A veces sucede que el destino —o lo que sea— hace acto de presencia y facilita momentos para cada cosa. Son casualidades llamativas. Por ejemplo: ahora que la gente está en su casa por la fuerza y que, más allá del horario laboral o de las obligaciones familiares, reconoce necesitar diversos pasatiempos con los que sobrevivir a la crisis del coronavirus, resulta que es también el año Galdós. ¿Quién iba a decir que, en el centenario de su fallecimiento, Madrid se iba a quedar desierta, con los madrileños encerrados en sus casas y sin nada mejor que hacer que leer, quién sabe, alguno de sus libros? Posiblemente nunca vuelva a existir un momento más perfecto para recuperar su obra, esa que para algunos constituye "el segundo monumento novelístico que ha dado España, después del de Cervantes".
Aunque esas etiquetas poco dicen, realmente. Los verdaderos alicientes, si los hay, son otros. Con Galdós sucede como con tantos personajes de la historia: que se conoce más lo que de él se dice que lo que dijo él mismo. Y así, sin pensarlo demasiado, todos le situamos fácilmente en Madrid, recién llegado de Canarias, haciendo novillos y paseando por las calles, escuchando a hurtadillas las conversaciones y empapándose poco a poco de la vida de una ciudad que acabaría siendo la suya propia. Galdós el garbancero. El novelista sin estilo. El pintor del cuadro más castizo. El hombre tímido. El anticlerical empedernido al que sabotearon el Nobel. El viejo ciego en el Retiro que se levantó un segundo para acariciar el rostro de su estatua. El muerto ilustre al que despidieron mejor los madrileños que sus representantes políticos. Pero luego, en su obra, realmente, pocas veces reparamos.
Una cosa curiosa que siempre destacan los estudiosos es que en él se distinguen claramente el intelectual del novelista. Es algo digno de alabanza, si se piensa bien, porque significa que por encima de todo fue una persona humilde. Eso podría llevarnos a asumir —tal vez a la la ligera— que era consciente de los límites de su subjetividad, y que por eso prefería llenar sus novelas de otras muchas subjetividades distintas, para establecer así un mosaico lo más honesto posible de la realidad de su tiempo. Pero no parece exacto del todo. "Lo que Galdós nos ofrece en su gigantesca obra es algo más que historia", explicó mucho mejor María Zambrano. Y mucho más que ideología, cabría añadir. "La novela galdosiana muestra (...) lo que queda oculto bajo esa trascendencia [de los hechos históricos] y que puede ser tomado por simple poso del tiempo, por la vida hermética que no ha logrado trascender: vida al margen del tiempo, que sólo tiene sus días contados, su límite fijo, sin mañana ni ayer". En definitiva, lo más universal y eterno, a la manera lampedusiana, de la diversa y rica cotidianidad social.
"En la novela de Galdós, como en el 'realismo español', la fascinación de la vida ha triunfado sobre el poder de las ideas, sobre su prometedora fuerza de avasallar la realidad".
Zambrano fue una lectora casi obsesiva de Galdós, por lo que si lo que queremos es aprovechar el encierro coronavírico para aprender a leerle, no es una mala maestra. Por fortuna, Alianza Editorial acaba de reeditar su España de Galdós, el ensayo en el que analizó al novelista y en el que, sin proponérselo, ofreció una posible lista de títulos suyos imprescindibles.
Una obra de misericordia
Otra de las cosas que destacan los estudiosos, y Zambrano entre ellos, es la mirada que tiende Galdós a sus personajes. Él, a diferencia de otros autores, no quiere juzgarlos, y mucho menos condenarlos. Tampoco los salva. Se limita a contemplarlos con una lástima misericordiosa y, sobre todo, a comprenderlos. Esa tal vez sea la mayor clave a la hora de leerle. Aprender de su mirada limpia de prejuicios, que deja que cada uno haga a su manera, sin maltratar al malhechor ni sentenciar al culpable.
No le hace falta enfatizar la ética para que los buenos sobresalgan. Porque siempre sobresalen. Zambrano destaca esa característica en ciertos Episodios nacionales; en la monumental Fortunata y Jacinta, "manifestación de la inmensa fuerza de la fecundidad"; pero sobre todo en la no siempre valorada Misericordia. Curiosamente, ese texto tardío, enmarcado en su "etapa espiritual", es para Zambrano el núcleo mismo de toda la obra de Galdós. Su centro de gravedad. Y dentro de ese núcleo, el origen de coordenadas no es otro que la propia Nina, protagonista impresionante de la novela.
La ensayista lo explica fácilmente: a diferencia del resto de personajes galdosianos, ese enjambre de vidas entrecruzadas que dibujan de una manera misteriosa toda una sociedad ficticia, con sus clases, sus relaciones, sus pequeños actos particulares y hasta su propia historia, Nina es la única que parece trascender la realidad. Le habla al lector desde una altura distinta. No se ve arrastrada por la historia ni cede terreno ante la irrealidad de los sueños, que son la única arma que poseen los indefensos. Vive las penurias de la pobreza y acepta sin resignarse una vida que nunca es tan horrible como puede parecer, erigiéndose de esa manera en la imagen misma del misterio más profundo que sustenta toda relación humana: la misericordia.
Parece ser que ese es el mensaje que hay encerrado en la obra de Galdós. Así lo creyó Zambrano. Algo que sobrevuela en cada línea, a través de la mirada del novelista. Y Nina es su representación palpable. Ella vive en la base de la sociedad, allí donde los artificios de las relaciones humanas se ven superados por la crudeza de la necesidad, que todo lo coloca en su sitio. En lo más hondo, donde la totalidad del mundo es pobre y donde ya no quedan casi vestigios de las clases sociales, porque hasta el que un día fue "alguien" ahora es igual al resto, la gente vive de pedir. Pero también de prestar. Nina sobrevive pidiendo limosna y desprendiéndose de ella, para mantener a una familia que continúa anclada en los ensueños de un pasado que no es real. Todo lo que creemos asegurado en la sociedad, parece querer decirnos el autor, esa humareda de ensoñaciones efímeras, tan endebles como la vida misma, se ve sustentado entonces, en sus cimientos, en sus capas más bajas, por la imparable ley de la misericordia. La única capaz de sostenerlo todo siempre. Porque esa forma de relacionarse, "que no puede ser unilateral", no es sino "el soplo constante de la creación manteniendo el mundo", explica Zambrano.
Nina parece ser la única que comprende esta verdad, y por eso aparece como el ser más libre, aunque viva condicionada por sus carencias y por su hambre, el verdadero motor de sus acciones. Así se explica que sea capaz de perdonar cualquier ultraje, porque se encuentra por encima de las pequeñeces del mundo y nada puede afectarla realmente. Termina viviendo gustosamente en la pobreza más extrema, entregada a los cuidados del ciego Almudena, sin necesidad de más. Allí mismo, sin asomo de rencor y hasta con pena, le perdona sus pecados a la causante de sus desgracias materiales. Genuinamente misericordiosa y feliz.
Ahora que el coronavirus ha desnudado la fragilidad de los engranajes sociales, la propuesta que encontró Zambrano en la obra de Galdós es tentadora. Misericordia en tiempos de enfermedad. Y si no, al menos, unas cuantas novelas interesantes para combatir el aburrimiento de la cuarentena.