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Sánchez Dragó: "Si pudiera regresar al instante anterior a la publicación de 'Gárgoris y Habidis', no lo publicaría"

El escritor publica Galgo corredor, el segundo tomo de sus memorias, donde repasa los años 50: su etapa "guerrera" contra el régimen de Franco.

Fernando Sánchez Dragó (Madrid, 1936), en realidad, no necesita presentación. Muy a su pesar, según dice, es una persona demasiado conocida. Preferiría ser un monje o un eremita, alejado del mundanal ruido y dedicado en cuerpo y alma a su labor con las palabras, exclama de vez en cuando, aunque en eso es imposible saber cuánto hay de realidad y cuánto de hipérbole. El caso es que es indudable que es un personaje popular y, precisamente por eso, que pocos lo conocen verdaderamente. El titular que pueda encabezar esta conversación será interpretado a través de los prejuicios del lector. Por lo tanto, tampoco tiene demasiado sentido excederse mucho más. A aquel que le interese descubrir alguna cosa del autor de Gárgoris y Habidis, eso sí, tal vez le pueda ser útil echar un vistazo a lo que aquí se dice. Sin embargo, lo mejor seguirá siendo correr a alguna librería para hacerse con el primer tomo de sus memorias, Esos días azules, o, ya de paso, con el segundo, Galgo corredor (Planeta), que acaba de salir publicado y que ha permitido que esta charla haya tenido lugar. Manos a la obra.

Pregunta: "Llegó con tres heridas", escribió Miguel Hernández. ¿Así recordamos siempre nuestra vida?

Respuesta: Bueno, vamos a ver: el amor, la vida y la muerte son categorías muy genéricas. Precisamente por eso pueden servir para cualquier ser humano. Ese poema que tú citas, y que cantó además Serrat, yo lo he utilizado con bastante ahínco en varios de mis libros. En Las fuentes del Nilo, por ejemplo; o en el que le dediqué a mi padre, Muertes paralelas. Creo que, desde cierto punto de vista, efectivamente, eso es así. Lo que pasa es que en mi caso concreto esas tres vertientes encajaron en lo que era mi carácter, y en mi vocación, de manera llamativa. No creo que eso ya sirva para todo el mundo. Sirve para mí, desde luego; pero ten en cuenta que en el primer volumen de mis memorias no dudé en calificarme a mí mismo de niño raro. Tuve una vocación literaria verdaderamente extraordinaria, que manifesté a los tres años de vida; y desde entonces siempre quise imitar a los héroes o a los escritores que más me habían seducido. Yo quería ser Guillermo, el héroe de Richmal Crompton; o Tom Sawyer. Sinuhé el Egipcio también. Esos eran mis tres héroes favoritos. Luego, por otro lado, saliéndonos del terreno de los héroes y yéndonos al de los escritores, en aquel momento, mi maestro era Hemingway. Todo eso se mezcló en el ramaje de vida, muerte y amor y se convirtió en una necesidad, en una búsqueda de aventuras, en rebeldía, en viajes… En definitiva, se convirtió en todos los líos en los que me he ido metiendo a lo largo de mi existencia. Algunos de ellos están recogidos en este libro, por supuesto.

P: Dices que los libros que te interesan son siempre egografías. Pero unas memorias son algo diferente. El lector puede llegar a leerlas como si fuesen testamentos. ¿Se escriben con esa pretensión?

R: Tal y como yo lo veo la diferencia fundamental entre cualquier novela y cualquier libro de memorias es que en los segundos tienes que procurar que las personas que aparecen no se conviertan en personajes. En las novelas es al revés. Lo del testamento, sin embargo, es una cosa demasiado ambigua. Mucha gente me pregunta por ello, pero yo, la verdad, tampoco he tenido la impresión de estar redactando un testamento. Afortunadamente sigo vivo; y no he variado tampoco mi manera de afrontar mi existencia. Sigo oponiéndome a lo establecido, trabajando, escribiendo, viajando y metiéndome en líos con mujeres. En este volumen que acaba de salir aparece mi actual relación sentimental y sexual con una mujer que tiene 27 añitos, no lo escondamos. Quiero decir que no tengo la sensación de que mi vida haya terminado, sino más bien de que mi vida sigue. Lo que estoy haciendo al escribir estas memorias es ensanchar mi vida, en todo caso, vivirla más. Aunque sí que es cierto, te lo concedo, que otra de mis intenciones puede tener más que ver con esa noción de testamento que mencionas. Me explicaré mejor. Al ponerme a ello yo sentí el deber de convertirme, de alguna forma, en la voz de una generación. No por mérito propio, también te digo, sino simplemente porque todos los demás se han ido muriendo. A medida que iba escribiendo tenía la sensación de estar recorriendo un camposanto cuyos sepulcros eran los de mis amigos y adversarios. Los de todas esas personas que configuraron la Generación del 56 y a las que yo presto voz ahora. Se trata del único testimonio que queda, escrito en primera persona, de alguien que lo vivió y lo vio todo con sus propios ojos. Porque es verdad que sobre aquella época han hablado bastantes periodistas y académicos, pero ellos no la vivieron. La virtud que puede tener mi libro respecto a esa bibliografía es que lo que yo cuento es un testimonio directo, que va a misa. No se trata de un libro maniqueo en absoluto. No es hagiográfico para nadie, ni siquiera para mí mismo. Es un libro, simplemente, en el que, con la mayor honradez posible, como decía Montaigne, me he dedicado, no a juzgar, ni aleccionar, sino a contar. Se trata de un deber moral, más que literario.

