"...y ahora vete a tu casa, y no vuelvas a pecar".
Existe algo en la bondad que aporta paz. No importan las circunstancias. Si se vislumbra de repente un acto de sincero altruismo, se siente automáticamente un bienestar pausado. Un deseo de ese amor que por momentos aparece, para calmarnos. La palabra calma no debe tomarse a la ligera. En Misericordia, de Galdós, Juliana, causante última de la miseria en la que, por ingratitud, se ha visto empujada Benina, acude sin embargo a ella para pedirle consuelo. No puede soportar una carga que no es capaz de comprender, y simplemente entiende que no consigue dormir por la noches, temerosa de un mal que sólo ella ve. "Desde anoche se me ha metido en la cabeza otra idea", le dice la joven a la vieja mendiga. "Que usted, usted sola, me puede curar". Benina ha estado toda la obra sacrificándose por una familia que vive en la inmundicia. Se ha visto obligada a pedir limosna a escondidas, a regatear y a empeñar posesiones míseras, endeudándose por el camino, para poder salvar los días de aquellos amos a los que se siente unida por lazos más poderosos que la servidumbre. Ellos, sin embargo, le han dado la espalda en cuanto la fortuna les ha sonreído. Cualquiera, en esas circunstancias, habría puesto el grito en el cielo y hubiese reclamado lo que por justicia le corresponde, pero Benina no lo ha hecho. Ha sentido lástima por ellos, eso sí, y se ha marchado sin demasiados miramientos para cuidar de la persona que más la necesita ahora: un mendigo ciego y enfermo, que se ha enamorado perdidamente de su deslumbrante benignidad. Todo eso lo sabe Juliana, y por eso acude a ella, sintiendo que nadie más en esta tierra puede salvarla de su mal. Benina, envejecida, cansada y buena, se ha convertido así en la imagen misma de Jesucristo, y por eso sólo a ella le ha concedido el genio de Galdós la potestad humilde de perdonar los pecados.
Misericordia es una de las últimas novelas que publicó el escritor canario, insertada dentro de su etapa "espiritual". En realidad, es una nueva indagación en una idea que recorre buena parte de su obra: el valor incuestionable de la caridad, y la dificultad, sin embargo, de que arraigue en la sociedad. Los personajes que desfilan por sus páginas representan los bajos fondos del Madrid de finales del siglo XIX: son mendigos, pordioseros y rufianes, cada cual con su desgracia a hombros, y todos ellos viven subyugados por la ley humana universal del dinero, la herramienta más eficaz —quizás la única— para garantizar la supervivencia. Por eso mismo, en sus noches, calladas y pobres, se lanzan sin remedio a lo que el sueño ofrece, y resumen su desgracia comparativa con frases lúcidas: "Digo que no hay justicia", piensa en su lecho Benina, "y para que la haiga, soñaremos todo lo que nos dé la gana, y soñando, un suponer, traeremos acá la justicia…".
El retrato contundente de la pobreza que hace Galdós no cae en la caricatura. Su destreza analítica y su empeño honrado de escritor no le permiten dejarse llevar por el simplismo y el maniqueísmo de clase. Sus pobres seres humanos se organizan como en la vida real, y así, en sus propias jerarquías, aparecen como constantes universales los mismos mecanismos y las mismas relaciones de poder que en cualquier grupo social medianamente asentado. La máxima para ellos es sobrevivir un día más, y a ella se entregan cada mañana, enredados en la tarea por conseguir el céntimo que les permita continuar anclados a esta existencia que parece querer quitarles de en medio. En esa lucha humana por la supervivencia cualquier cosa es imaginable, y sin embargo sobresale la admiración evidente de Galdós hacia aquellos que, unidos en el desamparo, son capaces de amparar a los demás. Benina, de entre todos ellos, representa el valor más alto de la caridad, o la Misericordia —el título de la obra juega también con el nombre del Hospital de la Misericordia—, que el novelista vio necesaria en su última etapa literaria. Por eso, es pensando en ella que escribió esa semblanza rebosante de dignidad: "Miró la vida desde la altura en que su desprecio de la humana vanidad la ponía; vio en ridícula pequeñez a los seres que la rodeaban, y su espíritu se hizo grande y fuerte. Había alcanzado glorioso triunfo; sentíase victoriosa, después de haber perdido la batalla en el terreno material". Sólo una mujer así podía mirar con compasión a la persona que le había negado esa dignidad material, observarla, con sus fallas y virtudes, y lanzarse acto seguido a calmar su inquietud: "Pues, hija, bien fácil es curarte", le responde sencillamente a Juliana. "No llores... y ahora vete a tu casa, y no vuelvas a pecar".