Menú
Francisco José Contreras

El conservadurismo de Roger Scruton

¿No es el conservadurismo evidente por sí mismo? No. La ideología dominante es progresista

¿No es el conservadurismo evidente por sí mismo? No. La ideología dominante es progresista
Sir Roger Scruton | Archivo

El pasado domingo murió Sir Roger Scruton. Su muerte física fue precedida por la civil —o quema del hereje en el cadalso de la corrección política— a cuenta de las opiniones "supremacistas blancas, homófobas y sexistas" vertidas hace unos meses en una entrevista del New Stateman que dio pie a su expulsión (¡por el gobierno "conservador" británico!) de la comisión "Building Better, Building Beautiful". "Nadie con las ideas de Scruton tiene sitio en una democracia moderna", sentenció el diputado laborista Andrew Gwynne.

Sir Roger afrontó ambas muertes con la entereza elegante de un gentleman victoriano (ese biotipo en extinción, junto a tantas otras fibras de la identidad británica, como lamentó en su libro England: An Elegy, teñido de una melancolía que recuerda a la de la poesía de Philip Larkin). Se le diagnosticó su enfermedad en julio de 2019: "Mi reumatólogo me habla de mi conferencia sobre Parsifal…; alarmado por lo que ha visto en el scan, me pone en manos un oncólogo, que comienza a trabajar conmigo inmediatamente, pues de lo contrario podría estar muerto de cáncer en una semana. Esa semana se ha prolongado por el momento, pero, ¿por cuánto tiempo más? […] Sin embargo, como ocurrió con la entrevista diseñada para destruirme, lo bueno sobrepuja a lo malo. Nunca antes me habían llegado tantas muestras de afecto, y gracias a mi oncológo he sido capaz de seguir trabajando en mi escritorio […]". En A Political Philosophy, Scruton había escrito que el conservador sabe que su lucha contra el caos está condenada a fracasar finalmente frente a la segunda ley de la termodinámica: "La entropía siempre crece, y todo sistema, todo organismo, todo orden espontáneo sucumbirá tarde o temprano al caos. Sin embargo, aunque eso sea cierto, no por ello el conservadurismo es un empeño vano en cuanto práctica política, igual que la medicina no es fútil simplemente porque 'a largo plazo, todos muertos'. Más bien deberíamos reconocer la sabiduría de Lord Salisbury cuando señaló que 'el aplazamiento es vida [delay is life]'".

La última frase del último artículo de Scruton es: "Cuando te acercas a la muerte, empiezas a comprender lo que significa la vida, y lo que significa es gratitud". La gratitud por —y la afirmación de— lo bueno, lo verdadero y lo bello es la esencia del conservadurismo de Scruton. Solía repetir que el conservadurismo trata sobre el amor, y por tanto, la voluntad de preservar todo lo valioso que hemos recibido de los antepasados. El conservador sabe que "las cosas buenas son destruidas fácilmente, pero es mucho más difícil crearlas. Eso es especialmente cierto en lo que se refiere a bienes colectivos como la libertad, la civilidad, el espíritu público, la seguridad de la propiedad y la vida de familia" (How To Be A Conservative).

¿No es el conservadurismo evidente por sí mismo? No. La ideología dominante es progresista: el pasado fue una larga noche de machismo, homofobia, racismo y dominación de clase; "antiguo" es sinónimo de opresivo y discriminatorio; el "argumento" ¡¿pero no querrás hacernos retroceder X años?! zanja cualquier discusión.

Nacido en 1944 en una familia humilde, con un padre socialista y amante de la naturaleza (una pasión heredada por Scruton, experto caballista, dueño de una granja y autor de una Green Philosophy, que lamenta que el ecologismo haya sido secuestrado por la izquierda, y sostiene que el conservador debe aspirar a la preservación de la belleza paisajística), Scruton, estudiante excepcional, comenzó imbuido del progresismo que ya en los 60 era la cosmovisión por defecto en Oxbridge. Su caída del caballo tuvo lugar en el Mayo del 68 parisino, al que asiste en directo como estudiante de posgrado. "Estaba en el Barrio Latino viendo a los estudiantes volcar coches, romper ventanas y lanzar adoquines, y por primera vez en mi vida sentí una oleada de indignación política. De repente me di cuenta de que estaba en el otro bando. […] Cuando pregunté a mis amigos qué intentaban lograr, todo lo que me contestaron fue un centón de perezosos tópicos marxistas. Me irritó y pensé que debía de haber un camino de regreso a la defensa de la civilización occidental". Los soixante-huitards habían gozado todas las bendiciones de esa civilización: prosperidad (Francia crecía al 5% anual en los 60), acceso a la educación superior (200.000 universitarios en 1958, 500.000 en 1968), libertad, democracia… Su reacción era considerar todo ello un engaño fascista –la libertad es "libertad": las comillas despectivas fueron la gran aportación intelectual del 68— y/o un aburrimiento ("Ya no hay Guernica, ya no hay Auschwitz, ya no hay Hiroshima. ¡Bravo! Pero, ¿y la imposibilidad de vivir, y la mediocridad asfixiante, y la ausencia de pasión?", escribió Raoul Vaneigem, uno de los "situacionistas", tan influyentes en el 68). Como rechazo a la forma de vida de sus padres –la generación que había sufrido la ocupación nazi, la dura reconstrucción, la guerra de Argelia…— decidieron hacerse maoístas (justo en el momento en que la Revolución Cultural arrasaba en China cualquier vestigio de civilización).