P: Te lo preguntaba también porque en el libro te mojas en alguna ocasión y hablas de los escritores que enfocan su labor como una manera de trascendencia. ¿Hay vida más allá? Y aunque la hubiese, ¿por qué se escribe, realmente?

R: Bueno, con respecto a lo de si hay vida después de la muerte tengo que decirte que he investigado bastante al respecto. Existen muchas formas de ir muriendo en vida sin morir realmente. Las experiencias límites: el peligro, el ayuno, la soledad, la meditación, la ingesta de determinadas sustancias… Yo he practicado todo eso, con lo cual puedo decir que, en cierto modo, he atravesado esa línea. Ahora dirijo una serie de encuentros eleusinos, rescatados de la Grecia antigua, en los que el catecúmeno muere, de manera simbólica, como rito de iniciación. Muchos de los grandes héroes de la literatura descendieron a los infiernos y regresaron convertidos en hombres nuevos. Naturalmente, la única forma de saber lo que hay después de la muerte es morirte. No hay otra. Pero morir de verdad, no en estas muertes simbólicas a las que hago referencia. Nadie podrá saberlo hasta que se muera. Si tú ahora me amenazas y me exiges que me moje con respecto a si tiendo a creer que hay vida más allá, yo te responderé que sí. Tiendo a creer que hay vida después de la muerte, aunque no estoy completamente seguro. Con respecto a la segunda pregunta, ¡vaya preguntita, Luis! ¿Por qué se escribe? Me da la sensación de que ahora hay mucha gente que confunde ser escritor con llevar una vida literaria. Piensan que la vida del escritor es una vida glamurosa que les va a llevar a salir en la tele, a ganar mucho dinero, a recibir premios y a ligar con muchas chicas. Todo eso, por supuesto, es falso. Y esos no son escritores. El escritor de verdad, que nace siéndolo, no está buscando nada más que seguir vivo. Para mí escribir es como respirar. Siempre he escrito; siempre he querido escribir. Aún hoy, octogenario, dedico muchas horas de los 365 días del año al ejercicio de la literatura. Es lo que me mantiene vivo; lo que sé hacer. Un escritor escribe aunque sus libros no se publiquen. Yo no pretendo pasar a la posteridad. Eso me parece vanidad de vanidades. Porque aunque pasase, no me enteraría. Y si me enterase, me importaría un pito. No se escribe por eso.

P: ¿Por qué se publica, entonces? Creo que fue García Márquez el que dijo que él lo hacía para ser querido.

R: A mí eso me parece una gilipollez, dicho mal y pronto. Mira, yo siempre digo que mi objetivo no es publicar. Yo no publico libros, los publican los editores. Yo los escribo. Después se encargan de venderlos esos mismos editores, los distribuidores y los libreros, a los que estoy muy agradecido. Mentiría si no lo reconociese. Pero lo que pasa es que yo no se lo agradezco porque me plazca la publicación o la venta en sí misma, sino porque el dinerillo que eso me va produciendo me permite reinvertirlo inmediatamente en seguir escribiendo. Fíjate que mi primera novela, Eldorado, la escribí con 23 años para conquistar a una chica; y cuando al fin conseguí que cediera —y accediera— a mis amores, la dejé en un cajón. Permaneció allí veinte años, con algún que otro contacto esporádico con Carlos Barral o Luis de Caralt, pero no se publicó hasta que Rafael Borrás, de Planeta, la descubrió debido al éxito de Gárgoris y Habidis. Esa es mi actitud ante la literatura. Es más, te diría que publicar, más allá del halago que pueda suponer para mi vanidad, que algo de eso siempre hay, es completamente prescindible. Esto nadie me lo cree, pero lo digo en serio: si yo pudiera regresar al instante anterior a la publicación de Gárgoris y Habidis, lo haría. No lo publicaría. Todo lo que se desprendió de ese momento se ha terminado convirtiendo en la mayor catástrofe de mi existencia: me hizo un personaje popular. Es algo que me encocora y desespera. Yo ya no viajo, como antes hacía, para descubrir sitios, sino más bien para huir de aquellos en los que me conocen, es decir, de España. Porque aunque no lo parezca yo siempre he sido de natural huraño, solitario, un poco sociópata incluso. Quita, quita. Desde luego yo jamás he escrito para que me quieran. Escribo con un afán de perfección, eso sí. De eso trata el arte. Es lo que dijo Aldous Huxley: "Hay personas en el mundo que sienten una tentación irreprimible de jugar con las palabras. Esas personas son escritores". Y no son ni más listas, ni más cultas que cualquier otro lector, necesariamente. Simplemente somos así, de la misma forma que hay otra gente que nace con el sentido del ritmo muy desarrollado y se dedica a la música. Una vez le preguntaron a Hemingway que por qué había hecho 32 redacciones sucesivas de la última página de Adiós a las armas. Él se limitó a responder: "Encontrar las palabras adecuadas, eso fue todo". Y es que eso es todo. Un juego de perfección.

