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Santiago Trancón Pérez

Lo que va de ayer a hoy. La Barcelona que fue (y se fue)

En este libro ha logrado aunar esa pulsión (y pasión) literaria con la descripción cruda de hechos que no admiten demasiados adornos sentimentales.

En este libro ha logrado aunar esa pulsión (y pasión) literaria con la descripción cruda de hechos que no admiten demasiados adornos sentimentales.
David Alonso

Acaba de "republicar" Federico Jiménez Losantos Barcelona, la ciudad que fue. Me invitó a que participara en la presentación del libro en el Hotel Wellington. Ante un numerosísimo público, como ya es habitual en las convocatorias de Federico, intervine como pude, pues un percance cardíaco me impidió valorar como hubiera deseado estas memorias políticas y sentimentales. Aprovecho ahora para hacerlo con mayor serenidad.

Debo aclarar en primer lugar, para tirios y troyanos, mi relación con Federico Jiménez Losantos, algo que tiene cierto interés, más allá de nuestros vínculos personales. Federico es de sobra conocido por todo cuanto piensa y dice, pues si algo le caracteriza es que ha hecho de la sinceridad y la libertad política (de pensamiento, palabra y obra) su mejor carta de presentación. Expresa sus ideas de modo vehemente, combina el sarcasmo y la ironía mordaz con una argumentación rigurosa y una información apabullante. Hasta sus enemigos reconocen su dominio de palabra y su agilidad mental. Son éstas, cualidades y modos de agitación y comunicación política tan infrecuentes que provocan el rechazo inmediato de los medios bien-pensantes, acomodados y acomodaticios, servidores de sus amos, a derecha e izquierda.

A la derecha acomplejada no le perdona su claudicación ante los nacionalismos, y a la izquierda oficial esto mismo y todo lo demás. Sabemos lo impreciso y confuso que puede ser esta categorización dicotómica de derecha/izquierda, pero sigue siendo práctica y orientativa, además de imprescindible para los electores. Federico siempre ha respetado mi posición política de izquierdas, y yo su adscripción liberal, término igualmente ambiguo, pero útil. Los dos distinguimos bien entre ideas e ideología, y nos une el combatir por igual la ideología progre y la reaccionaria. En este sentido, nuestras discrepancias políticas carecen de relevancia frente a la visión básica que compartimos de la democracia, la libertad y el sentido de la justicia, principios que nos obligaron a enfrentarnos, en la Barcelona que se fue, primero al catalanismo, luego a todo lo que vino detrás y consecuente: nacionalismo, separatismo, golpismo y lo de ahora, ese nazismo-leninismo que se alimenta día a día del odio a España y a todo lo que suene a español.

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Publicación en Diario 16 del Manifiesto

Quiero destacar algo que, aunque poco frecuente, no deja de ser lo más natural: el hecho de que sólo el fanatismo, el sectarismo partidista o la ceguera ideológica podrían destruir una amistad que se ha forjado en la lucha contra el totalitarismo nacionalista que nos expulsó de aquella Barcelona excitante en la que vivimos los años más intensos de nuestra vida, por ser los de nuestra primera juventud. Una amistad que los dos sabemos está ahí, y que no necesita exhibiciones ni ritos de paso (del paso de los años) para mantenerse. Este libro, que revive algunos hechos y experiencias compartidas, pero sobre todo describe el ambiente intelectual, sentimental y político en que nos sumergimos con pasión y riesgo, ha servido para valorar lo que entonces hicimos, pero también para entender lo que luego continuamos haciendo, y así hasta hoy. Es esta coherencia vital la que quiero destacar, y que muestra, no sólo la distancia entre lo que va de ayer a hoy, sino su continuidad.

Porque todo lo que hoy vemos y padecemos, y que algunos todavía niegan con necia cobardía o mostrenca soberbia, ya lo vimos y vivimos aquel grupo de profesores e intelectuales que primero denunciamos la censura de Lo que queda de España y luego suscribimos el Manifiesto de los 2.300, dos hechos enlazados y que han adquirido un valor simbólico y casi fundacional de la resistencia y lucha contra el nacionalismo separatista que a finales de los setenta reaccionó de forma violenta y difamatoria contra todos nosotros, y que Federico sufrió de modo directo y brutal.

