Más allá de toda épica, la guerra cambia de rostro en función de quien la cuente. También de quien la viva. Sucede como con todo lo absurdo, que es real aunque nadie lo entienda. Y por tanto necesita tantas justificaciones como personas implicadas en desentrañar su misterio. Desde los niños que continúan jugando en las ciudades desiertas hasta los altos mandos militares responsables de conquistarlas: cada uno elabora, aún sin saberlo del todo, su explicación particular de lo que está aconteciendo ante sus ojos. Y eso explica que una guerra pueda ser una y muchas cosas, aunque luego se traduzca en cuatro episodios trascendentales y un par de adjetivos dramáticos.
Casi todo el mundo sabe, él ya se encargó de promocionarse, que Ernest Hemingway se alistó como conductor de ambulancias durante la Primera Guerra Mundial. Menos gente está al tanto, sin embargo, de que el poeta E. E. Cummings hizo exactamente lo mismo, y que también publicó su particular recuerdo de aquellos tiempos en las trincheras.
Aunque decir que ambos escritores hicieron lo mismo es inexacto. Los dos tenían una manera de entender la vida —y por tanto la guerra— bastante contrapuesta. Así que mientras el primero se abandonó al deleite de la fiereza heroica del combate y la adrenalina épica que produce el esquivar la muerte, el segundo no pudo más que caminar por todo aquello como un turista asombrado ante lo extraño y entusiasmado por sus llamativas insignificancias .
Cummings acudió a la llamada de la patria el día después de que Estados Unidos entrase en el conflicto. Lo hizo sin renunciar a su sentido lúdico de la existencia, o tal vez aferrado a él como último asidero a la cordura en un momento de incertidumbre radical. Sea como fuere, desembarcó en Francia acompañado de un amigo recién descubierto y emprendió junto a él un trayecto de extrañeza que sólo supo plasmar a través de la ironía. Su actitud se parecía a la del niño que presencia desconcertado las peleas absurdas de los adultos, y por eso su escritura rezuma una cierta inocencia parecida a la que describió Unamuno en su Paz en la guerra. El poeta llegó a una Europa en ruinas pero prefirió instalarse en la antesala de la batalla: ese lugar en el que lo insustancial de las convenciones ha perdido todo su poder, pero en el que todavía no ha penetrado el desgarro de la muerte y la desgracia. Se mantuvo impasible en esa forma de mirar, y terminó asumiendo el rol travieso del joven que no entiende una jerarquía mayor que la de sus propias inquietudes. Acabó apresado erróneamente por su propio bando, acusado de confraternizar con un espía.
La habitación enorme
Estuvo tres meses hacinado junto a varias decenas de presos en Normandía, en el campo de detención le Dépôt de Triage de la Ferté-Macé. Llegó allí después de haberse enemistado con su superior debido a su falta de disciplina y a su irrefrenable inclinación por relacionarse más con los "sucios franceses" que con los "americanos superiores". Por eso, cuando la censura interceptó una carta de su amigo inseparable y compañero de penurias, William Slater Brown, y consideró que existían motivos —infundados— para considerarle un traidor, el mando aprovechó la oportunidad de matar dos pájaros de un tiro, deshaciéndose de un plumazo de los dos frívolos jóvenes que, sin embargo, consideraron su nueva situación como una bendición divina. La noche en que Cummings fue arrojado al habitáculo oscuro donde tendría que pasar un tiempo indefinido, sintió paradójicamente el engañoso soplo de la libertad.
Allí, en una habitación ciertamente enorme, convivió con otros tantos sospechosos de traición. Según contó después, para eso sólo hacía falta cuestionar ingenuamente algunos preceptos de la guerra o tener la desgracia de ser ciudadano de un país neutral. Pasó los días combatiendo el hastío de la rutina carcelaria conversando con sus nuevos colegas y aprendiendo idiomas. Vivía rodeado de excrementos y salivazos, y aunque las normas del lugar exigían una mínima limpieza de la habitación cada día, terminó padeciendo las dolencias inevitables que entraña la falta de higiene.
Al otro lado del Atlántico su padre puso el grito en el cielo. Removió cielo y tierra buscando explicaciones y trató de descubrir por todos los medios el paradero de su hijo. Un error de la administración, que envió al hogar un telegrama que decía que había muerto ahogado tras el ataque de un submarino, agotó su paciencia. Escribió una carta al presidente, de padre a padre, y aún sin saber si ese último acto desesperado había surtido efecto, recibió la noticia de que el joven poeta había sido deportado a los pocos días. Ya en su casa, sus conocidos dieron fe del espantoso estado en el que se encontraba. Había adelgazado una barbaridad y tenía sarpullidos por todo el cuerpo. Su padre, una vez más, quiso redactar una queja formal, pero el hijo le detuvo. Sería mejor y más efectivo escribir un relato de denuncia que pusiese de manifiesto la injusticia sistematizada de la burocracia francesa y norteamericana en el campo de batalla. Así nació La habitación enorme (Nocturna Ediciones), la única novela del poeta y pintor estadounidense que, tiempo después, se consagraría como uno de los escritores más influyentes del siglo XX. En esta obra primeriza ya puede intuirse su particular manera de enfrentar la vida. También su ruptura deliberada con las convenciones gramaticales del lenguaje. Pero más allá de todo eso sobresale un testimonio irónico y punzante que subraya sin dramatismos la irrealidad de la guerra. Un alegato altivo que explota con humor el abismo que siempre existe entre los artificios de la sociedad y el absurdo de la existencia. Todo eso que late con más fuerza en el fondo de los conflictos, y con lo que cada uno debe lidiar a su manera impenetrable y particular.
La habitación enorme. Edward Estling Cummings. Traducción de Juan Antonio Santos Ramírez. Nocturna Ediciones. PVP: 18,05 euros. ISBN: 978-84-16858-73-6. Páginas: 432.