En realidad, los sesentayochistas no tenían ningún recambio realista al prosaico bienestar y la "falsa libertad" de sus padres: lo suyo era la negación por la negación, el "gran rechazo" que había cantado Marcuse en El hombre unidimensional. Pero tampoco Marx o Lenin disponían de una alternativa viable –como testimoniaba el fracaso del socialismo, suficientemente patente en 1968 para quien quisiera saber— al orden liberal-conservador-capitalista laboriosamente generado mediante ensayo y error a través de milenios de historia occidental. Si la esencia del conservadurismo es la afirmación, la conservación y el amor –pues "lo bueno sobrepuja a lo malo"— la de la izquierda es la negación, la destrucción y el odio. Scruton dedicó a mediados de los 80 una obra (Fools, Frauds, and Firebrands: Thinkers of the New Left) a la refutación de los mâitres-à-penser del 68, los Sartre, Foucault, Althusser, Lacan, Deleuze… En el capítulo de conclusiones de ese libro –que desencadenó una tormenta de críticas y terminó precipitando su salida de la Universidad— viene a decir que, vista la pasión con la que la izquierda rechaza a la derecha ("una vez identificado como de derechas […], tus opiniones son irrelevantes, tu reputación está ensuciada, tu presencia en el mundo es un error: ya no eres un oponente al que se deba contraargumentar, sino una enfermedad que debe ser curada"), uno tendería a pensar que la izquierda posee un modelo de recambio infinitamente mejor. Sin embargo, "abarcando con la vista el paisaje desolado que he recorrido en este libro, encuentro solo negaciones". La izquierda es como el Mefistófeles de Fausto: "el espíritu que siempre niega", "un grito que condena lo vigente en nombre de lo incognoscible [a cry against the actual on behalf of the unknowable]". La izquierda "representa como 'estructuras de dominación' todo lo que los demás consideran simplemente instrumentos del orden civil": familia, empresa, mercado, moral sexual, propiedad, religión, nación, escuela (al menos, la escuela "tradicional", dedicada a la transmisión del conocimiento), asociaciones voluntarias (los little platoons de Burke, que Scruton tenía siempre en los labios).

Antes de abandonar una Universidad ya convertida en feudo neomarxista, Scruton tuvo tiempo de asistir a la victoria de Margaret Thatcher (1979). Su relación con el thatcherismo fue ambigua: de un lado, saludaba la aparición de una derecha intelectualmente asertiva y la apuesta por el mercado, las privatizaciones y el aligeramiento del Estado. Sin embargo, Scruton lamentaba la estrechez de una visión economicista, que pretendía ganarle la batalla intelectual a la izquierda solo a base de "soluciones de mercado", "economía del lado de la oferta" y "soberanía del consumidor". "Creo que la libertad no es una respuesta suficiente a la pregunta sobre aquello en lo que creen los conservadores" (How To Be a Conservative). Y no porque la libertad no sea un valor, sino porque es un valor penúltimo: "Como Matthew Arnold, yo creía que la libertad es un excelente caballo para cabalgar, pero para cabalgar a algún sitio". La libertad es valiosa de manera instrumental, si sirve para alcanzar fines valiosos. El liberalismo, para tener sentido, presupone una jerarquía objetiva de valores: o sea, el liberalismo necesita al conservadurismo.

Scruton rechazaba la famosa afirmación de Thatcher "no existe la sociedad". En el fondo, piensa Scruton, Thatcher sabía que la economía de mercado solo podía funcionar en un marco político-cultural muy específico, integrado por elementos que están más allá de la economía. Uno de ellos es, por ejemplo, el Estado-nación: "sus discursos más importantes, y también sus políticas, derivaban de una conciencia de lealtad nacional". Pero Thatcher, que era una patriota, no sabía expresar su patriotismo en lenguaje thatcheriano: "La lástima era que no tenía una filosofía con la que articular ese ideal". El neoliberalismo se le quedaba corto.

