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Pedro de Tena

Ortega y sus motivos contra los que quieren descuajaringar España

Para conseguir su propósito, las minorías separatistas están dispuestas a usurpar el derecho de la ciudadanía a la continuidad de la nación española.

Para conseguir su propósito, las minorías separatistas están dispuestas a usurpar el derecho de la ciudadanía a la continuidad de la nación española.
José Ortega y Gasset | Cordon Press

Hoy se habla hasta el cansancio y el ridículo del derecho de autodeterminación de algunas regiones de España como un derecho a la discontinuidad de la experiencia habitual e histórica de todos sus habitantes para su sustitución por otra vivencia global que se supone más ajustada a sus aspiraciones y sentimientos. En realidad, se está hablando de revoluciones porque para conseguir tal propósito unas minorías separatistas —en ningún caso está acreditado que, a pesar de haber dispuesto de numerosos poderes a lo largo de décadas y a pesar del absentismo de la autoridad del Estado, hayan conseguido ser una mayoría—, están dispuestas a usurpar el derecho de la ciudadanía democrática española a decidir sobre la continuidad de la nación española.

Paradójicamente, se propone el referéndum regional de la parte sobre el todo como el método para resolver el conflicto con la soberanía del todo nacional, pero se ignora y se desecha el referéndum nacional para que la mayoría de los ciudadanos decida si la nación española tal y como existe desde hace siglos, y desde luego desde la Constitución de 1978 en vigor, tiene derecho a exigir su continuidad histórica. Por si fuera poco, para imponer el logro de sus propósitos, se han perpetrado delitos de asesinato, sedición y rebelión sin consecuencias judiciales y políticas suficientes.

"No mañanamos, no mañanamos", cuenta José Ortega y Gasset que decía el cervantista Manuel Navarro Ledesma aludiendo seguramente a los versos de Lope de Vega: "Siempre mañana y nunca mañanamos". En aquel soneto, Lope se refería al mal trato que recibía el poeta de una amante, Juana. En este momento, la auténtica mayoría legal y moralmente reconocida y certificada de la nación española, que es la que aprobó la Constitución de 1978 en toda España –también en el País Vasco y en Cataluña—, está siendo maltratada por estas minorías separatistas que no sólo no mañanan, sino que ayerdean, por seguir con el juego verbal. Por retroceder, se saltan la Transición democrática, y el franquismo que contribuyeron a desencadenar, para volver a la II República en algunos casos e incluso a siglos anteriores. Me temo que algunos desearían recalar en la Hispania romana o incluso en tiempos neolíticos para rastrear legitimidades falseando escandalosamente los hechos, como ya ha ocurrido.

Lo que algunos no esperaban es que el PSOE, que incluye la E de España en sus siglas, se sumara a esta retroprocesión temporal y política. En realidad, lo que ha cambiado en el PSOE heredado de José Luis Rodríguez Zapatero tras sus pactos secretos con ETA que Jaime Mayor Oreja lleva denunciando 15 años, y que seguimos sin conocer en detalle, es el orden de los factores. Tradicionalmente, los gerifaltes socialistas posponían la solución del llamado "problema territorial" de las minorías separatistas al triunfo de una mítica revolución social con una guinda federalista imposible.

Ahora, lo que parece es que descuajaringar España mediante el separatismo, el ataque a los valores mayoritarios y la deformación de la historia es la fase previa de una gran operación de toma del poder aprovechando la legalidad cuando convenga y saltándosela cuando no convenga, como ha sido costumbre. Que parte del PSOE sea cómplice de los asesinos de otra parte del PSOE en operación tan antiespañola y siniestra es estupefaciente e induce a pensar en la muerte del socialismo de Suresnes reconducido por el pragmatismo de Felipe González.

