Caprichos vírico-literarios para olvidar un ratito el coronavirus, III
Narra García Márquez que Melquíades "era un fugitivo de cuantas plagas y catástrofes habían flagelado al género humano". Es un ejemplo a seguir.
Si hay alguien que ha escrito mucho, científica y literariamente, sobre los virus ha sido el prolífico e incansable divulgador y autor de ciencia ficción, Isaac Asimov. En algunas facultades de Filosofía su libro Introducción a la ciencia, un sólido volumen general sobre la situación científica en el mundo , ya se proponía como fuente de información complementaria en 1980. En el capítulo dedicado a la biología, los virus, naturalmente, están más que presentes.
Asimov escribió otras muchas otras obras en las que se preocupó de los virus. Toda su galería de libros de ciencia ficción, desde La Fundación a la Enciclopedia Galáctica pasando por Los robots del amanecer, está llena de referencias víricas. Lo que no se conoce demasiado es que, en sus Memorias, cuando describe su trashumancia, por fidelidad, de una editorial a otra, dice: "Los directores cambian de una editorial a otra. Algunas veces me llevan con ellos, como si fuera un virus".
Por cierto que, cuando se refiere a la fiebre amarilla en su tocho sobre el estado de la ciencia, destaca la presencia de los héroes en la lucha contra los virus, el de la fiebre amarilla concretamente. En 1899, al estallar en Cuba una epidemia, hubo algunos médicos norteamericanos que "se dejaron picar deliberadamente por mosquitos que con anterioridad habían picado a un hombre enfermo de fiebre amarilla. Contrajeron la enfermedad, muriendo uno de aquellos valerosos investigadores, Jesse William Lazear". Gracias a su sacrificio, se identificó al culpable como el mosquito Aedes aegypti y quedó controlada la epidemia en Cuba.
Max Aub, en una de sus entregas de El laberinto mágico, se refiere al viejo dilema del huevo o la gallina, pero multiplica el misterio añadiendo otro aspecto: el de la presencia del espíritu en la materia. Y escribe que la materia engendra el espíritu, la inteligencia, lo que diferencia al hombre de la piedra y se persiste de ese modo en el materialismo. Pero añade: "¿Y si la materia llevara en sí, en embrión, como un virus, el espíritu? —No puede ser, porque si fuera así creerías en Dios". Como él mismo dice, convierte un dilema en dos.
En su tratamiento sobre Auschwitz, León Poliakov, describe cómo "en las universidades alemanas, se distinguían las 'matemáticas germánicas', únicas verdaderas, de las matemáticas judías" y que los jefes de las Iglesias, la católica incluso, estaban obligados a temporizar con el "virus del racismo" si querían ser considerados ciudadanos alemanes. Aporta que el cardenal Faulhaber, la cabeza jerárquica de la iglesia católica alemana entonces, no objetaba nada a "un cultivo de la raza".
Paul Auster, en La música del azar, se refiere a un insólito virus que podríamos llamar el virus kilométrico o, tal vez, el virus de la fuga automovilística. Era una extraña infección que llevaba al bombero Nashe a meterse en el coche y recorrer kilómetros sin descanso y día tras día hasta dos semanas completas de Oregón a Texas, de Arizona a Utah y a Boston. ¿Crisis nerviosa? Nada de eso. "Un extraño virus que se había apoderado de su organismo". Y le gustaba, oigan.
El propio Trotsky, antes de la matanza masiva de Kronstadt de 1921, consideró que la organización comunista local había sido infectada por el virus de la oposición libertaria y sus lemas "Vivan los sóviets libres y no al autoritarismo". Cuenta Paul Avrich que la rebelión, según el número dos de Lenin por entonces, atrajo a sus filas a un número no pequeño de bolcheviques, un 30 por ciento, que simpatizaban con el programa rebelde. Tras el ajusticiamiento de miles de ellos, se halló otro virus, el de la desilusión hacia los bolcheviques.
