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Cien años de J. D. Salinger, el esquivo autor de 'El guardián entre el centeno'

El pasado 1 de enero se cumplieron 100 años del nacimiento del autor de El guardián entre el centeno.

J. D. Salinger | Archivo

Cuando uno intenta indagar en la vida de Jerome David Salinger, no puede evitar la intrusión de una sensación que desconcierta al mismo tiempo que apacigua. Sucede lo mismo al leer su celebrado cuento titulado Un día perfecto para el pez banana, y al dejar que la desgracia extraña de su personaje, Seymour Glass, ensombrezca primero los sentidos para luego depurarlos, sordamente, con una redención que nos muestra el poder sanador de toda infancia. Nunca fue tan delgada la línea que separa la degeneración de la inocencia, ni tan certero el diálogo que muestra, sin contar, una verdad posible escondida a la vuelta del recodo. Nunca la salvación fue más sonora que en el balazo descerrajado contra la propia sien.

Leyendo sobre su vida y sus milagros, como suele decirse, uno no se sorprende de la aparición de El guardián entre el centeno, su obra más universal. "La voz que refleja perfectamente lo que es la adolescencia, con todas sus contradicciones", se ha dicho siempre de la novela. Y queriendo indagar en sus miserias, parece fácil —y desde luego tentador— establecer una relación directa entre sus traumas de la guerra, su temperamento extravagante, inadaptado, y aquella frase tantas veces citada e interpretada, que bien podría querer asemejar un campo de centeno con el vasto imperio de la infancia; y la adultez como una caída precipitada. Sólo el despertar lúcido de la adolescencia podría llevar a alguien a querer convertirse en un guardián entre el centeno.

Pero establecer conexiones es una tarea temeraria. Es mejor, y más seguro, dejar que hable cada vida por ella misma. Lo único seguro acerca de Salinger es que amaba escribir, y al parecer no le movía a hacerlo ninguna vanidad necesitada de afectos ajenos. Es difícil establecer por qué quiso publicar, en sus inicios, o por qué dejó de hacerlo, mucho antes de lo que cabría esperar en la trayectoria de cualquier escritor. Su máxima ambición había sido, desde la universidad, colar alguno de sus cuentos en el New Yorker, pero para ello tuvo que esperar al desenlace del conflicto que estaba reduciendo Europa a cenizas. Él desembarcó en Normandía y combatió en el bosque de Hürtgen y en las Ardenas; liberó el campo de exterminio de Dachau y asistió al proceso de desnazificación que iba a llevarse a cabo en Núremberg. El estrés postraumático, sin embargo, le impidió seguir de cerca aquellos juicios.

Durante todo ese tiempo ya había empezado a componer su única novela, que publicaría más de un lustro después de su regreso a casa. Y con la fama que le trajo aquel Guardián comenzó también su caída particular. Llegaron después sus Nueve cuentos, sus novelitas cortas, su personal composición de la siempre recurrente "gran novela americana"... Los retazos de aquella América a través de la familia Glass. También el ruido, la atención, el interés mediático y el acoso de la prensa. Su retirada del mercado editorial y su enclaustramiento en Cornish, New Hampshire, para poder dedicarse a gozar de la escritura como un pianista que toca dentro de un armario. Nunca quiso volver a publicar, pero nunca dejó de escribir.

Leyendo aquello que escribieron sobre él su hija y sus parejas uno se encuentra cerca de comprender el motivo de aquel ostracismo voluntario. Todas sus rarezas y sus faltas, sus defectos como padre y sus pecados de hombre adulto desasosiegan en un principio, para luego apaciguar los ánimos. Su vida y sus acciones tan solo muestran a una persona imperfecta, como todas, cansada por el ritmo vertiginoso de su época y entregada a la tarea titánica de purificarse de alguna forma extraña y personal. La única posible. Sentado en su refugio, a uno se le presenta entonces como un rebelde adolescente que en su día se negó a aceptar las reglas del juego, tentado por una revelación que solo puede conducir a eso de: "que pare el mundo, que me apeo". Cien años después de su nacimiento, quién sabe si consiguió guardarse a sí mismo entre el centeno hasta el final de sus días.

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