Yo me preguntaba en la presentación frustrada del Hotel Wellington por qué nos costó tanto contar la verdad de lo que estaba ocurriendo en Cataluña, y sobre todo por qué casi nadie quiso hacernos caso. De nada sirvió que los promotores de aquella precoz y premonitoria llamada de alarma fuéramos abiertamente de izquierdas y conocidos antifranquistas. La acusación, que resultó eficacísima, fue desde entonces hasta hoy la misma: llamarnos fascistas (lerruxistas, franquistas, anticatalanes). Degradados, despreciados y denigrados con el uso indiscriminado de este insulto, la tarea inicial de desmontar esta burda acusación hacía imposible centrar la atención sobre lo que para nosotros era lo principal: destapar la impostura, el disimulo con que los catalanistas ocultaban la naturaleza perversa y antidemocrática del proyecto nacionalista, entonces ya perfectamente diseñado. Llamar a alguien facha y franquista (o de ultra derecha ahora) es un modo de descalificación global y absoluta que no necesita argumentación ni demostración alguna, funciona por sí mismo y de modo automático.

Claro está que no basta esta explicación para entender el desprecio con que, no ya en Cataluña, donde el poder nacionalista ya lo dominaba todo, sino en el resto de España, fuimos recibidos después de un primer momento de sorpresa. Debo aclarar aquí que, tanto la UCD de Calvo Sotelo y Martín Villa, como el PSOE de Guerra y Felipe, fueron entonces directamente informados de lo que estaba ocurriendo, cómo habíamos sido linchados personal y públicamente los promotores de la denuncia, qué es lo que empezaba a pasar en la educación, en la cultura, en la vida pública. Ni ellos ni los que siguieron se lo tomaron en serio. El pujolismo no desaprovechó la ocasión. Como bien dice Federico, el presente ya estaba en aquel pasado, pasado en el que nosotros vimos (y temimos) la miseria del presente.

Pero este libro no tiene sólo una lectura política e histórica, sino biográfica. Lo biográfico es la trama que sustenta todo lo demás, que Federico aborda aquí con voluntad literaria. Echa mano para ello de cierto lirismo que revela ese lado de su personalidad que, quizás por las urgencias combativas y las provocaciones de la lucha política diaria, Federico ha tenido que dejar de lado, y que apenas encauzó a través de una poesía prematuramente abandonada. No resulta fácil, pero en este libro lo ha logrado, aunar esa pulsión (y pasión) literaria, con la descripción cruda de hechos que no admiten demasiados adornos sentimentales. Pero la vida es ese todo inseparable donde las emociones y vivencias íntimas pugnan por ser reconocidas, empezando por nosotros mismos. No es fácil encontrar el equilibrio entre la sinceridad que convence al lector de la verdad de lo que decimos, basándonos en la verdad de lo que sentimos, y la relevancia de lo que contamos, más allá de las peripecias personales.

Federico cuenta en esta Barcelona que fue y se fue con nosotros, muchas cosas que a mí me suscitan emociones y recuerdos olvidados, que quizás debiera algún día también relatar, porque es cierto que lo que entonces vivimos no es muy distinto de lo que ahora padecemos, y la España que en la Barcelona de aquellos años no puedo ser, es la misma que hoy quiere recuperar su conciencia de ser y su derecho a existir. Si entonces aprendimos a escribir (y sólo se aprende a escribir publicando), yo quiero agradecer a Federico aquel empeño en publicar, para lo cual él y Cardín impulsaron la Revista de Literatura, Diwan y La Bañera, en las que yo colaboré, además de escribir, como ellos, en El viejo topo y Ajoblanco. Lo intelectual, lo sentimental y lo político formó parte de la misma pasión por la vida que, desbordada, chocó contra la intolerancia, la imposición y el racismo nacionalista. Elegimos la libertad frente a la claudicación servil de muchos. No nos arrepentimos.

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