Y sí, otro de los aspectos del conservadurismo de Scruton –compatible con el liberalismo económico, aunque no con el fundamentalismo libertario— es el nacionalismo. Es una faceta de su pensamiento que se reforzó después de su estrecha colaboración con disidentes anticomunistas en la Europa central de los 80: "Sentí una inmediata afinidad con aquella gente. Y comprobé que nada era más importante para ellos que la supervivencia de su cultura nacional". Ardiente defensor del Brexit, Scruton piensa que la mano invisible de Adam Smith requiere un marco de corresponsabilidad basado en cierta identidad común: "Un mercado puede conseguir una asignación racional de los bienes y servicios solo allí donde hay una confianza previa entre los participantes" (How To Be A Conservative). Y la confianza previa se da entre los compatriotas, los que comparten un sentido del "nosotros" nacional (que se extiende, no solo a la generación actual, sino, como quería Burke, "a los muertos, los vivos y los que han de nacer"): "la sociedad [nacional] es una herencia compartida en aras de la cual estamos dispuestos a hacer sacrificios, que nos permite sentirnos parte de una cadena de transmisión y recepción, y reconocer que no tenemos derecho a estropear las cosas buenas que heredamos". El Estado-nación es también el ámbito natural para el ejercicio de las libertades democráticas: "Es porque somos capaces de definir nuestra ciudadanía en términos territoriales que, en los países occidentales, disfrutamos de las libertades elementales" (Scruton contrapone la territorialidad liberal de las naciones occidentales a la universalidad teocrática de la umma islámica, que no reconoce fronteras). "La democracia necesita fronteras, y esas fronteras son las del Estado-nación" (How To Be A Conservative).

El liberalismo economicista de los thatcherianos se quedaba corto también en otro aspecto: no tenía conciencia de la irremplazabilidad de instituciones como la familia; o bien, daba su conservación por supuesta, sin comprender su rápido deterioro, fruto a su vez de esa liberación de las costumbres que fue el verdadero legado de los nihilistas de 1968.

El fundamentalismo libertario saluda la disolución de los vínculos familiares (ataduras insufribles de la libertad individual), o bien concibe el matrimonio como un contrato que debe ser fácilmente rescindible. Scruton escribió páginas muy profundas sobre la diferencia entre "contrato" y "voto" [vow], y lamentó la contractualización libertaria de los votos. Un contrato contempla obligaciones definidas, y tiene una duración limitada. Un voto, en cambio, implica "una mutación existencial": "Los votos son compromisos indefinidos […], vinculan a las partes en un destino compartido". "Un voto es una entrega definitiva de sí mismo, en la cual se invita al otro a confiar. El paradigma de esto es el matrimonio, tal como fue concebido hasta hace poco". "Las sociedades que ya no insisten en ese compromiso, o que permiten la erosión del matrimonio, primero mediante su redefinición como un simple contrato, y después como una opción que los padres pueden o no elegir, son sociedades que ya no ofrecen seguridad a los hijos" (The Soul of the World). "En toda sociedad sostenible, el orden de los acuerdos voluntarios está enmarcado por otro orden en el que las obligaciones son trascendentes, los vínculos sagrados".

"Las sociedades no duran si sus miembros no son capaces de sacrificio". El sentido de lo sacrificial permea toda la obra de Scruton. Es indisociable del sentido de lo sagrado, y ambos se están perdiendo a toda velocidad en nuestro mundo contractual de maximización de utilidades. "Ningún contrato moverá al soldado a entregar su vida por su país, ni a una madre a sacrificarlo todo por sus hijos", ni a una pareja a vincularse hasta que la muerte la separe.

Una sociedad necesita, pues, un sentido de lo sagrado. Los compromisos familiares definitivos (de los cónyuges a la manera tradicional, y de los padres con sus hijos) apuntan a lo sobrenatural. También lo hace la experiencia estética, a la que Scruton dedicó varios libros: "la música nos transporta más allá de los límites de la realidad natural", y la belleza parece no ser de este mundo (tuvo el valor de denunciar la impostura del arte posterior a las vanguardias de los años 20, y la inhumanidad de la arquitectura racionalista post-Bauhaus. Y nuestra aspiración al conocimiento, que va más allá de las necesidades prácticas de supervivencia: "podríamos haber evolucionado como especie sin necesidad de entender el reino de las verdades matemáticas […], nuestra curiosidad se extiende infinitamente más allá de los problemas que necesitamos resolver" (The Soul of the World).

Con todo, que necesitemos o presintamos lo sobrenatural no implica de suyo que lo sobrenatural exista. Scruton, que tocaba el órgano en la iglesia anglicana local (pero el anglicanismo es ya solo estética, no teología), era ambiguo sobre la cuestión de la existencia de un Dios personal. "No puedo responder la pregunta de cómo un ser que existe fuera del espacio y el tiempo pueda manifestarse dentro de ellos. Pero tampoco puedo responder la pregunta de cómo un ente puede ser un organismo [sujeto al determinismo físico-químico] y al mismo tiempo un sujeto libre que está llamado a dar cuenta de sus actos con razones". O sea, que Dios es un misterio, como lo es la libertad humana (según terminó reconociendo Kant, que concibió a ambos como "postulados de la razón práctica" incomprensibles por la razón teórica). "La fe nos pide que aprendamos a convivir con misterios, que no los borremos, pues al borrarlos estaríamos borrando también el rostro del mundo" (The Soul of the World).

Espero que Scruton haya entendido ya que su combate por la verdad, la belleza y la justicia era algo más que un aplazamiento salisburyano de la victoria final de la nada.

En Cultura

    0
    comentarios

    Servicios

    • Radarbot
    • Libro
    • Curso
    • Escultura