Es el método impulsado no sólo por los separatismos no terroristas, pero también por el socialismo andalucinante y por algún sector del PP en algunas comunidades gobernadas históricamente: ocupar los espacios de poder democráticos, sobre todo la educación, los medios de comunicación y la justicia, para imponer una potente hegemonía desde la legalidad, o tramposamente, cuando fuese menester. Frente a viejos procedimientos revolucionarios traumáticos, se trataría ahora de penetrar pacientemente todos los instrumentos y resortes del poder político, económico, civil y cultural para asegurar décadas de presencia en el gobierno y hacer inviable la alternancia política, la regla de oro de la democracia liberal. Es el abrazo a la enfermedad de la democracia ya señalada por Tocqueville, el despotismo blando o la democracia morbosa en Ortega que, en realidad, supone una revolución en tanto que altera los principios, contrapesos y valores de la democracia.

En este marco, la referencia de Ortega al derecho a la continuidad resulta hoy más que interesante y sugestiva. Describía el gran maestro de este modo a la raza española, según el lenguaje de principios del siglo XX: "Raza que ha perdido la conciencia de su continuidad histórica, raza sonámbula y espúrea, que anda delante de sí sin saber de dónde viene ni a dónde va, raza fantasma, raza triste, raza melancólica y enajenada, raza doliente como aquella Clemencia Isaura (I) que —según dicen— vivía viuda de su alma".

El derecho a la continuidad que contempla Ortega se refiere, digámoslo desde el principio, a la negación de la revolución inspirada por el racionalismo y el idealismo europeos como modo de progreso frente a la reforma respetuosa con la continuidad. Agapito Maestre ha desarrollado extensamente este asunto en su reciente libro sobre el carácter profundamente español y democrático, y por ello, reformista, de la obra del gran maestro. El mismo Ortega expresó así en qué consistía para él el derecho a la continuidad:

"Al método de la revolución opone el único digno de la larga experiencia que el europeo actual tiene a su espalda. Las revoluciones tan incontinentes en su prisa, hipócritamente generosa, de proclamar derechos, han violado siempre, hollado y roto, el derecho fundamental del hombre, tan fundamental, que es la definición misma de su sustancia: el derecho a la continuidad. La única diferencia radical entre la historia humana y la «historia natural» es que aquélla no puede nunca comenzar de nuevo" (II).

Y añade: "Romper la continuidad con el pasado, querer comenzar de nuevo, es aspirar a descender y plagiar al orangután. Me complace que fuera un francés, Dupont-White, quien hacia 1860 se atreviese a clamar: 'La continuité est un droit de l'homme; elle est un hommage à tout ce qui le distingue de la bête'".

Por ello, para él Europa ha sido siempre un ámbito sin fronteras ni discontinuidades "porque nunca ha faltado ese fondo o tesoro de 'vigencias colectivas' —convicciones comunes y tabla de valores—", mientras ahora, ya entonces, se acentuaban las discontinuidades de naciones y "nacioncitas" que más parecen alborotadores colegiales que aprovechan la ausencia de la autoridad de los maestros. Incluso cuando una crisis histórica origina nuevas convicciones se necesita continuidad.

Sin embargo, Ortega no desarrolló suficientemente este derecho, aunque se refirió expresamente a la continuidad innumerables veces y al propio derecho a la continuidad en un artículo del mismo título publicado en La Nación de Buenos Aires en 1937, en plena guerra civil española. En aquella pieza, Ortega manifestaba su estupor ante los acontecimientos del primer cuarto del siglo XX, pero confiesa que "cuando ya íbamos acostumbrándonos a que cada día trajera algo increíblemente absurdo, atroz o repugnante, he aquí que estas semanas hacen caer a Europa en un estupor de nueva índole para el cual se hallaba completamente desapercibida. Y es que esta vez se trata de un hecho increíblemente correcto, digno, ejemplar".

Se refería el gran maestro a la conducta del pueblo inglés ante la abdicación de Eduardo VIII, fruto de la combinación de un amor inoportuno y tal vez otras circunstancias no bien aclaradas, y la exaltación de Jorge VI, el padre de la actual reina de Inglaterra. Dado que la monarquía inglesa se asienta sobre tenues fundamentos, muchos esperaban una crisis de calado que podía conducir al descalabro de un Imperio. Pero el pueblo inglés "de setenta millones de hombres, con tantos bebedores de cerveza, con tantos fumadores en pipa, ha resuelto su terrible conflicto con una perfección maravillosa. Y esto, esto es lo que ha causado el nuevo y más imprevisto estupor".