P: Galgo corredor es el título, quijotesco, de esta segunda parte de tus memorias. Los años guerreros es el subtítulo que completa su significado. Tú mismo señalas en el libro que, en España, los Cervantes, los san Juanes y los Quevedos han terminado siempre con sus huesos en la cárcel. ¿A qué se debe?

R: Sí, eso es verdad. Lo apuntó ya Ortega: "En España todas las cosas importantes, desde El Quijote hasta la II República —después se arrepintió de haberla añadido— han nacido en la cárcel". Es algo impresionante. Cómo Quevedo, cómo Lope, cómo Cervantes, ¡cómo fray Luis de León acabó en la cárcel! Cómo san Juan de la Cruz… En fin… Yo también, sin pretender compararme con ninguno de ellos, faltaría más, acabé en la cárcel en repetidas ocasiones. El lado positivo es que es una experiencia muy fructífera para un escritor. Allí acumulas vivencias que van a fecundar el territorio de tu literatura. Yo recuerdo perfectamente que, más allá de los momentos duros de cautiverio, que para mí nunca fueron para tanto, yo siempre estaba contento porque pensaba que todo eso, algún día, lo contaría en un libro, como de hecho he hecho y sigo haciendo. En ese sentido el título de estas memorias, efectivamente, es Galgo corredor porque creo que se adapta muy bien a lo que ha sido mi personalidad. En aquellos tiempos yo era una especie de galgo que iba corriendo detrás de una serie de liebres. Dicho esto, hay algo estremecedor en el título, porque me he dado cuenta de que muchos jóvenes lo celebran por su hermosura, pero no saben que se trata de la frase más célebre de la historia de la literatura en español. No han leído El Quijote. Desconocen su inicio. No son capaces de captar la referencia cervantina a la que tú has aludido. Es descorazonador.

P: Yo te lo preguntaba sobre todo porque, pese a haber acabado en la cárcel en repetidas ocasiones, no dudas en decir que el Madrid de entonces era mucho más libre que el de ahora.

R: Mucha gente se agarrará a esa frase, efectivamente. Pero en modo alguno es un elogio del franquismo. Tampoco es un vituperio. Sencillamente yo me encontré con una España, y concretamente con un barrio de Madrid, el de Maravillas, ahora rebautizado en el de Malasaña, en el que sigo viviendo todavía, que continuaba siendo el Madrid de Baroja. Seguía siendo el Madrid de Unamuno, aunque él pasase poco tiempo en Madrid. Seguía siendo el Madrid de Ortega y el de todas las generaciones que coincidieron a comienzos de siglo. El Madrid eterno; la España eterna. Era algo que no se había modificado ni con la Guerra Civil ni con el franquismo. Al escribir esa frase me refería a eso, nada más. Mucha gente la tomará por el lado que no es, por supuesto, y dirán: "Ya está Dragó, el reaccionario, el facha". Pues no. Simplemente me he limitado a contar que esa España seguía existiendo todavía; que el franquismo la respetó, porque realmente se metía muy poquito en la vida cotidiana de las gentes. Si te metías en política, claro, en contra de Franco, pues acababas en la cárcel. Era algo aceptado por ambas partes. Yo ya sabía que, si me metía en política para derribar el régimen, tenía cierta lógica que me intentasen detener. Sin embargo, para todo lo demás, es decir, para el 99,9% de los españoles que no se metían en política, la España de entonces seguía siendo un país libérrimo. Un país en el que podías hacer prácticamente de todo. El país que Hemingway, refiriéndose al de los años veinte, describió como el mejor lugar del mundo para vivir. Bueno, yo he visto cómo aquel mundo extraordinario ha ido desapareciendo poco a poco. Ahora, en aras de una supuesta democracia, ha llegado una sociedad de control. A diferencia de lo que dijo Franco en esa famosa frase, es en estos momentos y no entonces cuando todo está "atado y bien atado". Franco no ató a la sociedad española. La ató en ciertas cuestiones políticas y morales, pero poco más. El modus vivendi de los españoles seguía siendo el mismo que antes de la guerra. Y nadie me puede decir que no, porque yo lo viví, lo sentí, lo mamé y lo palpé.

P: ¿No te pesa un punto la idealización del pasado, de la juventud y de sus libertades, que todo lo podían entonces?

