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Cristina Losada

Capitalistas rojos (y 2)

Si las decisiones individuales contribuían al éxito económico, ¿por qué no podía suceder lo mismo en el ámbito político y cultural?

Xi Jinping, en Davos | EFE

La masacre de Tiananmen y la brutal represión posterior son cruciales para entender el tipo de contrato social vigente en China. En La China de Xi Jingpin, Julio Aramberri afirma que al liquidar el mayor desafío popular a su hegemonía desde 1949, los comunistas establecieron "un sangriento contrato de adhesión por el cual una mayoría de chinos consentía el monopolio gubernamental del PCC a cambio de un aumento progresivo de su nivel de vida". En definitiva, "un pacto de sangre".

Muchos análisis destacan el papel del repunte inflacionario y la corrupción en las protestas. Aramberri, sin desechar esos elementos, las enmarca en la "crisis de legitimidad" en la que había colocado al régimen de Deng el desmantelamiento del maoísmo. A fin de cuentas, si las decisiones individuales contribuían al éxito económico, ¿por qué no podía suceder lo mismo en el ámbito político y cultural? La respuesta parece obvia: porque entonces el Partido perdería su derecho indiscutido a gobernar.

Las dificultades de los dirigentes para cumplir su parte del pacto de sangre son descritas a lo largo del libro. Los desequilibrios y disfuncionalidades de la economía abocan a continuas promesas de reforma estructural que, de forma igualmente continua, son incumplidas. La llegada al poder de Xi Jinping, en 2012, con el mensaje de que el mercado iba a desempeñar un papel decisivo, fue celebrada por los grandes medios globales y los expertos. Unos años después, "la galerna reformista" se había disipado, el crecimiento se había reducido y el modelo no había cambiado.

¿Cómo definir la estructura de la economía china? No sin advertir de que es una fórmula difícil de manejar, Aramberri recurre a la etiqueta de capitalismo de Estado, del que China sería un modelo especial. Señala las diferencias con algunos tigres asiáticos que ponen límites a la libertad de expresión y a crear instituciones independientes, pero mantienen una relativa separación de poderes y aceptan el imperio de la ley. En China, subraya, no existe nada de eso. Todas las instituciones están sometidas a "los dictados políticos del PCC", que también dispone de instrumentos de presión para obligar a las grandes empresas de capital privado a seguirlos. Al no tener en cuenta que en China "toda la economía es política a secas", los que ven allí una evolución hacia un capitalismo cada vez más abierto son incapaces de explicar por qué nunca se adoptan las políticas "lógicas y necesarias".

Mientras "los burócratas metidos a empresarios" que precedieron a Xi Jinping relegaron el discurso ideológico, dejando el marxismo para los días de fiesta, el actual líder supremo ha lanzado la idea del sueño chino –recuperar el papel hegemónico perdido durante los "cien años de humillación"– junto a una estrategia de rearme moral e ideológico y represión de los disidentes. Se ha discutido mucho si Xi Jinping quiere imitar y reeditar a Mao. Aramberri se inclina por la opinión de que "quiere ser Mao, el héroe, sin convertirse en el Mao creador de caos". Ahora bien, "si los capitalistas rojos quieren mantener su hegemonía" en una China muy distinta a la que dejó Mao, necesitan nuevas políticas acordes con los nuevos tiempos. Como la lucha contra la corrupción.

La corrupción y el socialismo de rasgos chinos son "como los dientes y los labios". Está arraigada en todos los escalones de la pirámide del poder, desmoraliza al público y a los funcionarios, mina la confianza en el gobierno y pone en peligro la legitimidad del PCC. Esto preocupa, y mucho, a Xi, pero en su campaña anticorrupción ha habido más de lo que parece. Ha servido también -o sobre todo- para ajustar cuentas entre las facciones y está socavada por su arbitrariedad: "los corruptos que gozan del favor de los poderosos nada tienen que temer". El análisis de la corrupción, de la floración de supermillonarios y del sistema clientelar en el que han prosperado lleva a concluir al autor que el socialismo de rasgos chinos es profundamente inestable. No se puede pronosticar en qué momento habrá una crisis del sistema, pero "cuando llegue se producirá en medio de una creciente desafección hacia él por parte de los poderosos".

Xi Jinping es "el personaje más ambicioso que haya presidido el Partido desde Mao Zedong". Pertenece, cuenta Aramberri, a una de las mejores familias del tout Pékin comunista. Aunque su padre, revolucionario de la primera hora, fue purgado, degradado y humillado durante la Revolución Cultural y él mismo, a los 16 años, formó parte de los millones de jóvenes enviados a trabajar en el campo. No es el único de los dirigentes elegidos en 2012 que sufrieron en su propia casa los atropellos de la era Mao, pero si esa experiencia les ha dejado huella y cuál, no consta públicamente.

Sí constan, de Xi Jinping, la extraordinaria acumulación de poder, tanto político como militar, en su persona, y su apuesta geopolítica. Al líder le obsesiona, al parecer, el espectro de Gorbachov. Se dice que la principal lección que ha extraído del derrumbe del imperio soviético es que "su caída se debió a la falta de convicciones ideológicas", y a la falta de agallas, de sus últimos dirigentes. De ahí, señala Aramberri, su inclinación por el modelo Putin. El gran problema es que Xi querría volver "a un tipo de gobierno que sólo cupo en una sociedad rural, atrasada y aislada por completo del mundo exterior". Sociedad que, a pesar de la Gran Muralla Digital, ya no es la de la China de hoy. Así las cosas, el Pequeño Timonel y su partido sólo podrían contar con el "nacionalismo belicoso que comparten tantos chinos".

De su impulso a un nacionalismo militante, que ya fue clave en las fases iniciales de la lucha por el poder de Mao, esperan los dirigentes comunistas un rejuvenecimiento no de la nación, como dicen, sino de su legitimidad. Claro que nada asegura que puedan mantener el control de forma duradera. Al final de este libro fascinante, tanto por la calidad de sus análisis como por su destreza narrativa, el lector cree ver el retorno de la paradoja del contramodelo de los reformistas chinos. Es decir, la URSS. Si no reformas, todo se hunde, pero si reformas, también.

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