Contrapone Ortega los excesos revolucionarios de la Rusia comunista, la Italia fascista y la Alemania nazi al aprecio de la continuidad institucional de los británicos. Para obtener un poco de disciplina tras sus revoluciones, Rusia, Alemania, Italia, tuvieron que emplear los medios de Poder público más anormales que registra la historia, llevando al extremo la tiranía sometiendo a ella zonas de la vida individual que jamás habían sido requisadas por la autoridad. Tras haber "alcoholizado" a sus ciudadanos "con credos frenéticos y crisparlos con prácticas catalépticas", Inglaterra, con un mínimo de autoridad y de Estado, pero con la continuidad de su tradición, consiguió una reacción nacional de perfección insuperable.

Por ello, sagaz y anticipatoriamente, Ortega subrayaba que las tres naciones mencionadas deberían hacerse una reflexión inquietante: "Si este pueblo inglés se comporta así en un conflicto interior, civil y casi etéreo, ¿cómo se comportará una guerra contra otro u otros pueblos? Diablo..." En pocos años, se demostró la pertinencia de la observación del maestro.

Ortega opuso lo históricamente sano a lo históricamente morboso. Frente a la salud institucional inglesa, lo que pasaba en Europa presentaba una fisonomía patológica y sonaba a manicomio. "Comunismo y fascismo son ortopedia. En Inglaterra volvemos a descubrir lo que es un pueblo saludable que marcha sobre sus piernas naturales, sin deformaciones ni complementos mecánicos". Esto es, la apuesta de Inglaterra por el derecho a la continuidad frente a los ingenieros idealistas de la discontinuidad que conduce a paraísos imaginarios que rolan a infiernos, fue mejor que el desastre a que abocaron éstos a todo el mundo.

Es evidente en la obra de Ortega que siente un deseo de continuidad para España. Lo menciona a veces en relación con la ciencia española, más hecha a base de personalidades eruptivas que de tramazón universitaria, algo que compara desventajosamente con Alemania y otros países europeos. Sin embargo, la ciencia, para desarrollarse, exige la continuidad de la verdad. Extensivamente, la continuidad de una nación se alcanza asimismo a través de la educación, de la transmisión de saberes, costumbres, ideas y valores repitiendo con Platón que la educación debía erigirse en la ciudadela del Estado.

Lo dice con más claridad aún: "Yo espero que un día no lejano los españoles jóvenes harán su peregrinación de El Escorial, y junto al monumento se sentirán solicitados al heroísmo. Aún no debemos perder la esperanza de que haya gentes entre nosotros poseedoras de la voluntad de vivir y dispuestas a ligarse en un haz para dar una postrera embestida a un punto del porvenir, abrir en él un portillo y salvar así la continuidad de la raza". ¿No escuchan el coro de los grillos entonando el ya desacreditado "fascista"?

Ortega valora la continuidad incluso bajo su forma de caminos de España. "¡La gran delicia, rodar por los caminitos de Castilla! En medio de la incesante variación de los campos a uno y otro lado, son ellos la virtuosa continuidad. Siempre idénticos a sí mismos, se anudan a las piedras de los kilómetros, dóciles a la Dirección de Obras Públicas, y así atan los paisajes unos a otros, amarran bien los trozos de cada provincia, y luego a éstas entre sí, formando el gran tapiz de España. Si una noche desapareciesen; si alguien, avieso; los sustrajera, quedaría España confundida, hecha una masa informe, encerrada cada gleba dentro de sí, de espaldas a las demás, bárbara e intratable".

Su crítica a la revolución, sobre todo a la francesa, pero igualmente a la impulsada desde el marxismo al que no concede originalidad (Guizot, Saint Simón), es implacable. "Yo sospecho que esa historia, para la cual la realidad es lucha, y sólo lucha, es una falsa historia, que se fija sólo en el pathos y no en el ethos de la convivencia humana; es una historia de las horas dramáticas de un pueblo, no de su continuidad vital; es una historia de sus frenesíes, no de su pulso normal; en suma: no es una historia, sino más bien un folletín", algo que viene al pelo cuando observamos el esperpento reciente de la alianza social separatista en algunas regiones españolas y su puesta en escena con ridículas reverencias inclusas. Hasta cómico podría resultar de no helarnos la sangre el terrorismo y el golpismo separatista y la orfandad de sus víctimas.