R: Puede ser, pero te reto a que me digas qué limitaciones, fuera del ámbito político, existían entonces peores que ahora. En aquel entonces ancha era Castilla. Hombre, sí que te compro que pueda existir un punto de idealización de la juventud. Divino tesoro, que tanto se dice. Pero es muy difícil acotarla, porque cuando yo hablo de todo aquello no sólo me refiero a la España de mi juventud. Esa España continuó mucho más tiempo: en los sesenta, en los setenta, en los ochenta… Ya a partir de los noventa, y sobre todo a partir de la aparición de internet, la araña, como yo la llamo, surgieron las herramientas que permitieron a los políticos, con la vocación totalitaria que anida en el alma de todos ellos, ir controlando cada vez de forma más efectiva a la población. La corrección política es el instrumento más monstruoso de censura que ha existido nunca. Sería absurdo compararla con la censura franquista. La censura de Franco era política. Eso sí, toda la que quisieras. Pero en cambio, a la hora de escribir, o de ir al cine, o de leer, prácticamente no existía. Era ligerísima. Todos los libros del mundo circulaban abiertamente en todas las librerías de Madrid. Algunos se vendían bajo cuerda, es cierto. Pero cualquier persona que quisiera leer a Sartre o a Marx podía hacerlo. Sólo tenía que pedírselo al librero. A vosotros los jóvenes os han contado cosas, sobre todo a raíz de la intervención del Partido Socialista, de Zapatero, de la memoria histórica, y no digamos ya de los podemitas en los últimos años, que sencillamente no existieron. La prueba soy yo. Leíamos todo, veíamos toda clase de películas. Hombre, algunas no se estrenaban, pero era raro. Era todo bastante más anecdótico de como lo pintan. En este libro yo cuento cómo tuve que pasar la censura cuando fundé mi revista, Aldebarán. Y relato perfectamente cómo llegué allí, a la oficina que estaba en un sotanillo de la calle O’Donnell, y de un vistazo me dieron el visto bueno no sólo para el primer número, sino para todos los demás también. Así de fácil era. Es cierto que casi todo eran poemas, pero ese es otro ejemplo claro. En la poesía cualquiera podía decir cualquier cosa. Por aquí circulaban Neruda, Celaya, Blas de Otero… en fin, todos los poetas social y políticamente comprometidos. No les pasaba nada. Ten en cuenta que incluso estando en la cárcel se nos mantuvo la posibilidad de continuar con nuestros estudios y hasta de examinarnos. Nunca hubo más represalias que las meramente penales. Eso es así.

P: Tengo entendido que tras el Contubernio de Múnich sí que existieron represalias más feroces contra gente que hasta entonces había estado amparada más o menos por el régimen.

R: Sí, pero eso ya pasó después. Yo solía comer mucho en la casa de Dionisio Ridruejo, por ejemplo. A él durante años le avisaban antes de las redadas y entonces subía sus muebles a la casa de los Aznar, los padres del que luego fue presidente del Gobierno, que eran sus vecinos. Así funcionaban las cosas. No había mucho más. Es cierto que tras lo de Múnich sí que hubo unas represalias que, de todas formas, tampoco fueron demasiado excesivas. Creo que a Montero Díaz, a Aranguren, y a alguno más les quitaron sus cátedras. Pero yo eso ya no lo cuento porque no lo viví. Me pilló en el exilio. De todas formas, incluso la historia rocambolesca de cómo regresé a España muestra mucho de cómo funcionaban las cosas en el régimen. Tuve que suplicar en la aduana que me detuvieran para que en diez días fuese efectivo mi indulto; y aún así me permitieron pasarme antes a saludar a mis seres queridos y presentarme en comisaría al día siguiente.

P: Hablando de eso, en el libro muestras una imagen del comisario Conesa que no es la que se tiene de él hoy en día.

R: Pues como todo el mundo, claro. Conesa seguramente era ese malo malísimo que todos conocemos, pero conmigo no lo fue. Todos los seres humanos tenemos una parte angelical y otra demoníaca. Él se dedicó a torturar a disidentes políticos, pero a mí no sólo no me torturó, sino que encima me trató con la caballerosidad que relato en el libro. En el fondo es algo muy dostoievskiano. Es la misma razón por la que Dostoievski se interesó por la figura de Raskolnikov. Yo a Conesa no puedo juzgarle. Al fin y al cabo no llegué a ver esa faceta malévola por la que se le conoce hoy en día. No niego nada de lo que se sabe de él, pero simplemente no puedo contarlo. Yo cuento lo mío, lo que viví.

P: También escribes, "a modo de blasfemia", que ni fuiste a la cárcel "para cobrar dividendos" ni consideraste el exilio "como subir al Gólgota". ¿Te refieres con eso a todos los demás exiliados que hablan de manera distinta de esa etapa de sus vidas?

