Octava jornada de caprichos vírico-literarios. Octamerón en esta pandemia. Para comenzar, espiguemos a dos de los grandes autores españoles de los últimos siglos, Benito Pérez Galdós y Pío Baroja. En ambos hemos encontrado una buena cantidad de otros "virus" que pueden servirnos de distracción en este confinamiento de más de un mes, y lo que queda.
Galdós, en su Cánovas, nos habla de un "negro y pestilente virus", pero no se refiere a una enfermedad física. Aunque no aclara mucho a qué miasma se refiere, de la conversación de Vicentito Halconero con don Tito, el protagonista de la quinta serie de los Episodios Nacionales, parece deducirse que el agente infeccioso tendría que ver con la Iglesia. Tras pedirle irónicamente a Halconero que le procurase el cargo de Inspector de Monjas, considera que a Vicentito le ha infectado un virus que le hacía no ver el peligro de una etapa seudo liberal con sobredosis de clerecía.
Ya había hablado don Benito en Carlos VI en La Rápita, de un novísimo virus, el de la economía política, que incluso había llegado a afectar a una hermosa dama. "Ya no es Lucila la gallarda representación del sentimiento heroico y popular; ya la maléfica influencia de un pretendiente empalagoso ha trastornado aquel espíritu, ha demolido lo más bello que en él había para levantar un vulgarísimo edificio... ¿de qué dirás?" Y se lo dice: "¿No sabes que ha venido de fuera una moda horrible, una tromba, un huracán, una cosa pedestre y asoladora que se llama Economía Política?... Pues este virus, como diría mi señor suegro, ha dañado el alma candorosa y esencialmente hispana de aquella ideal mujer".
¿Y qué decir del virus de la interinidad? Pues que con el nombre de "interinidad" se conoció al período de 1868-71 de la revolución "Gloriosa" que dejó a España sin rey. Era una infección aquella que dejaba todo gobierno en inciertas manos, que extendía las conspiraciones tanto las liberales radicales como las monárquicas montpensierinas. Galdós señalaba a su titular "Antonio Igualdad" (de Orleans, duque de Montpensier), como el instigador del alargamiento de la Interinidad. Y lo explica:
España padece este grave mal, y es forzoso curarla, desinterinizarla: el desinterinizador que la desinterinice no puede ser otro que ese franchute avariento y ruin, a quien yo llamo Antonio Igualdad, amamantado como su padre y su abuelo a los pechos de la Revolución francesa...
El cura Merino, el que atentó contra Isabel II, era visto por los conservadores como el fruto eclesiástico perfecto del virus de la demagogia introducida en España. "He aquí el fruto de tanto folleto, de tanto virus demagógico; he aquí lo que nos traen esos malditos periódicos, donde meten la pluma pelafustanes cuya ciencia no es más que unas miajas de francés... Así está España medio loca ya, y así nos llega cada día una calamidad, primero enciclopedistas, luego la gaita esa de que la propiedad es un robo; y, por fin, estos monstruos... el Apocalipsis...". Lo escribe Galdós en La revolución de julio.
Del mismo virus de la demagogia escribe Galdós en Narváez, pero ahora lo acerca mucho al socialismo y también a los pudientes. "¿Qué sería de la Sociedad si cada cual no permaneciera en los puestos adquiridos? El disputar los puestos es lo que da alas al funesto Socialismo, y lo que fomenta la Demagogia, ese virus, Pepe, ese maldito virus que hace estragos en todo el mundo". Pensar así conducía a otro virus, el de la desesperación.
Dejemos a don Benito, en su Montes de Oca, donde apunta a otro virus, el del lujo, que envenenaba a muchas mujeres con muselina de la India, tafetán de Italia, cachemiras, crespones y "popelines" de doble reflejo. Todo procedía de "la famosa casa de Madame Petibon, depósito de todas las monerías parisienses de última novedad". Menos letal que otros virus era, desde luego.
Y de don Benito a don Pío. Más ideológico, sus virus son sobremanera intencionados. En El gran torbellino del mundo, la infección que produce malos sentimientos, rencor y envidia nos la contagian los demás. "Cuando ando mucho con la gente y voy a cafés o a tertulias, me siento agrio y mordaz, y, en cambio, cuando estoy solo, no me pasa esto. Yo me figuro que soy indiferente, tibio, con algo bueno y algo malo, y la gente me inocula sus malos virus, una especie de hidrofobia. Así es que, con el comercio humano, salgo perdiendo espiritualmente…".
