Luis Gonzalo Díez (Madrid, 1972) es ensayista y profesor de Humanidades en la Universidad Francisco de Vitoria. Está especializado en la historia de las ideas políticas contemporáneas y en una lectura de la novela europea desde los conflictos y antagonismos de la modernidad. Con esos temas en mente, ha publicado títulos como La soberanía de los deberes, Anatomía del intelectual reaccionario, La barbarie de la virtud o El liberalismo escéptico. Ahora firma La epopeya de una derrota. El demonio de la política en los Episodios nacionales de Galdós (Galaxia Gutenberg), una relectura en clave política de la serie monumental del escritor canario, en la que desgrana las ideas universales que, desde el fondo de las tramas y subtramas de esas novelas, muestran una serie de constantes que han movido a la "enfermedad de la política" en el mundo contemporáneo desde la caída del Absolutismo. Hablamos con él.
Pregunta: Encuentro que la clave de todo el libro está anunciada en su subtítulo. Eso que llamas el "demonio de la política".
Respuesta: Sí, tienes razón. A ver, a mí una cosa que me sorprende mucho de los Episodios nacionales es que en ellos Galdós no relata únicamente lo que tantas veces se nos ha contado –la historia de España del XIX– sino que además aporta una visión absolutamente vitriólica de la política, entendida como una divinidad que se instaura a partir de la Guerra de Independencia, y que acaba convirtiéndose en una enfermedad. Galdós, como quien no quiere la cosa, va narrando la sucesión de los acontecimientos y, al mismo tiempo, va documentando todas las actitudes psicológicas que tienen que ver con el "demonio de la política". Se trata de una perturbación; yo es que no sabría definirlo mejor. Una enfermedad. Una disonancia que se instala en la psique de los españoles a partir de, y eso sí lo dice claramente, la "academia del desorden" que es la Guerra de Independencia. En el fondo habla de lo mismo de lo que hablará después Joseph Roth, por ejemplo, cuando, a raíz de la Primera Guerra Mundial, escriba La tela de araña: el "dios europeo rector de la política". No sé, a mí me parece curioso que esa visión de Roth, como la de muchos otros grandes autores del XX, ya estuviese en Galdós cuando escribía la historia de España del XIX. Y creo que es otra manera de leer los Episodios, que no son sólo una serie de novelas históricas escritas al estilo realista, como tampoco son únicamente libros que hablan de España, sino que, al mismo tiempo, son una gran reflexión acerca de la política como enfermedad en el mundo contemporáneo.
P: En el libro destacas el vacío de poder que supuso la caída del Absolutismo como el germen de las futuras batallas ideológicas que trufarían la historia de los siglos XIX y XX.
R: Sí. Yo creo que en Galdós, fundamentalmente, la idea de fondo es que la pelea es por el poder. Por la conquista del poder del Estado, con todo lo que implica de rapiña, de botín, de caciquismo, etcétera. Pero quizás, trascendiendo eso, lo que está definiendo es lo que ya planteó claramente Burke en sus Reflexiones sobre la Revolución francesa. Es decir, el surgimiento de una cultura política revolucionaria. Y no en un sentido de izquierdas y derechas, ojo, sino como el momento fundacional en el que el poder deja de estar en manos del rey y se socializa. Ese momento en el que el trono se queda vacío y el poder se disemina por la sociedad. Es entonces cuando se desata lo que François Furet denominaría una "guerra de palabras". Una guerra de ideologías. En el fondo eso tiene una lectura muy positiva, que es la democratización. La democracia viene de ahí, indudablemente. Del momento en el que la sociedad empieza a oler el poder, a tocarlo, a imaginarlo, y a crear al mismo tiempo muchos lenguajes para hablar de una realidad que hasta ese momento había estado en manos de lo sagrado. Del binomio entre Iglesia y Monarquía. En ese sentido, creo que Galdós entendió esa ruptura, y que la noveló. Creó alrededor de ella un mundo narrativo, aunque con mucha suspicacia y mucho escepticismo, más allá de la propia ideología que él mismo defendía. Eso me hace ver cómo, muchas veces, la ideología de un novelista queda superada por su complejidad literaria. Al final, en los Episodios lo de menos es la opinión que pueda tener Galdós, porque dicen muchísimo más sus personajes.