Ese mismo virus, o parecido, bajo la denominación de "virus del desengaño", es el que Manuel Azaña encontraba inoculado en las grandes figuras de la generación del 98. En la introducción a los Diarios Completos del discutido ex presidente de la II República durante la Guerra Civil, Santos Juliá expone que le preocupaba el Estado mucho más que la educación y la Universidad (Giner, Unamuno, Ortega). Es más, acusó a la generación del 98, y a algunas personas de la siguiente, de egolatría, exhibicionismo e infección del "virus pernicioso del desengaño". Vio la paja en el ojo ajeno, pero no la viga en el propio.
Azorín, del que ya hemos contado su anticuerpo juvenil contra el virus taurino, lo preparó alguna vez contra el virus más general del "flamenquismo" que consideraba íntimamente relacionado con el particular. "Por millones se cuentan en España los señoritos que caminan con los hombros subidos, los brazos arqueados y los puños cerrados, mientras marchan con paso de polichinelas, que, según creemos, se denomina con el nombre de jacarandoso", escribió en su Crítica de los años cercanos.
Sin embargo, descartó completamente que el comportamiento de los personajes románticos del Duque de Rivas estuviese infectado por virus orgánico alguno o "levadura corruptora de la sangre o de los nervios". Si los héroes y heroínas del naturalismo (Zola, incluso Ibsen) llegan al crimen con "determinismo inexorable", el don Álvaro de Rivas "va al crimen por pura casualidad" o, mejor dicho, "va al crimen porque no puede menos de ir a él" porque está conducido por una fuerza exterior. ¿El sino? Esto hace que el espectador sienta ante la tragedia cierto regocijo o eutrapelia (I).
El autor italiano Alesandro Baricco, que saltó a la popularidad por su cuidadosa novela Seda, describe un inquietante panorama informático, en el que, como es sabido, los virus son legión. De hecho, habla de los videojuegos como virus que infectaban a todos los dispositivos electrónicos elevando el juego "a esquema fundacional de toda una civilización". Está escrito en The game.
Y antes de que me olvide, si ya señalamos el "virus españolista" segregado por el confuso cerebro de Sabino Arana, digamos ahora que Javier Barraycoa, en Historias ocultadas del nacionalismo catalán, relata que, a finales de 1905, cuando el gobierno liberal de Montero Ríos decidió centralizar las oposiciones para médicos, maestros, contables y secretarios del Ayuntamiento, la Lliga regionalista catalana comenzó a hablar del "virus castellanista" que extendía —no estaba Miguel Iceta—, a la izquierda española. Qué tiempos.
Hablando de este virus castellanista, digamos que Roland Barthes, en su Mitologías, se refiere a la Guía Azul y muy específicamente a España. La Guía Azul era un tipo de guía turística promovida a finales del siglo XIX que insistía más que nada en lo pintoresco. Consideraba una "monstruosidad" que la humanidad del país desapareciese "en provecho exclusivo de sus Monumentos", existiendo sólo como decorado de lo realmente importante: los monumentos.
Llegó más lejos y declaró que en esa clase de guías no hay hombres reales sino "tipos". Y añade: "En España, por ejemplo, el vasco es un marino aventurero, el levantino un jardinero alegre, el catalán un hábil comerciante y el cántabro un montañés sentimental. Volvemos a encontrar aquí el virus de la esencia que está en el fondo de toda mitología burguesa del hombre que enmascara la realidad de las condiciones, las clases y los oficios". No le habría hecho gracia a Zubiri lo del "virus de la esencia".
Pero hay muchos más virus en la literatura filosófica. Por ejemplo, Jean Baudrillard habla del virus de la disuasión, infección procedente del probable exterminio a causa de las armas atómicas, y del virus de la comunicación, que afecta de patología viral al propio lenguaje. "Está claro que padece tradicionalmente retórica, resaca, logorrea, tautología, de la misma manera que un cuerpo puede padecer ataques mecánicos u orgánicos". Los agentes son los lenguajes virtuales simplificados que actúan como virus patógenos contra los que la razón lingüística ya no puede nada. Eso escribe en El crimen perfecto.
