Que hay mucho de farsa, lo sabemos. Calderón le llamó teatro del mundo. Pero en el Silogismo de la amargura de Cioran se dice que hay que inocular el "virus de la farsa" a los pueblos que no tienen el gusto de la frivolidad, que se toman casi todas las cosas a pecho. Se refería probablemente a los pueblos del Norte, a esos que "se obstinan en lo trivial, toman en serio lo accesorio y hacen una tragedia de lo nimio... Para corregir sus méritos, para remediar su profundidad, es necesario convertirles al Sur", esto es, infectarlos con el farsavirus.
El capitalismo, ¿es un virus? Pues eso han creído algunos pensadores de la economía. Estábamos en la economía del trueque, no muy desahogados y con una pobreza de caballo cuando en la Europa del siglo XVII se irguió de un modo muy extendido la economía monetaria en la que el pago con dinero sustituyó al intercambio físico de productos reales. Se consagró el dinero, los créditos, los giros, las letras de cambio. Esa fue la consecuencia del virus capitalista, relata Carlo María Cipolla en su historia económica de Europa glosando a Tawney, el detector de la sociedad adquisitiva. Pues debe haber virus beneficiosos para la humanidad. Este, el capitalismo, parece uno.
El Padre Luis Coloma, de Jerez, en sus Lecturas recreativas (Pilatillo, III), detecta también los virus revolucionarios, ya entonces, en los estudiantes. "Los estudiantes de hoy no tienen otro rasgo común, que los que pueden infundirles la igualdad de procedencia, de educación o de clase: hogaño como antaño formando también pandillas; pero pandillas aisladas, independientes entre sí, que reciben su unión de alguna de aquellas tres cualidades, y no del tradicional espíritu de compañerismo. A veces el virus revolucionario de la época une a estos elementos heterogéneos entre las turbas de un motín, o las firmas de una protesta; pero aun entonces aparecen divididos y aún más alejados que nunca por las opiniones políticas, germen el más fecundo en aferradas antipatías y odios encarnizados". Algo de eso hemos vivido.
La ristra de estos otros virus parece interminable. Fíjense el que cita sir Arthur Conan Doyle en Mis Libros. Ensayos sobre escritura y literatura. Se trata de un virus peligroso que deforma la visión y que deriva del sentimiento religioso. Ese agente infeccioso del espíritu convierte a una persona en sectaria intolerante que sólo ve admisible "su propia interpretación de los grandes enigmas". Y precisa que quien discrepaba (de alguien así) "sobre los detalles de la liturgia o la interpretación de los pasajes místicos era alguien malo hasta la médula…".
En sus cosas sobre Madrid, contó Mesonero Romanos una anécdota del actor José Valero para denunciar el virus fanático e ignorante que clasismo y religión habían infiltrado en España. Cuenta que en el absolutista 1813 se creó en Madrid una sociedad de "sangre azul" donde la entrada era exclusiva. En uno de sus bailes, se presentó el actor Valero, casi un niño, que fue expulsado por cómico. Aunque protestó, tardó en ser reconocido. Pasó tiempo hasta que Isabel II le condecoró y lo nombró director del Teatro del Palacio Real.
Julio Cortázar se refiere a algunos virus en su correspondencia. Algunos reales y otros no tanto. Real era el que afectaba a su amigo, el poeta Paul Blackburn, y lo retrata de este modo: "Virus astuto alojado en poeta norteamericano desafía esfuerzos médicos". Y se ríe más: "En mitad visita médica colibacilo arrepentido aparece oreja izquierda y confiesa llorando I am the guilty... Poeta decide escribir elegía al colibacilo arrepentido".
Pero hay más. En 1975 confiesa a Esther Tusquets que él mismo estaba invadido por un virus misterioso atrapado en tierra de infieles, tal vez en un bazar turco. Luego, eso sí, en sus Papeles inesperados, meditaba sobre las erratas, que no eran palabras como las otras, sino una especie de virus de la lengua, "la CIA del idioma, la transnacional de la semántica" que influía en los tipógrafos. Eran una especie de caballo de Troya, una especie de rata de la lengua, eso es, er-rata.