P: Lo que pasa es que da la sensación de que a Galdós le preocupa esa batalla ideológica debido a la barbarie de la guerra que desató. En ese sentido, ¿ese nuevo paradigma de las ideologías no sería un sucedáneo más de la realidad, más universal tal vez, de las identidades, que separan a la gente en grupos y hacen posible que surjan conflictos entre ellas? Al fin y al cabo, guerras y barbarie han existido en todas las épocas históricas, mucho antes de la caída del Absolutismo.
R: Sí, por supuesto, por supuesto. Esa es una idea que comparto contigo. En el fondo casi podríamos concluir que la guerra, el poder y la ideología son las tres caras de una misma realidad. Fíjate que en el mundo contemporáneo los grandes cataclismos ideológicos suelen tener su origen en una guerra. Porque la guerra es un momento inusual en el que la gente experimenta un estilo de vida diferente. Y lo que sucedió en las batallas modernas, donde la sofisticación armamentística provocó un número de muertes insospechado y apabullante, explica muchas de las cosas que sucedieron después en el siglo XX. Eso en Galdós tiene un nombre: Guerra de Independencia. Y sí, después los Episodios tendrán como punto central la barbarie de la guerra, pero no sólo. Por ejemplo Los Ayacuchos, al hablar de la división entre moderados y progresistas, es una novela que se centra mucho más en esa lucha política por el poder. Entonces, de alguna manera, podríamos decir que hay una capa primigenia, la guerra, que origina todo el cataclismo nacional, pero después, ese cataclismo, en el siglo XIX, debido a los nuevos paradigmas de la época, tiene un carácter eminentemente político e ideológico. Y eso es lo que narra Galdós. Sus Episodios son la crónica del fracaso del sueño que asalta a Araceli en Trafalgar; esa idea un tanto ingenua, al estilo de Herder, de un sentimiento nacional que hermana a una serie de personas que conviven en una geografía y que no están divididas. Porque la idea de Galdós, la que desarrolla a través de su visión de la guerra y de las batallas ideológicas, es que no hay parto nacional sin división política. Y eso es lo que tienen de universales sus Episodios, precisamente. Galdós es uno de los grandes, equiparable a otros enormes pensadores políticos del XIX y del XX. ¿Por qué no leer en esa clave sus Episodios nacionales? ¿Por qué no leerlos como una gran serie que profundiza, entre otras cosas, en la barbarie de las ideologías? Yo defiendo que a Galdós hay que sacarlo del terruño y colocarlo dentro de los grandes del pensamiento europeo. De hecho yo lo sitúo, aunque pueda parecer disparatado, en una línea que recorre a los que más lejos llegaron en el pensamiento político contemporáneo, desde Edmund Burke hasta Varlam Shalámov. Sin ninguna duda. En su obra hay vislumbres del lado oscuro de la política que el siglo XX no hizo más que corroborar.
P: ¿Y crees que era perfectamente consciente de estar dejando todo lo que tú has sacado de sus escritos, o se guiaba más por intuiciones?
R: Bueno, yo ahí ya tengo mi pequeña teoría acerca de lo que es una inteligencia superdotada. Yo, las inteligencias superdotadas, no me creo que no sean conscientes de lo que hacen. Por tanto, en Galdós hay intuiciones, eso está claro, intuiciones del novelista que ha entendido el corazón humano, pero después, aunque no fuese un teórico político, yo creo que era perfectamente consciente de hasta dónde estaba llegando con los Episodios nacionales. Se me ocurre por ejemplo Zaragoza, esa visión oscurísima del heroísmo patriótico, cuando al tío Candiola, judío mallorquín, se lo apiolan porque no aporta a la causa lo que tiene que aportar, y su hija Mariquita termina diciendo que esos patriotas son "negociantes que especulan con las desgracias de la ciudad". Fíjate qué definición más asquerosa y más real de lo que puede llegar a ser el patriotismo. Pero esas palabras, Galdós, ¿las pone por intuición, o porque ha llegado a una idea clara de cómo incluso el patriotismo más heroico tiene su lado oscuro? En resumen, yo me atrevería a decir que, por supuesto, el fondo es la intuición, pero Galdós es perfectamente consciente de a dónde le están llevando sus intuiciones. Otra cuestión distinta es que él no quisiese escribir una obra teórica, que prefiriese escribir novelas. Al final, lo que pasa es que él no era un teórico, pero sí era un pensador.