Otros de los virus barojianos es de la rebelión, sobre todo latente en las filas carlistas. Su protagonista es el conspirador Aviraneta, situado en la primera guerra carlista. Una de sus tareas era inocular el virus de la rebelión entre carlistas y marotistas en Navarra. Puede encontrarse su referencia en el capítulo 'La Roncalesa' de su Aviraneta o la vida de un conspirador.
Incluso puede hablarse de un virus del confesionario en Baroja. Estaba relacionado con el psicoanálisis, que elogiaba, según don Pío en El cura de Monleón, la confesión porque equivalía a la katharsis griega, "que en sentido espiritual quiere decir purificación, alivio del alma por la satisfacción de una necesidad moral". Claro que esta catarsis tal vez fuera beneficiosa para los penitentes "pero seguramente no lo era para los confesores, a quienes se inoculaban toda clase de virus y de fermentos morbosos".
Otros virus venenosos son los que conducen a la desgracia y a la melancolía. Por eso, algunos de los personajes femeninos de sus novelas (Las tragedias grotescas), aunque lloraban por su abandono, por la juventud perdida, por el menosprecio o el desdén que sufrían, no se permitían que su dolor se mezclara "con amarguras ni con rabias; era un dolor sereno como el agua de una fuente clara no enturbiada por los virus venenosos que arrastran la desgracia y la melancolía".
Baroja señala con claridad el virus semítico de un cristianismo que, según Averroes y recoge don Pío, "se comen a su Dios". Lo escribió de este modo: "No cabe duda que las razas del Mediodía de Europa son las más vivaces, las más enérgicas, las más duras del mundo. De ellas han salido todos los grandes conquistadores. El cristianismo, al tener que dominarlas, les inoculó su virus semítico, pero este virus no solo no las debilitó, sino que las hizo más fuertes". Lo cuenta en Juventud, egolatría.
En La dama errante, Baroja afronta el virus estético que para algunos tiene el terrorismo, aunque da pares y nones. "La bomba como venganza, me parece absurda, y como medio de protesta, también. Si con una bomba se pudiera suprimir el planeta, entonces sería cosa de pensarlo. Pero matar unas cuantas personas, es horrible, porque todo puede ser lícito, menos llevar la muerte en medio de la vida. La vida es la razón suprema de nuestra existencia". Pero incluye un personaje al que "un dinamitero me parece un artista, un escultor bárbaro y cruel que modela en carne humana". ¿Broma?
El virus del liberalismo no podía faltar en tierra de carlistas. En La ruta del aventurero, sexto libro de sus Memorias de un hombre de acción. Eso de los militares "inficionados con el virus del liberalismo" no podía gustar a un clero que "era, naturalmente, aristocrático y absolutista" en un marco en que "el obispo movía todos los resortes de la mecánica pamplonesa".
Baroja describe el carlismo como una infección que dejaba en el alma un virus reaccionario y gramatical en un tal Pedro Martínez López, "libelista grafómano y sinvergüenza de nacimiento". Editó un diario político bajo la cabecera Sancho Gobernador, "en apariencia liberal exaltado y en realidad pancista". Entonces, ¿era carlista o liberal? "Nadie lo sabía. Para cobrar de unos y de otros, era pancista", que trataba de escribir por encargo hasta libelos difamatorios. Apuntado queda en Los confidentes audaces.
Y para dejar a don Pío, en El mayorazgo de Labraz, se refiere a otro virus. "Menos corrosivo, o tal vez, no, era el virus de lo romántico que encontró husmeando en un cajón su personaje Micaela. Estaba oculto en las novelas Matilde de Rokeby y La Dama del Lago, de sir Walter Scott, Graziella, de Lamartine, y otros". Aunque era una mujer fría y tranquila "toda aquella balumba de amores lánguidos, de tiernas quejas, hizo impresión en su alma…dejando así un hueco para cualquier locura".