R: Pero tampoco con saña. En el fondo les entiendo. Son vanidades humanas. Ellos se colocan la corona del martirio y se apuntan a la lista del martirologio. Yo, cuando hablo con todos aquellos con los que compartí cautiverio —con los cuales he mantenido siempre la amistad, más allá de nuestras diferencias ideológicas—, y cuando les cuento que a mí ir a la cárcel me divertía y que lo único que me suponía una pena verdadera era que no había contacto con el sexo opuesto, tuercen un poco el morro, como si les estuviese quitando el heroísmo que normalmente se atribuye a aquellas acciones. Bueno, es que yo allí descubrí que los apresados éramos escritores y artistas idealistas, jóvenes y audaces, que lo que pretendíamos en el fondo era vivir aventuras. También servir a la causa de la libertad y la democracia, por supuesto. Todas estas grandes palabras. Pero la verdad es que muchos de los que también querían servir a esas causas, en el fondo, consideraban sus penas como jalones en una especie de oposiciones a cátedra. Iban a ser ministros; y efectivamente muchos de ellos llegaron a ocupar puestos importantes en la vida política que llegó después. Pero lo que es indudable es que muchas de las cosas que hicimos, las pudimos hacer gracias a la generosidad de la propia Falange, del sindicato, de Laín Entralgo y de toda una serie de persona que, desde dentro, nos abrieron las puertas y nos dieron subvenciones y despachos para que pudiésemos corretear y hacer lo que hicimos. Sin esa colaboración no hubiera sido posible hacer nada.

P: Por cambiar de tercio. En otro momento del libro te consideras un apátrida. ¿Por qué regresar y vivir en España entonces?

R: Bueno, en primer lugar una cosa sería el concepto de España, que yo adoraba, como puse de manifiesto cuando escribí aquel libraco de cuatro volúmenes titulado Gárgoris y Habidis. Una historia mágica de España. Pero tengo que decir que yo en aquel momento sí que había idealizado España, desde el exilio. Claro, el exilio es como una especie de enfermedad que consiste en la añoranza. Lo que ha pasado luego es que he ido viendo lo que ha sucedido. El país que tenemos en estos momentos es tremendo. Es para llevarse las manos a la cabeza y salir corriendo. Yo con esta España, desde luego, no me identifico. Aunque hay muchas cosas con las que sí. Es que escribir es generalizar. Cuando yo digo que los españoles son unos sinvergüenzas, evidentemente, no quiero decir que los casi cincuenta millones de españoles lo sean. Quiero decir que hay muchos sinvergüenzas aquí. Después hay otros factores que sí que me representan. Los usos y costumbres, el estilo de vida, la comida, los vinos, los toros, las amistades, la familia, mis hijos y, sobre todo, la lengua. Siempre se ha dicho que la verdadera patria de un escritor es la lengua. Yo escribo en español. Para mí el contacto cotidiano con la lengua española, a pesar de las salvajadas que se están cometiendo con ella —y por eso me agrada tanto escuchar a Federico Jiménez Losantos por las mañanas—, es fundamental. Yo en los años del exilio tuve que realizar un esfuerzo heroico para mantener viva la lengua materna, porque claro, había perdido el contacto con el idioma hablado; con el idioma del autobús, de la taberna, del tranvía, de las calles… Todo eso está aquí, y yo no puedo desvincularme. A mí me da un poco de rabia cuando me dicen: ¿por qué hablas mal de España, si tú eres más español que nadie? Bueno, pues es verdad. Me doy cuenta de que por mi forma de ser, por mi exuberancia, por mi tendencia a la vehemencia, a la exageración, a la hipérbole, soy más español que nadie. Pero en el fondo lo que soy ante todo es un individuo. Aquí, a la entrada de Castilfrío, tengo un azulejo que dice: Ubi bene, ibi patria. Y es verdad: donde tú estés bien, allí está tu patria. Mi patria son mis zapatos. ¿Que es en España? Pues venga. ¿Que es en Japón? Pues venga también. Lo que pasa es que, claro, lo que suceda en España me duele más que lo que suceda en cualquier otro lado. Porque no nos engañemos, es el mundo entero el que se está deteriorando. Y a mí, sinceramente, lo que pueda deteriorarse Japón, que también lo está haciendo, me duele menos.

P: También te consideras apolítico y te arrepientes de haberle dedicado tanto tiempo de tu vida a esas cuestiones. ¿Por qué has decidido entonces volver a posicionarte política y públicamente a favor de un partido concreto?