P: Hablando de patriotismo y nacionalismo, él parece ir desencantándose con la deriva que experimentó el nacionalismo bucólico, popular e integrador a lo largo del siglo XIX. Sin embargo, ¿no estaba ese nacionalismo marcado desde el principio, al dividir a las personas en identidades y, por tanto, al alimentar posibles justificaciones del exterminio del contrario?
R: Estoy completamente de acuerdo. Mira, justamente mi libro anterior es sobre Herder. El gran creador de la utopía nacionalista, en el sentido apolítico y humanitario del término. El padre de esa visión buenista e ingenua del folclore, de los oficios y del hombre común, que sin embargo no desarrolla nunca la cuestión del poder, ni de la identidad forjada a través del poder. Herder se centra más en una especie de espontaneidad social, que surge desde abajo una vez hemos roto la costra del sistema político establecido, y que llama a una visión universalista en la que, una vez partidas las cadenas del poder y liberado el folk, las civilizaciones podrán convivir de manera pacífica, respetándose unas a otras. Y es curioso cómo esa visión de Herder encaja perfectamente con el Araceli de Trafalgar. Lo que pasa es que creo que Galdós, cuando comenzó a escribir los Episodios, aún no tenía demasiado asentadas sus concepciones políticas sobre el nacionalismo. Puede verse un desarrollo en su pensamiento a medida que avanza la serie. Y al final, esta es mi teoría, terminó dándose cuenta de que el nacionalismo, por muy puro que sea, siempre termina dejando entrar al poder. Y una vez que entra el poder, se perturba todo. Porque después, con el romanticismo, la identidad cultural y nacional se construyó desde la conquista del poder. Es entonces cuando se generó esa agresividad, ese definirte tú frente al otro. El otro como enemigo. Todo lo que en el mundo de Araceli o de Herder estaba superado por la visión del otro como alguien que, al igual que uno mismo, simplemente ama a su patria.
P: Al final surge inevitablemente ese "delirio del bien", que tú rescatas de la obra de Grossman, ¿no? Un "bien" último, compartido por todos, como pudo ser el concepto de patria en el XIX, que termina justificando las mayores atrocidades entre las personas que discrepan en la manera de cómo alcanzarlo.
R: Completamente. Y yo creo que Galdós, a su manera novelística y asistemática, percibió esa transición. Ese momento histórico en el que la patria dejó de ser la gente, el trabajo, los paisajes y la vida privada compartida, y se convirtió en una idea abstracta. Él, aunque no lo teorizó, intuyó lo que es el nacionalismo fanático. En el fondo, y rescatando precisamente a Grossman, que escribió tanto del nacionalismo alemán como del comunismo soviético, podríamos hablar de la abstracción de la idea de bondad. Porque cuando se abstrae la idea de bondad, se convierte en "bien", y el "bien", como concepto, hace delirar a la gente. La bondad no te hace delirar, porque en la bondad no hay un fin superior. Se agota en sí misma. La bondad está en la manera como tratamos al prójimo, nada más. Es esa simpatía natural que tenemos hacia los demás. El "bien", sin embargo, es un fin que se persigue, y por el que, en determinados casos, es posible justificar cualquier maldad.
P: Uno de los grandes temas de Camus.