Peor creemos que era la sobaquina, un palabro que aparece en el Tesoro de la Lengua Castellana de Alonso de Covarrubias. Esta voz se refería "al mal olor que algunos suelen echar por los sobacos y que, por recordar al 'cabruno' se mencionó en latín como hircus virus alarum". Fue muy atribuido a los frailes, aunque se ha escrito que se curaba con una planta cuyas raíces negras se aplicaban en forma de emplasto. En fin.
Más curioso todavía fue el efecto del virus democrático en la literatura. No crean que escribir fue bien visto siempre como ocupación y tarea. Hasta el siglo XVIII, la autoría de un libro o aceptar su paternidad equivalía a degradarse socialmente. Esto es, escribir podía ser un capricho, pero no una profesión. Pero algunos, como La Rochefoucauld, Madame de Sable y otros desafiaron la norma aristocrática. Eso cuenta Benedetta Craveri en La cultura de la conversación.
El propio Luis Alberto de Cuenca, en su Poética y Poesía, alude a la poesía como a un virus. "Al casarse mi hermana, mis padres convirtieron su alcoba en un cuarto de estudio para mí. Yo ya había contraído el virus de la poesía, porque tenía dieciséis años cumplidos y cuatro o cinco estanterías atiborradas con los libros que aparecían en letra grande en los manuales. Por mi ventana abierta ya soplaba la brisa alegre, inútil, fresca de la literatura, y amenazaba con seguir soplando hasta el final de mis días…", haciéndole "más fácil, más ligera y más dulce la tarea de la existencia". Lo comparto todo, incluso el virus.
Es, claro, un virus personal, bien distinto al que afecta a toda una nación. En su estudio sobre la decadencia de España desde Felipe III a la muerte de Carlos II, Antonio Cánovas del Castillo se refiere al "deletéreo virus de las pasiones políticas, interiores y rivales, que derrocan y han derrocado siempre la unidad moral en que descansa el poder de los más grandes imperios…". Por cierto, que se refiere a un caballero español llamado Gabriel Rosa a quien ni la Real Academia de la Historia tiene presente en su Diccionario biográfico.
Sabido es aquello de Pilatos y su famosa sentencia: "¿Qué es la verdad?" Pues la pregunta sigue sin responderse. Ni siquiera la actual teoría del conocimiento ha llegado a un acuerdo. Donald Davidson en un libro sobre el tema (Estructura y contenido de la verdad) dice que "el relativismo acerca de la verdad es quizás siempre un síntoma de infección por el virus epistemológico", algo que se opone a las creencias intuitivas, y populares, que consideran que la verdad existe "completamente independiente de nuestras creencias". No, no lo vamos a resolver aquí.
La gran Silvina Ocampo cuenta que había un doctor Morgan, Albino Morgan, que llevaba consigo toda clase de virus y que sus pacientes terminaban enamorándose de sus enfermedades. Inquietante. Lloraban por él y rejuvenecía las almas de los enfermos. Era obedecido sin rechistar incluso por los más rebeldes. Pero era indudable que, donde él entraba, con él anidaban enfermedades.
Luego se descubrió lo de los virus que cultivaba en la intimidad de su propia casa. Algunos de los virus que bautizaba llevaban nombres un poco raros como "colmenares nocturnos". Pero no todos aquellos virus generaban enfermedades horribles. Por ejemplo, el derivado de unas begonias del doctor convirtió a un paciente en un hombre encantador que incluso llegó a enamorar a una mujer. El relato es propiamente fantástico y se llama ‘El médico encantador’. Razón, en Cuentos completos.
Arthur Koestler, en sus Memorias, alude a un un ruso llamado Georges Lhakovsky que sostenía que "cada célula del cuerpo era un resonador eléctrico; los cromosomas nucleares funcionaban como circuitos de vibración, rodeados por un débil campo electromagnético de frecuencia específica. Cualquier perturbación de los cromosomas o del medio ambiente alteraba esta frecuencia natural de la célula y se manifestaba bajo la forma de una enfermedad. La 'frecuencia de resonancia' del circuito podía alterarse a causa de factores internos como un desequilibrio mineral o la presencia de virus y bacterias".
Por ello, inventó "un cinturón que consistía en una espiral abierta de cobre aislado y que se usaba alrededor de la cintura", un moderno amuleto que se vendió en París y Budapest como rosquillas. Perplejos nos deja.