R: Bueno, en realidad no he vuelto a la política, entre otras cosas porque nunca he estado en ella. A mí la política me ha aburrido como a una ostra toda mi vida. Yo me metía en guerras, en todo caso. Mi carácter es épico. Y mi literatura, evidentemente, es épica también. A mí en su momento me interesó luchar contra Franco por llevar la contraria. Siempre digo que si la Guerra Civil la hubieran ganado los republicanos y yo me hubiera encontrado en la universidad con un discurso de valores políticos y morales dominantes de izquierdas me hubiera hecho falangista. En estos momentos, por tanto, me he limitado a hacer exactamente lo mismo. Y por las mismas razones, en definitiva, por las que lo hice en los años cincuenta. Juego a la contra. Y Santiago Abascal también juega a la contra. Él dice cosas con las que yo puedo estar muy de acuerdo, pero también otras con las que estoy muy en desacuerdo. El patriotismo o el cristianismo, por ejemplo. Yo no soy cristiano ni soy patriota. Pero yo no me he acercado a Santiago Abascal por eso, sino porque me gusta la actitud heroica y brava que emana de su discurso. Es un western, por lo menos hasta el momento en el que sea asimilado definitivamente por la política. Pero hasta entonces lo que estaba llevando a cabo Santi era una cabalgada de John Wayne en una película de oeste. A mí todo eso me atraía sobre todo desde un punto de vista literario. Pero es que la última razón de todo lo que hago hay que buscarla en la literatura. Yo no me he implicado con Vox, ni pertenezco al partido. Yo no tengo etiquetas ni equipo de fútbol. No me identifico con nada ni con nadie más que conmigo mismo. Umbral, con el cual me las traje tiesas en un determinado momento, aunque luego nos hicimos amigos, acuñó, con ánimo de hostilidad hacia mí, una frase que, sin embargo, me gustó mucho. Dijo que yo era disidente de todo, cosa que es cierta, y militante de mí mismo, cosa que también. Y debería serlo todo el mundo, creo yo. Mal asunto quien no comience por apreciarse a sí mismo. En ese sentido mi libro de conversaciones con Santiago Abascal no es un libro de afiliación, aunque es evidente que si escarbas un poco en mí te darás cuenta de que muchas de las cosas que dice me parecen muy sensatas. Por supuesto me parece que no es ultraderecha, algo que en España no existe, más que alguna cosilla muy residual. Abascal es una persona que dice cosas de sentido común, con honradez y con bravura. Esos son mis motivos de cercanía a su figura. Pero vamos, que yo a la política no he vuelto. Si de mí dependiese la prohibiría. Es un problema, Luis, antes que una solución. Los políticos necesitan justificar su existencia y por eso se inventan problemas. Si no existieran, los problemas, ya te digo, serían mucho menores. Por resumirlo más escuetamente, mi actitud política es la del Cándido de Voltaire, que después de pasar una vida imbuido por las enseñanzas de su maestro, el progre Pangloss, que viene de Leibniz —"vivimos en el mejor de los mundos posibles"—, llega a la conclusión de que no sólo este mundo no es el mejor de los posibles, sino que además no tiene arreglo. La condición humana no lo tiene, siempre seremos depredadores. Al final del libro, Cándido se retira a un huerto y se limita a vivir el día a día, trabajando y cultivando sus tierras. Pues yo también cultivo mi huerto. Eso no es política, es sentido común. Y creo que el mundo iría muy bien si todos nos dedicáramos a cultivar nuestro propio huerto sin meternos en los huertos de los demás. Esa es mi actitud.

P: Bueno, en el libro Cándido sí que llega a El Dorado, no te olvides, ese mundo idílico en el que las piedras son diamantes, las casas están hechas de oro y las gentes conviven en paz, armonía y liberadas de esas convenciones que en Europa eran tan asfixiantes.

R: El Dorado es el huerto, Luis, no hay más. Mi El Dorado está aquí, en Castilfrío. El Dorado está en mis zapatos. No es una casualidad tampoco que yo llamara así a mi primera novela. Todos soñamos con un mundo ideal, pero es un mundo al que jamás tendremos acceso. Mucho menos a través de la política. Los políticos nos lo prometerán, eso sí, pero jamás nos lo entregarán. En el fondo eso no es otra cosa que la nostalgia del paraíso perdido. La realidad se parece más a la caja de Pandora.

P: Hablando de política, en el libro repites varias veces lo sorprendente que te resulta que no te dieses cuenta antes de las similitudes evidentes entre falangistas y comunistas. Rescatas aquello de que el comunismo es una rama atea del cristianismo.