R: Exacto, es que Camus está en esta misma sintonía. Él, al igual que Grossman, fue una de aquellas cabezas que en el peor momento se dieron cuenta de dónde estaba el problema. Y no fue tan habitual. En el siglo XX, ¿cuántas grandes cabezas no sucumbieron al embrujo del "bien"? Empezando por Sartre, por ejemplo, o Lúkacs, o tantos otros intelectuales maravillosos que se dejaron encandilar por la idea abstracta del bien. Por ese momento en el que las buenas intenciones llevaron a muchísimas personas a servir a una deidad que iba en contra del trato humano con los demás. El momento, en definitiva, de la ideologización de los sentimientos morales, que Galdós relató tan bien. Porque estamos hablando siempre de lo mismo: que se está matando, exterminando, no en nombre del mal, sino del bien. Es algo terrorífico, que pone de manifiesto aquello de que el camino hacia el infierno está asfaltado por las buenas intenciones. En ese sentido, te vas a reír, pero creo que los Episodios nacionales son una especie de elegía por los sentimientos morales. ¿Por qué no leerlos así? Yo creo que releer, y cambiar el marco tradicional con el que siempre hemos visto a ciertos libros, es positivo. Además, deberíamos hacerlo no sólo con Galdós, sino con todos nuestros grandes autores del XIX. Por ejemplo Larra. Larra, tan leído y tan encumbrado, no deja de chocarse continuamente contra su estereotipo. Hace falta mucha labor de revisión.
P: Es llamativo que el gran drama histórico del siglo XX no fuese más que la repetición de lo que llevaba sucediendo desde finales del XVIII.
R: Claro. Si es que Galdós se adelantó a Grossman. En El terror de 1824, por ejemplo, habla de los voluntarios realistas, que era una vanguardia reaccionaria, algo así como un movimiento antibolchevique en el siglo XX, o antijacobino en el XVIII, que sin embargo reproducía el mismo comportamiento salvaje. Y ahí Galdós ¿qué estaba intuyendo? Pues una estructura profunda de la política contemporánea. El "delirio del bien", las vanguardias revolucionarias, o reaccionarias, y la utilización de las palabras para descalificar al contrario y justificar su exterminio. Ese procedimiento que todos sabemos que se utilizó en la Alemania nazi contra los judíos, está ya intuido, aunque no teorizado, en Episodios como Zumalacárregui o El terror de 1824.
P: En tu ensayo tocas poco el tema del miedo, sin embargo. Además de las luchas de poder, ¿no es el miedo al otro el otro gran estímulo que puede llevar a justificar su exterminio?
R: Pues es verdad, si te soy sincero, que no he tenido demasiado en cuenta el factor del miedo. Pero ahora que sacas el tema, posiblemente todas estas batallas que narra Galdós tengan que ver, en su origen, con ese sentimiento. Me viene a la cabeza Los Ayacuchos, por ejemplo, y el personaje de Fernando Calpena, cuando expone una idea en la que dice que lo que le falta a España, para poner paz en el gallinero político, es el culto de las formas. Es algo que está de actualidad ahora, porque vivimos un momento en el que parece que se nos ha olvidado lo importante que es el Estado de derecho, el culto de las formas y el imperio de la ley. Y detrás de esa idea yo veo a Judith Shklar y su liberalismo del miedo. Eso de que la emoción política primigenia, como diría Hobbes, es el miedo; y que, por tanto, la cuestión central debe ser cómo neutralizar el miedo en la sociedad. Cómo asegurar la libertad de todos los individuos. El esquema liberal, yo creo, es la gran respuesta política a la neutralización del miedo. Es una maquinaria política hipersofisticada, muy difícil de entender, que no genera grandes pasiones, pero sin la cual estamos indefensos. Y Calpena, que es un romántico arrepentido, es un personaje que ha entendido que tras la Guerra de Independencia, con la revolución liberal, el miedo se ha desatado. Son temas casi antropológicos. El Antiguo Régimen había neutralizado el miedo mediante un monopolio estricto del poder, pero después, paradójicamente, podía llegar a gobernar a través del miedo para que el mismo miedo no se desbordase.
P: Pero aún así, seguía existiendo el miedo a los absolutismos de al lado.