De lo español como virus, ya hemos tratado en algunos caprichos anteriores. Insistimos. ¿Cómo no iba a tener tratamiento en el separatista señor Prat de la Riba? Lo hizo así: "Este elemento enemigo de Cataluña que desnaturaliza su carácter es el Estado español". Según él, había un virus que afectaba a Francia y a España, "naciones atacadas desde dentro por el virus de la descomposición" y que, en el caso de España, había cultivado en Cataluña "una atmósfera contraria a su manera de ser", una manera de ser que nada tenía que ver con España, claro. Qué gente.
Menos mal que por ahí andaba don Julián Marías para poner a cada virus en su sitio. En La España inteligible, nuestro filósofo se refiere a la enfermedad de las dos Españas, desde la Guerra de la Independencia (afrancesados y españoles independentistas), como si fuera un virus que siempre está latente. Lo de su conversión en separatismo-unidad de España fue una derivación posterior.
Fue José Antonio Primo de Rivera quien subrayó el carácter desleal del virus separatista. Explicó ya en febrero de 1936 con una claridad muy actual: "El Estatuto de Cataluña, que si se dio honradamente tuvo que darse sobre el supuesto de que en Cataluña ya no quedaban restos del virus separatista. Cuando una región está ganada por entero para la conciencia de la unidad de destino de la Patria, no importa que técnicamente sus organismos de administración se monten de una manera o de otra; pero cuando en una región perdura el sentimiento de insolidaridad con la unidad de destino de la Patria, entonces no se le puede entregar un Estatuto". Y seguimos en ello. En la España invertebrada.
Precisamente Antonio Fernández Benayas, en su Agonía de la España invertebrada, escarba en el agujero moral de la demagogia. Y dice: "La tiranía de la Demagogia es, probablemente, el más sutil de los virus que amenazan la supervivencia de una Democracia: palabras, palabras, infinitas palabras, solamente palabras... que flotan por encima de la Realidad y amañan un 'totum revolutum' sin otro objetivo que el de engañar para convencer".
Y pone algunas máximas enfermas que se supuran desde lo hondo de esta infección: "Te mereces todo aunque no hagas nada", "Los otros son malos, luego tú eres bueno", y otros muchos "torrentes de medias verdades en que se sumergen las secretas intenciones de acaparamiento, de corrupción, de crasa inoperancia o de abuso de poder".
Vayamos acabando nuestro hexamerón. A lado del virus demagógico, el de la carne (mundo, demonio, carne) parece hoy una tontería. Pero no lo era hace bastante. En La verdad de Cádiz, Francisco Rodríguez Blanco, nada menos que en 1876, se refería a la "maldita carne" porque "si en el mundo físico hay enfermedades, llagas, úlceras, miasmas pestilenciales y virus ponzoñosos, los hay asimismo en el mundo moral, y sus trascendencias, son, si cabe, aún más funestas". Pues no, no era tan grave.
Más intenso y terrible quiere Richard Dawking que nos parezca el "virus cerebral de la fe" porque "la selección natural construye los cerebros de los niños con una tendencia a creer cualquier cosa que sus padres o los ancianos de la tribu les cuenten. Y es esta misma cualidad la que automáticamente los vuelve vulnerables a ser infectados por virus mentales. Por razones de supervivencia, los cerebros infantiles necesitan confiar en los padres y confiar en los mayores en los que sus padres les dicen que pueden confiar".
Y concluye: "La fe, al ser una creencia que no está basada en evidencias, es el principal vicio de cualquier religión. ¿Y quién, fijándose en Irlanda del Norte o en Oriente Medio, puede asegurar que el virus cerebral de la fe no es sumamente peligroso? Una de las historias que se les cuenta a los jóvenes suicidas musulmanes es que el martirio es la forma más rápida de acceder al cielo —y no solo al cielo, sino a una parte especial de este, en la que recibirán esa recompensa especial consistente en setenta y dos novias vírgenes". Textualmente está escrito en La ciencia en el alma.
Pero olvida que esa misma fe ha hecho posible otras cosas, desde que un cura católico pidiera sustituir en el paredón a un preso que iba ser fusilado por la Gestapo a que Tomás Moro escogiese ser decapitado por no aceptar los caprichos de un sátrapa. O Cáritas. Esto no acaba aquí.