Coronavirus: el último reto del liberalismo
Con La historia olvidada del liberalismo, Helena Rosenblatt revisa los cimientos de la doctrina liberal para devolverle su significado clásico.
Desde hace algunos años resulta muy difícil no acordarse de aquello que escribió Larra de que el hombre es inferior al resto de animales por saber hablar y escuchar: "El tigre necesita devorar al gamo, pero seguramente que el gamo no espera a oír sus razones. Todo es positivo y racional en el animal privado de la razón". Su vida es infinitamente más sencilla: el gamo no cuestiona la brutalidad asesina del tigre y el tigre no se plantea cambiar de dieta. "La hembra no engaña al macho, y viceversa; porque como no hablan, se entienden". Y al final, todos aceptan la realidad evidente de su naturaleza, por más cruel que esta pueda parecer. En el fondo ese podría ser un gran argumento para atacar las corrientes más extremas del neoliberalismo y del anarcocapitalismo, con su mantra incontrovertible de la mano invisible. Al fin y al cabo, si se piensa bien, resulta igual de evidente que los hombres no somos tigres ni gamos; y también que, porque hablamos, tenemos que luchar por entendernos.
Larra se lamentaba con humor porque existe una profunda ironía en el hecho de que aquello que nos permite ser libres sea también lo que pueda condenarnos a la esclavitud. Nuestra capacidad de comunicarnos entraña el riesgo de la incomprensión. Las palabras objetivan y legitiman; recrean la realidad, tergiversándola y justificándola inevitablemente; elaboran tratados; señalan derechos; firman sentencias de muerte… Pocas cosas hay más poderosas que ellas. Pero al final, si los hombres somos capaces de llegar a considerarnos "inferiores" al resto de animales es porque no podemos aceptar las leyes que gobiernan la vida y nos vemos obligados constantemente a redactar las nuestras propias. Queremos salvarnos, pero para hacerlo debemos convivir con la posibilidad de condenarnos. Se trata de una carga que ningún gamo tendrá que soportar jamás.
Aunque es un riesgo razonable si el premio prometido es la libertad. Todo depende de nosotros mismos. Ahora ha cobrado cierta relevancia la idea de que el liberalismo está agotado. A las sucesivas crisis económicas y al auge paulatino de los populismos, que amenazan directamente a las democracias liberales occidentales, se le ha sumado una pandemia que ha hecho necesaria una intervención poderosa del Estado. Hemos recordado de golpe que no vivimos solos, que dependemos de los demás, y que eso es precisamente lo que permite que no nos devoremos los unos a los otros. De pronto, el valor de la comunidad ha dejado en evidencia las vergüenzas del individualismo exacerbado. No han tardado en salir los profetas prediciendo el fin del liberalismo.
Lo que pasa es que ese muerto al que pretenden enterrar nunca fue el liberalismo. Se trata más bien una caricatura deformada, como explica Helena Rosenblatt en La historia olvidada del liberalismo (Editorial Crítica), que llegará a España próximamente. Desde los tiempos de la antigua Roma, "ser liberal significaba ‘dar y recibir’ de un modo que contribuyera al bien común". Y a partir de entonces, el propio concepto de libertad llevó implícitas una serie de obligaciones morales que jamás se desligaron de lo que pregonaban los liberales clásicos de la Edad Moderna.
Su doctrina política más reciente cristalizó en el siglo XVIII. El libro analiza los grandes acontecimientos que provocaron la caída del Antiguo Régimen y repasa concienzudamente todos los debates que se produjeron dentro de un movimiento, el liberal, enorme y heterogéneo. El principio básico compartido por aquellos a los que hoy consideramos liberales podría definirse como una repulsa a cualquier tipo de despotismo, ya sea estamental o de clase; y la defensa de un concepto de libertad que abogaba por el altruismo y la convivencia cívica, elemento fundamental para el buen funcionamiento de cualquier comunidad.
Muchos destacados pensadores liberales se dieron cuenta rápidamente de la fragilidad de esos principios y de lo fácilmente que una sociedad puede acabar legitimando a un déspota. Autores como Benjamin Constant o Alexis de Tocqueville escribieron preocupados por la debilidad del sistema democrático, amenazado constantemente por el posible auge de discursos populistas que aupasen al poder a nuevos césares, como ocurrió con Napoleón III en su momento y, sobre todo en el siglo XX, con la consolidación de las utopías comunista y nacionalista. Desde muy temprano, los liberales pelearon contra los movimientos reaccionarios que querían reimplantar el absolutismo y contra el dogmatismo religioso, pero también contra el naciente socialismo que se sustentaba en el odio de clase y que reclamaba la dictadura del proletariado. Su defensa de ideales tan genéricos como la libertad aglutinó a muchas personas que compartían los mismos principios pero que discrepaban profundamente en la manera de garantizarlos. En ese sentido, el liberalismo nunca fue un bloque homogéneo. Un ejemplo: en términos generales, la gran mayoría de sus defensores fueron conscientes de los riesgos del capitalismo ilimitado, que facilitaba la consolidación de un nuevo tipo de aristocracia basada en los ingresos. Aunque celebraban las ventajas del libre mercado, también consideraron necesaria siempre la intervención del Estado, al que veían como el principal baluarte para los miembros más indefensos de la sociedad.
Desde entonces la doctrina liberal ha ido evolucionando, condicionada por los acontecimientos históricos que han marcado el devenir de la humanidad en los últimos siglos. Gracias a ella se consolidaron las democracias liberales que han garantizado la mayor época de paz y prosperidad que ha experimentado la humanidad. En la actualidad, sin embargo, tiende a ser entendida desde una visión puramente economicista, que prioriza la iniciativa privada y que sublima el individualismo más materialista. Por eso, precisamente, cuando situaciones extremas como la pandemia de coronavirus evidencian la importancia de la solidaridad y ponen de manifiesto la enorme red de dependencias que configura cualquier sociedad humana, la idea imperante del liberalismo hoy en día parece resquebrajarse. Pero nada más lejos de la realidad. Con su libro, Helena Rosenblatt propone un regreso a los orígenes para reencontrar aquellos cimientos necesarios a la hora de combatir la amenaza iliberal. Las circunstancias han ido variando, pero el reto al que se enfrenta el liberalismo sigue siendo el mismo.
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