R: Y mira que es de cajón. Cualquier observador de la historia llega a la misma conclusión. Los totalitarismo, ya sean de signo fascista o comunista, son en esencia lo mismo. Las cosas que dicen, en realidad, se parecen bastante. Pero sobre todo son idénticos en las estrategias que utilizan para aplicar sus ideas. El asambleísmo, en definitiva. Soviet significa asamblea. El nazismo y el fascismo surgieron a base de asambleas. El movimiento podemita en España es un movimiento claramente facha; y surgió de asambleas. Todo se trata de una falacia simplista que pretende sustituir a la verdadera democracia, traída de Atenas y pensada como un mecanismo de poderes y contrapoderes que se limitan unos a otros. Recuerdo que me contaba Ernesto Giménez Caballero cómo solía encontrarse a las mismas personas en los mítines de José Antonio y de la Pasionaria. Intelectuales importantísimos en la historia de nuestro país, en aquel momento, titubeaban entre irse con unos o irse con otros. Es lo mismo que pasó en la universidad cuando yo llegué: se produjo una extraña afinidad entre comunistas y falangistas. Es más, muchos comunistas de entonces no terminamos siendo falangistas, evidentemente, que habría sido un poco ucrónico, pero sí que abrazamos posturas de derechas, o conservadoras, o como quieras llamarlas. De igual modo, muchos de los gerifaltes del SEU terminaron en el Partido Comunista. Si tú lees a Mussolini, verás las similitudes con el discurso socialista. El partido nazi es el partido Nacionalsocialista de Alemania. Los extremos se tocan, efectivamente, porque realmente no son tan diferentes. Lo que dices que rescato de que el comunismo es una rama atea del cristianismo es completamente cierto. Ahora precisamente estoy leyendo un libro de Tom Holland que se titula Dominio. Es la historia de cómo el cristianismo se convirtió en la revolución más duradera de la historia y redujo a cenizas al poderoso Imperio Romano. La manera cómo el cristianismo hizo eso se parece extraordinariamente a lo que intentan los podemitas. San Pablo era un podemita nato. Que el comunismo es una secta del cristianismo no es una invención mía. El cristianismo es la única religión que ha conseguido imponer la idea de igualitarismo. De ahí surge luego el comunismo. Y huelga decir que la idea de igualitarismo a mí me parece demencial. Es algo que no existe, que no tiene nada que ver con la realidad. Eso sí, el hecho de que seamos todos diferentes no significa que no podamos entablar relaciones amistosas. Pero de ahí a medirnos a todos por la tabla rasera del igualitarismo hay un trecho.

P: Ahí abriríamos otro debate acerca de la practicidad de las convenciones. Los derechos humanos, que nos igualan ante la ley, tanto natural como humana, nacen de la necesidad de regular nuestra convivencia.

R: Los famosos derechos humanos son una de las grandes falacias de la historia universal. No existen. Nadie tiene derecho a nada por nacer. Los derechos tienen que ser fruto del mérito. Tienen que ser fruto de una trayectoria. Tienen que codificarse. Entonces hay seres humanos que, a lo largo de su vida, gracias a su ejemplaridad, a su honradez, a su ética y a su estética, se hacen acreedores de determinados derechos que la sociedad les confiere. Pero eso de que por nacer ya tenemos una serie de derechos es antropocentrismo. Eso viene de la Biblia. Nos creemos dueños de la tierra, pero no somos dueños de la tierra. Somos un animal más que vive en este planeta junto a otros. De ahí viene el origen de los derechos humanos. Ni más ni menos que de la ideología del mundo occidental, inspirada por el cristianismo.

P: ¿Qué explicación le encuentras al hecho de que se active con tanta facilidad la alarma antifascista pero cueste tanto que la gente se sienta igual de amenazada por el comunismo?

R: Pues eso pasa porque tenemos décadas a nuestras espaldas en las que ha tenido lugar una tremenda campaña de agitación y propaganda. La izquierda, en general, ha sido maestra en ese sentido. Se adueñó de todas las editoriales; engañó a muchísimos de los intelectuales más importantes del siglo XX, que fueron reculando poco a poco; etcétera, etcétera. Todo eso es una lluvia fina que ha ido permeando en la sociedad. En el fondo tiene que ver con el resultado de la Guerra Mundial, en la que perdieron los fascistas y ganaron los comunistas. Porque los comunistas no la ganaron sólo en el territorio soviético, eh. En gran medida la ganaron también en territorio occidental, en sus ámbitos culturales. De hecho, siguen manejando a su antojo esa parcela de la realidad que la derecha, por su parte, siempre ha descuidado. Todo se explica de una manera muy sencilla: la derecha, por lo general, nunca ha sido intervencionista. Ha sido más culta e ilustrada y ha permitido que la cultura respirase mejor. La izquierda al revés: siempre que puede sofoca y controla la cultura. La instrumentaliza y la utiliza demagógicamente para dirigirse a la ignorancia supina de unos jóvenes, sobre todo, que han oído campanas pero que no tienen ni idea de absolutamente nada. Hoy en día los veinteañeros se piensan que los comunistas no eran tan malos como los nazis, cuando eran exactamente iguales, por no decir peores. En España eso se notó con Felipe González, pero sobre todo con Zapatero. La herencia de Zapatero es tremenda, con toda esa memoria histórica, que consiste en realidad en la falsificación sistemática de la historia de España. A partir de ahí, si tú tienes ignorantes y desinformados, puedes hacer con ellos lo que quieras. Es una cosa delirante. Que a una persona como yo, o como Federico Jiménez Losantos, nos llamen fascistas, es demencial. En primer lugar porque nuestra historia personal no lo avala. Al contrario, de hecho. Y en segundo porque es evidente que tampoco tenemos nada que ver con eso. Yo, que soy una persona que estoy a favor de la libertad, del no intervencionismo, de la legalización de las drogas y que incluso estoy en contra del desarrollo económico, eso que se llama progreso y que no es otra cosa que la adoración del becerro de oro, ¿cómo se me puede calificar no ya de fascista, sino simplemente de derechas? La verdad única es que yo no soy ni de derechas ni de izquierdas. Yo estoy frente a la derecha y frente a la izquierda.