Unamuno describió con pasión un virus que inoculan los tribunos del pueblo en las arengas: "¡Vedle, ya sube el tribuno del pueblo, el que con su inflamado verbo va a redimir a los que sufren hambre y sed de justicia! ¡Habla del hambre que aprieta, y empuja; y ciega; de los derechos, de la necesidad y del corazón ; de la dignidad humana, de Cristo, de Marat, del gabán de pieles con que el rico insulta a la honrada blusa del obrero, del albañil que se cae del andamio, de la abandonada hija del pueblo que, cual providencial mosca de oro, lleva de un degenerado aristócrata a otro el virus ponzoñoso...". Pero en su tiempo había otro Pablo Iglesias.
Pero la mentira sigue infectando como un virus. Matthew D´Ancona, en su libro La posverdad, palabro de moda, expone que se creía que la revolución digital iba a expulsar el virus de la mentira en un sistema global de autocorrección. Pero resulta que ese virus es "alarmantemente resistente a los tratamientos". Es más, "a veces da la impresión de que internet se rige por una versión epistemológica de la Ley de Gresham, a saber, que la moneda mala expulsa a la buena". Pues vaya gozo en un pozo.
Eugenio D´Ors, en su Unidad de Europa y los congresos científicos, hizo una defensa curiosa del griego y el latín, "que no son lenguas muertas, sino que actúan en el torrente sanguíneo de la lengua a veces dando un salto atrás desde el castellano vigente por encima de esta lengua madre a la lengua abuela, a la lengua ancestral como a veces hacen los virus de enfermedades archivadas que de pronto reviven".
Roald Dahl, el narrador campeón de lo inesperado, en El visitante, explica cómo el whisky puede combatir los virus. "La cara de aquel hombre había estado a menos de un metro de la mía y su aliento fétido llenaba el interior del Lagonda. ¿Quién sabía cuántos billones de virus poblarían ahora el aire del interior? En ocasiones semejantes, es buena cosa esterilizar la boca y la garganta con una gota de whisky escocés. El whisky también es un solaz. Apuré el vaso y volví a llenarlo. Pronto comencé a sentirme menos alarmado". Un remedio.
Ray Dalio, uno de los más famosos inversores especulativos, en sus Principios, establece una relación entre los virus y el ajedrez. "Como ejemplo de cómo la naturaleza mejora sin pensar, observa la lucha de la humanidad (y todo su razonamiento) contra los virus (que ni siquiera tienen cerebro). Estos últimos son como expertos contrincantes de ajedrez. Su rápida evolución (combinando distinto material genético en diferentes cepas) obliga a las mentes más brillantes de la comunidad médica global a idear constantes movimientos para contenerlos".
Terminamos. No me podía creer que Felipe de Edimburgo hubiera escrito lo que sigue en el prólogo que le hizo al libro People As Animals, de Fleur Cowles, publicado en 1986: "En caso de reencarnar, me gustaría volver como un virus mortífero, a fin de ayudar en algo a aliviar la sobrepoblación". He tratado de encontrarlo sin resultado alguno, al menos en España. Pero he leído que esa misma frase, o parecida, la dijo el aristócrata de la casa Windsor en declaraciones al Deutsche Press Agentur. Fue en 1988 y la frase recogida fue: "En caso de que me pudiera reencarnar, me gustaría hacerlo como un virus mortal, para ayudar a resolver el problema del hacinamiento". Este príncipe ha sido siempre mentor de organizaciones proanimalistas y ecologistas.
Otro inglés, en este caso, el afamado filósofo Bertrand Russell, llegó casi tan lejos como el de Edimburgo. En su libro El impacto de la ciencia en la sociedad llegó a considerar que una pandemia, puso el ejemplo de la Peste Negra, sería un buen método para contener el crecimiento de la población (I).
¿Qué puede ya extrañarnos de algunas minorías iluminadas?
(I) El texto exacto en inglés es el que sigue: "I do not pretend that birth control is the only way in which population can be kept from increasing. There are others, which, one must suppose, opponents of birth control would prefer. War, as I remarked a moment ago, has hitherto been disappointing in this respect, but perhaps bacteriological war may prove more effective. If a Black Death could be spread throughout the world once in every generation survivors could procreate freely without making the world too full. There would be nothing in this to offend the consciences of the devout or to restrain the ambitions of nationalists. The state of affairs might be somewhat unpleasant, but what of that?