de la escuela e ibas a coger a las cabras. Y yo cogía la cabra de mi abuela y me la llevaba a mi casa. Por el día, los animales se iban al monte y, cuando atardecía, venían las cabras al pueblo. En el rebaño, estaban las cabras de todos los vecinos, y los niños íbamos a coger la que era de cada uno. Mis hijos se ríen. Me dicen: "Cuéntanos cómo era la vida en el siglo XVIII".
La vida de la sierra era dura. La gente vivía a matacaballo: un día se estaba aquí, otro allá. Tanto Federico como Raúl se criaron en un territorio en el que a los hombres y a las mujeres no les daba miedo hacer la vereda —las suyas son zonas de trashumancia—, en el que "viajar" era un vocablo primo hermano de "supervivencia" y en el que, el que tenía la suerte de tener talento debía, además, "tener voluntad":
—Mi padre me decía una cosa que ya le decía a él mi abuelo. Los dos bajaban a Teruel y mi padre era mal comedor; yo, mucho peor. Y me decía: "Muchacho, come, que el que come, escapa".
Sobre la sierra, Federico hizo un último apunte que es clave para entender el amor de Raúl a las palabras:
—Allí se habla muy bien. El del monte es un español buenísimo, muy antiguo, el del XIV-XV. Hablas con un pastor que dejó de ir a la escuela a los once años y tiene un vocabulario extraordinario.
Federico destacó varias características en la personalidad de Raúl. La primera que subrayó fue la "inseguridad":
—Mira que tiene facilidad de prosa, que es un hombre guapo, con contactos, con éxito, pero no tiene seguridad en sí mismo. Eso, a veces, en el caso de la política, ha pasado por cobardía. El hijoputa de Carrillo siempre decía: "A Raúl, lo único que le preocupa es cómo obedecer al poder. Raúl siempre está con el poder". No: Raúl está con la aprobación, que es una cosa distinta. Hay poderes y poderes.Yo no sé cuál es su estructura familiar...
Con muchísimo pudor, por no decir, con algo de miedo, abrí una caja de Pandora delicadísima, pero, en mi opinión, muy importante para entender al personaje: mencioné que a la madre de Raúl "la mató el río". Comentó al respecto Federico:
—Ya está. Eso lo explica todo. La confianza que yo tengo en mí mismo se debe a que siempre he sabido que mi madre estaba detrás. No porque me elogiara: al contrario, era muy exigente, pero tenía la certeza absoluta de que mis padres estarían conmigo, de que mi madre siempre estaría detrás, y eso es lo que te da confianza. En esos pueblos, donde la vida te la tienes que ganar fuera, la familia es esencial. Y la madre es la que más seguridad da a un escritor. Necesitas que el padre, la autoridad, digamos, te sancione, pero también la fuerza que te da la madre.
Federico describió a Raúl como un hombre que combina acelerones fortísimos con periodos de encogimiento, con un "carácter explosivo y, al mismo tiempo, medroso", que también trasluce en su forma de escribir. Como ya hiciera Arturo Pérez- Reverte, Federico también se refirió a la prudencia rauliana frente a la exhibición vocinglera de Umbral:
—Raúl tiene esa parte de leyenda que es lo que le ha hecho respetado: es un tío que ha ligado lo que ha querido y que nunca, nunca ha presumido. A diferencia de Umbral, que ha hecho una novela de cada polvo, de un modo feo, contando cosas que no había que contar... Raúl es todo lo contrario.
Finalmente, Federico destacó un último rasgo de su amigo: la melancolía.
—Al final, cada uno vuelve a su naturaleza. Y la naturaleza de Raúl es quejumbrosa, melancólica. A pesar de su carácter explosivo, siempre le puede esa cosa nostálgica.
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