P: Hablemos del amor. ¿Realmente te crees eso que dices del "martirimonio"? Tú mismo reconoces que acabas de iniciar tu octava relación conyugal.

R: Eso es una metáfora. No es conyugal. Dejémoslo en noviazgo. Pero bueno, es verdad. Es una de mis contradicciones. Son fruto de mi carácter. Mis constantes relaciones conyugales con mujeres. Con papeles de por medio tres veces, y sin ellos varias más. Bueno, a lo largo de mi experiencia con las mujeres he ido constatando algo que creo que todo el mundo comparte conmigo. Una cosa es la pasión, que dura lo que dura y que nunca supera los tres años, en el mejor de los casos; y otra cosa es la rutina, la costumbre, el tedio inevitable. Un factor importante en las relaciones, que las cambian de raíz, son los hijos. Cuando llega un hijo la relación emocional y sexual entre un hombre y una mujer se termina, por lo general, casi siempre. No digo que ocurra en todos los casos, pero sí que ocurre con bastante frecuencia. Mi experiencia concreta habla por sí misma: yo tengo cuatro hijos y mi relación con las cuatro madres se acabó casi automáticamente en el momento de la concepción. Sin culpables por ningún lado. Lo que pasa es que cuando nace un hijo se acaban las coplas. Una relación romántica no puede soportar el nacimiento de ningún hijo, y los matrimonios, sin embargo, suelen ir acompañados de vástagos. Yo lo lamento, verdaderamente. A mí no me ha gustado separarme de las mujeres. Por lo general siempre he mantenido relaciones dichosas. Pero otra cosa que me ha sucedido siempre es que al final nos hemos visto abocados a romper la relación. Además es algo que he visto en todos mis amigos, o en casi todos. A lo mejor resulta que alguno no piensa así. Pues bueno, cada cual puede tener una opinión distinta a este respecto. La mía es la que es. ¡Si además yo quería ser monje! Lo digo en serio: monje, giróvago y pecador. Esto da mucha risa decirlo. Pero es verdad. Mi condición de escritor me lo pedía. Quería dedicar todo mi tiempo a la literatura y no perderlo tanto en cortejar a las damas, en vivir con ellas y en la paternidad. Luego la vida es como es. Yo he sido y sigo siendo muy padre. Lo que pasa es que nunca he querido tener hijos ni pareja. Sin embargo la historia se ha repetido siempre igual: conocía a una chica; ella me gustaba y yo le gustaba a ella; se entablaba entre nosotros una relación romántica, de caricias, de besos, de sexo, de vida compartida; y un buen día aparecía misteriosamente en el vaso de mi lavabo otro cepillo de dientes que no era el mío. Ya está: instalación. Pero como yo siempre he sido muy taoísta, muy de fluir y de aceptar la vida como la vida viene, jamás me opuse. Yo lo aceptaba y lo dejaba pasar, pero al final la cosa acababa convirtiéndose en un martirimonio al cabo de cierto tiempo inevitablemente.

P: Por ir acabando. No habiendo podido ser zoólogo, esa espina que siempre dices que tienes clavada, ¿qué tal te ves de antropólogo?

R: Hombre, es cierto que mi labor de periodista, de escritor y de docente me ha llevado a entrar en contacto con toda clase de seres humanos. De todas las lenguas, razas, culturas y sexos. Evidentemente mi reflexión sobre mi pasado abarca también la conducta de todos ellos. Lo que pasa es que me gustan más los animales que los seres humanos. El animal humano es un depredador que ha destruido en definitiva todo lo que yo podría amar. El mal no existe más que en los seres humanos. En el mundo animal, o en el vegetal, o en el mineral, no existe la maldad. Existen los instintos, pero no el mal moral. En ese sentido yo me siento mucho más cómodo con los animales no humanos que con los humanos, aunque haya por supuesto animales humanos a los que aprecio extraordinariamente.

P: ¿Conseguiste, al fin, convertirte en Sinuhé?

R: Lo conseguí, sí, la verdad es que lo he conseguido. He recorrido el mundo entero; he indagado en todas las culturas, en la historia universal; he conocido a Nefernefernefer y a Minea y a todos los prototipos femeninos con los que tuvo contacto Sinuhé... En definitiva, he seguido el camino que mi madre ya me decía de pequeño. Ella siempre me decía que yo era como Sinuhé, e incluso me pronosticaba que yo terminaría igual: sentado a la orilla de un río solitario, apartado de todo, decepcionado por todo y viendo pasar el flujo de las aguas. Bueno, pues sí. Me identifico bastante con todo eso y creo que define bastante bien lo que ha sido mi vida. Sinuhé el Egipcio es una novela que me ha acompañado siempre. La tengo ahora, aquí, cerquita de mí, encima de un atril, porque forma parte de mis sagradas escrituras. La releo constantemente. Me parece uno de los libros más extraordinarios que jamás se hayan escrito y creo que, sin llegar a tanto, he rayado un poco a su altura. Sí.

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