Algo más divertido es el virus principal de Jaime Bayly, el virus futbolístico. Cuenta el polifacético peruano en El canalla sentimental que a uno de sus personajes lo llamó un
magnate musical de Miami y le pidió que fuera a su oficina para hacerle una propuesta importante. Pero, claro, ¿cómo combatir ese "virus incurable que es el fútbol?" Así que pone como condición para el encuentro que fuese después de las cinco de la tarde para no perderse ningún partido del mundial de fútbol, el de Buenos Aires de 1978.
Si el fabiano Edward Bellamy habló del virus de la esclavitud moral y hay que quien consideró a la libertad como virus europeo, Alain de Benoist, uno de los máximos exponentes de la nueva derecha francesa, llegó a describir el "virus de la interioridad", un virus inoculado históricamente por el cristianismo, al que combate tanto como a la democracia representativa, el liberalismo y el igualitarismo.
En La cuestión del paganismo, el pensador francés recoge dos características propias del cristianismo: la religión como relación personal con Dios a través de un sujeto individual, que es consecuencia de ese virus de la interioridad, y la necesidad de salvación consecuente con la idea de trascendencia. Para él, en el paganismo no puede haber un Dios en la interioridad individual ni hay perspectivas de salvación. Pero ahí no hay virus, claro.
Incluso hay un "virus de la crítica", algo insoportable para Nicolás Berdiaev. En su razonamiento, el sueño del Renacimiento se ha derrumbado. Querer adquirir un conocimiento ilimitado llevó a descubrir los límites del conocimiento o "la incapacidad de la ciencia para desvelar los misterios del ser. La ciencia se banaliza y es destruida por la reflexión crítica. La filosofía queda definitivamente paralizada por el virus de la crítica, del constante dudar…" Y ello conduce de nuevo a la religión, a la mística. Lo dice en El sentido de la historia.
Y para terminar este tercer capricho vírico-literario y camino de nuestro particular "tetramerón" a causa del coronavirus, dos apuntes. Uno, al virus andalucista "fácil, frívolo y hasta ramplón" como calificaba Rafael Alberti a la infección que asolaba a la Sevilla donde se dio origen a la generación del 27 por intervención de Ignacio Sánchez Mejías. Hay quien menciona a Blas Infante como elemento clave del contagio. Y a los Álvarez Quintero.
Ese patógeno amenazaba con invadirlo todo y por eso la glorificación de Góngora era bien oportuna ante "la indiferencia frívola y jaranera de la capital andaluza". Y añade en La arboleda perdida, "Hasta Federico, inédito aún su Romancero gitano, hace un alto en su andalucismo y lanza la «Oda a Salvador Dalí», que, si no mucho tiene que ver con Góngora, menos lo tiene con lo «popular».
El último, de Gabriel García Márquez, del que acaba de circularse por las redes sociales un texto de su más famosa novela Cien años de soledad en la que se refiere a la peste o flagelo del "insomnio", fuese o no virus, que sí lo era el de la rabia al que alude en El escándalo del siglo. Su personaje era José Arcadio Buendía y recomendó la cuarentena, lógicamente.
Pero el más interesante ahora puede ser el gitano Melquíades, amigo de Buendía, otro fantástico de Macondo, que era un sobreviviente de infecciones. Narra García Márquez que Melquíades "era un fugitivo de cuantas plagas y catástrofes habían flagelado al género humano. Sobrevivió a la pelagra en Persia, al escorbuto en el archipiélago de Malasia, a la lepra en Alejandría, al beriberi en el Japón, a la peste bubónica en Madagascar, al terremoto de Sicilia y a un naufragio multitudinario en el estrecho de Magallanes. Aquel ser prodigioso que decía poseer las claves de Nostradamus, era un hombre lúgubre, envuelto en un aura triste, con una mirada asiática que parecía conocer el otro lado de las cosas".
Pues, a pesar de su melancolía, es un ejemplo a seguir. Resistiremos.
(I) El diccionario de María Moliner aclara que la eutrapelia, palabra que apenas se usa ya, es una broma amable, una diversión o placer moderados, inocentes y delicados.
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