De igual manera, Ortega describe perfectamente la incapacidad catalana y vasca para comprender la continuidad de la España integral construida por Castilla, consecuencia de su incapacidad para escapar del pequeñismo particularista incompatible con una gran tarea histórica. El gran maestro no creía en la unidad impuesta, una idea más de unitaristas catalanes y vascos que de soberanistas castellanos, los únicos que parecen estar preparados para afrontar la continuidad de la nación. Pero ahora sabemos –y no lo supo Ortega—, que ni siquiera una generosa Constitución, mucho más generosa que la de la II República, ha sido capaz de obtener la lealtad de los nacionalistas, cada vez más desafiantemente antiespañoles y defensores de una desigualdad de derechos y deberes entre las regiones de España que raya en la indecencia democrática.

Contra la España común se ha disparado en la nuca, se han recogido las nueces de la muerte, se han organizado golpes de Estado y por último, se ha puesto en marcha una estrategia de poder político donde el nacionalismo burgués periférico ha cedido los trastos a un nuevo nacionalismo izquierdista vinculado a viejas y nuevas sensibilidades marxistas y a recientes desarrollos populistas. Para Ortega la pregunta era si la desintegración de la España histórica comenzada en 1580, evidenciada en los siglos siguientes, estallada en 1898 y desgarrada en la Guerra Civil iba a continuar o no. A pesar de la aportación de su nueva política, la II República fracasó cómo él mismo anticipó y la Transición Democrática parece estar llegando a un punto de inflexión del cual se puede desprender una reacción nacional por la continuidad o la definitiva derrota de la España conocida.

Como el maestro dijo, para la consecución de una continuidad fecunda hay que comprender que "no puede reducirse a unos cuantos ratos de frívola peroración ni a unos cuantos asuntos jurídicos, sino que la nueva política tiene que ser toda una actitud histórica. Esta es una diferencia esencial", dejó claro, pero eso es algo que la España de la transición no ha cultivado con decisión y claridad.

Para él, "el hombre es continuidad, y cuando discontinúa y en la medida en que discontinúa es que deja transitoriamente de ser hombre, renuncia a ser sí mismo y se vuelve otro —alter—, es que está alterado, que en el país ha habido alteraciones. Conviene, pues, poner a éstas radicalmente término y que el hombre vuelva a ser sí mismo, o como suelo decir, con un estupendo vocablo que sólo nuestro idioma posee, que deje de alterarse y logre ensimismarse".

Curiosamente, el derecho a la continuidad, que puede empezar por el derecho a la continuidad de la propia vida, parece ser un concepto no explícito en su obra, más político que jurídico y, salvo en la disciplina laboral, apenas tiene presencia en el Derecho español. Cuando lo que está en juego es el derecho a la continuidad de la nación española y el derecho de su mayoría nacional a decidir sobre su persistencia histórica, sus costumbres y su patrimonio común alguna reflexión (III) más extensa y fructífera sobre este derecho a la continuidad frente a la humillante, hipócrita y superficial ingeniería de las discontinuidades, sería menester.


(I) Clemencia Isaura fue una famosa mujer de Tolosa que vivió en el siglo XV e iniciadora de los juegos poéticos florales. Romances cantaron su amor imposible con Florián y su viudedad de alma.

(II) La rebelión de las masas. Prólogo para franceses, en Obras Completas, Ed. Revista de Occidente, tomo IV, 7ª edición, Madrid 1966

(III) Una de las pocas reflexiones que pueden encontrarse sobre la continuidad y su derecho se encuentra en la obra editada por el profesor Francisco J. Contreras de la Universidad de Sevilla titulada El sentido de la libertad, ed. Stella Maris, Barcelona 2014.

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