R: Exacto. Eso es también Hobbes, cuando dice que hemos llegado a neutralizar el miedo en las sociedades, pero que en las relaciones internacionales seguimos viviendo en el estado de naturaleza. ¿Y estado de naturaleza qué es? Pues miedo al otro. Y cuando hay miedo al otro puede suceder cualquier cosa. Como lo que ha estado a punto de suceder ahora entre Estados Unidos e Irán. El ámbito de las relaciones internacionales es la última parte de un proyecto político que no hemos logrado condensar en una fórmula liberal. Así que sí, volviendo a tu primera pregunta, creo que la cuestión del miedo podría ser una manera de enfocar lo que está planteando Galdós. Cómo, tras el fin del monopolio absolutista del poder, de la diseminación de ese mismo poder en la sociedad y de la guerra de palabras que surge de todo ese proceso, una variable fundamental que está siempre en el fondo de la cuestión política es el miedo al otro.
P: Cambiando de tercio. Tengo la sensación de que la idea romántica de la revolución no ha terminado de ser desmitificada del todo. Incluso después de lo que sucedió en el siglo XX, cuando el concepto de clase social estableció unas nuevas identidades desde las que se volvieron a justificar las revoluciones más violentas, parece que no hemos superado todavía el problema del "delirio del bien". ¿Tú qué opinas?
R: Bueno, a ver. Es que el caso español es particular. El caso español sigue estando muy condicionado por el franquismo. Por la herencia del franquismo y del antifranquismo; y por las actitudes políticas que se generaron durante ese periodo. Creo que eso es una máquina de confusión. En eso estamos con los ojos ciegos, y es curioso cómo aún seguimos embarcados en peleas del pasado. Pero es que son peleas que siguen teniendo esas resonancias simbólicas, esas palabras y terminologías, que forman parte de nuestra educación sentimental. Ahí estamos muy apegados a viejos esquemas, y todo eso, en situaciones tan complicadas como la que tenemos ahora en España, no ayuda nada. Entendemos una situación que tiene unos perfiles determinados con las viejas rencillas, los viejos odios y los viejos antagonismos. No estamos siendo capaces de cortar con la historia del siglo XX. Eso por un lado. Pero, por otro lado, tampoco estamos siendo capaces de aprender lo que esa historia nos ha puesto sobre la mesa. Hace falta que nos quitemos las anteojeras del siglo pasado y que saquemos las conclusiones debidas. Conclusiones pragmáticas. Es decir, que la política es un asunto donde bullen muchas cabezas, y que por tanto, no debemos tratar de imponer nuestras propias ideas de manera fanática. No debemos intentar que se realicen determinados ideales. Debemos llegar a un equilibrio pragmático de convivencia. Y no le demos demasiado énfasis a las palabras en la política. Ese es un tema muy de Larra, y de Galdós. La retórica se nos va de las manos. Sabemos que el hombre es un animal simbólico, que carga las cosas retóricamente hasta extremos en los que acabamos entrando en el delirio. Pero en definitiva, por responder a tu pregunta, diría que en España el velo de nuestra propia historia nos impide comprender con claridad las lecciones universales del siglo XX. Y esas lecciones no son otra cosa que "cuidado con la revolución, cuidado con las pasiones políticas y mucho ojo con las ideologías".
P: Pero, pese al riesgo del "demonio de la política", la política sigue siendo necesaria.
R: Claro. Es que hay que entender que mirar con recelo a las ideologías no significa convertirse en un escéptico. No hay que "retirarse al vientre de la ballena", como diría Orwell, ni convertirse en un esteta del apoliticismo. O sea, compromiso político hay que tener. Galdós, por ejemplo, cierra sus Episodios de manera inesperada, cuando termina defendiendo la revolución y el romanticismo como antídoto a los tiempos bobos de la Restauración. A mí me encantan los autores que son capaces de mantener al mismo tiempo dos ideas contradictorias. Con los Episodios te acabas preguntando qué está defendiendo Galdós realmente, ¿una lectura escéptica y pragmática de la política, o un compromiso romántico y revolucionario? Pues las dos cosas. En nuestro contexto, lo que deberíamos comprender es que no hay que renunciar al cambio, ni a la transformación social, ni a la lucha por unos ideales, pero lo que no se puede tampoco es pensar que esos ideales, únicamente por lo que representan, no pueden ser criticables o matizables. Eso lo explica muy bien Weber cuando dice que tener convicciones políticas es fundamental, pero que más fundamental todavía es tener responsabilidad política. Es decir, ser autocrítico respecto de tus propios ideales, porque existe mucha más gente con los suyos propios que persigue también un oasis, un lugar al sol. A los que hay que tener miedo es a los soñadores activistas, esos a los que Oakeshott definía como personas que tratan de utilizarnos como pálidas emociones en la realización de sus fines. Idealistas absolutistas, en definitiva, que lo único que pretenden es imponer su punto de vista. En el fondo es lo mismo que intuye Galdós en la España liberal, cuando dice que fracasa porque los liberales no habían salido todavía de la mentalidad absolutista. Yo me preguntaría a día de hoy cuántos de los que van de liberados, de que no tienen dogmas, no siguen teniendo una mente absolutista.
P: Claro, eso me recuerda a la frase del personaje galdosiano don Beltrán de Urdaneta, en la que aboga por regresar al hogar, salirse del cauce político, pero dejar una ventana abierta para poder contemplar el paso de la historia. ¿Realmente es eso posible? ¿Realmente la historia es un ente abstracto que se desarrolla por su cuenta, o es, en cambio, una evolución paulatina generada por las sucesivas acciones del hombre?
R: Galdós te diría que lo segundo. O sea, al final, de acuerdo, hay desencantamiento, tentaciones de evasión, deseos de contemplar el naufragio desde la orilla; pero Galdós, de nuevo, está lo suficientemente comprometido con el ser humano como para darse cuenta de que el escepticismo histórico no puede tener la última palabra. Que la historia no pasa por delante de tu casa. La historia entra en tu casa, y pone tu casa patas arriba. No existe el lugar desde el que contemplar la historia con tranquilidad y seguridad. Pero esa tensión es medular en Galdós. Escepticismo histórico es conocer la historia y darse cuenta de a dónde pueden llevar los mejores ideales, ser lo suficiente consciente del problema como para permitirte un replanteamiento constante de tus propias opciones políticas. Ser autocrítico, pero no un espectador pasivo.
P: Pero cuando la historia te arrastra y no te deja más opciones que la barbarie, ¿qué hacer? Pienso en esa famosa y controvertida tercera España de la Guerra Civil.
R: Está claro. Fíjate, yo me pregunto, si Galdós hubiese vivido la Guerra Civil, ¿habría seguido defendiendo esa actitud revolucionaria y romántica, sabiendo a qué extremos puede llegar en tiempos de guerra abierta? No lo sé. Lo que pasa es que durante la Guerra Civil, en ese tiempo de fanatismo ideológico, las opciones estaban muy selladas. Por lo tanto, en ese caso concreto, creo que sí que puedes llegar a plantearte, no un retiro al vientre de la ballena, pero sí una fidelidad férrea a los propios ideales, que debe llevarte únicamente hasta dónde esos mismos ideales te lleven, y no hasta donde el bando que dice defenderlos quiera llevarte. Chaves Nogales era republicano, por ejemplo, y se quedó en Madrid hasta que consideró que la causa republicana, tal y como él la entendía, había sucumbido a los partidismos de la guerra. Él llegó a la conclusión de que el desenlace del conflicto fratricida, ganase quien ganase, sólo podía acabar en el totalitarismo. Vislumbró que la democracia liberal, sustentada por el Estado de derecho, había muerto. Y por eso se fue a Londres. Es un tema muy interesante. Esa pasividad política, motivada por unas circunstancias de maniqueísmo extremo, es una de las grandes cuestiones de la contemporaneidad.
P: ¿Pueden las circunstancias, por tanto, convertir al apoliticismo en una opción política legítima?
R: Como te digo, depende de cómo entiendas el apoliticismo. En lo que tiene de entendimiento profundo de la política, creo que es una opción digna. Sólo que, como opción sofisticada, hay que saber defenderla. Hay otras opciones, que entran dentro de la lógica facciosa, del ellos o nosotros, que no son sofisticadas. El apoliticismo del que hablamos es una reacción a una situación muy concreta. Eso ya estaba en Montaigne cuando describió las Guerras de religión en Francia. Y él no es que fuese apolítico, pero sí que entendió la lógica de las facciones, y planteó una vida huidiza y muda en un mundo convulsionado por la historia. El apoliticismo, entendido de esta manera, es una opción digna, que en determinados momentos hay que saber reivindicar. Porque no es el fin de la política, sino la relativización de la política. Una actitud de enfriamiento de las pasiones ideológicas. Y tú me preguntarás ahora cuál es su marco. Pues el del liberalismo escéptico. Es decir, el de toda una gran tradición intelectual que se basa en el Estado de derecho. Al final terminamos siempre en lo mismo, pero es que a veces se olvida toda la enjundia intelectual, moral e incluso narrativa que hay detrás de un artefacto político tan aparentemente frío e impersonal como una democracia representativa. No hay que olvidar que dicho artefacto fue confeccionado por toda la inteligencia histórica que hay detrás, por ejemplo, de los Episodios nacionales. Lo que pasa es que en el día a día es mucho más seductor el poder revolucionario de una ideología, que dibuja el futuro de forma transparente, que el poder mitigador de otro punto de vista, que ni siquiera llega a ser una ideología, y que lo que busca es, desde una perspectiva estoica y resignada, asumir lo existente, cortando sus aristas más problemáticas, para intentar bascular de la mejor manera posible en un mundo que nunca será puro ni enteramente feliz.
P: Recuerda a aquello que tú rescatas de Burke, eso de que algunos "por odiar tanto los vicios, terminan amando al hombre demasiado poco".
R: Claro. Hay un libro que se titula Conflicto de visiones, de Thomas Sowell, que viene a decir que las dos grandes visiones que están detrás de las ideologías contemporáneas son la expansiva y la restrictiva. La expansiva es la que ve al hombre como un lienzo en blanco, en donde se pueden pintar los paisajes más paradisíacos; y la restrictiva es la que asume que el hombre no es un lienzo en blanco, que tenemos una naturaleza imperfecta, y que hay que partir de esa naturaleza para construir los mundos políticos.
P: Rousseau contra Montaigne, por ejemplo.
R: Exacto. Lo que pasa es que es perfectamente entendible que la visión expansiva sea mucho más seductora. Y posiblemente es muy legítimo plantearla y creer en ella. Algo que aprendí con Herder es que, a veces, los que tenemos una visión más escéptica, tenemos también que entender las razones que están detrás de esas ideologías más expansivas. Porque si no entiendes esas emociones, pierdes de vista una parte fundamental de la política. Y aquí yo siempre llego a un callejón sin salida en el que no sé qué dirección tomar. Porque las emociones son importantes en política, y las emociones expansivas forman parte también de la esperanza pública. Por eso no debemos nunca minusvalorar toda la capacidad que tuvieron los lenguajes totalitarios para seducir y entusiasmar a grandes partes de la población en la Europa de los años 20 y 30. Y eso no es justificarlos. Es tratar de entender la importancia que tuvieron las emociones en esa época de crisis del liberalismo, en la que a lo mejor ahora nos estamos reinstalando. Por eso, lo que no soporto es esa cierta actitud distanciada del liberal que, de alguna manera, se permite pronunciar palabras de superioridad con respecto al apasionamiento de la gente. No. Hay que entender ese apasionamiento, porque es con él con el que se hace la política. La política se hace con miedo, con esperanza, con emociones. Y el liberalismo debe ser capaz de entender esa lógica, para ir construyendo respuestas lo más efectivas posibles a sus aspectos más problemáticos.