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De Prim a Carrero, los maquillados asesinatos que cambiaron la historia de España

Francisco Pérez Abellán investiga en El vicio español del magnicidio las incongruencias en la historia oficial de los cinco presidentes asesinados.

Francisco Pérez Abellán investiga en El vicio español del magnicidio las incongruencias en la historia oficial de los cinco presidentes asesinados.
Instante después de que Mateo Morral arrojase la bomba contra el carruaje de Alfonso XIII | Wikipedia

Juan Prim fue sorprendido por varios pistoleros en la antigua calle del Turco, actual calle del Marqués de Cubas, mientras la berlina verde en la que viajaba recorría los pocos cientos de metros que separaban el Congreso de su residencia presidencial, el Palacio de Buenavista, en la plaza de Cibeles. Caía una espesa nevada aquel 27 de diciembre de 1870. El presidente del Consejo de Ministros y ministro de Guerra terminaba una jornada azarosa en la que aún le quedaba por preparar el viaje a Cartagena que debía emprender al día siguiente, para recibir al nuevo monarca que él mismo había promocionado: Amadeo I de Saboya. La oscuridad de la noche y la fría ventisca dificultaban la marcha, pero fueron otros dos carruajes, apostados a ambos lados de la calzada, los que obligaron al cochero a detenerse. Fue entonces cuando, aprovechando el desconcierto, seis hombres embozados y armados con trabucos descargaron su munición sobre el coche cerrado. Contra todo pronóstico, Prim llegó con vida a su casa. Dicen que hasta descendió por su propio pie y tuvo fuerzas para tranquilizar a su esposa, aterrada en la puerta al verle aparecer ensangrentado. Moriría tres días después, debido a la infección de las heridas, o al menos esa es la versión oficial.

"Este país es inquietante", comenta Francisco Pérez Abellán, reconocido criminólogo e investigador, y autor de El vicio español del magnicidio (Planeta), al otro lado del teléfono. "En España, todos los ministros de Gobernación que debieron encargarse de la seguridad de cada uno de los presidentes asesinados, no solo no fueron destituidos, sino que gozaron de una carrera política meteórica y prestigiosa". En su último libro indaga en esa extraña realidad, repetida casi al milímetro en cada uno de los magnicidios españoles, que nunca ha sido aclarada por los historiadores y que, según su impresión, "ha sido tapada escandalosamente por las autoridades que se encargaron de la investigación".

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Coche en el que fue asesinado Eduardo Dato

Práxedes Mateo Sagasta, el conde de Romanones, Carlos Arias Navarro… "Todos los ministros de Gobernación que no lograron impedir los atentados gozan ahora del prestigio de ser considerados grandes políticos y pensadores influyentes", insiste Pérez Abellán. "Y los gobiernos provisionales que debieron hacer frente a las investigaciones de lo sucedido no pusieron demasiadas facilidades para esclarecer la verdad". Con el asesinato de Prim, por ejemplo, fue necesaria la exhumación del cadáver, más de cien años después, para poder arrojar luz sobre un asunto que siempre había despertado dudas razonables. "Lo curioso es que sus heridas, dentro de lo que cabe, no revestían gravedad. Habría podido salir con vida del atentado, pero de pronto se vendió que se habían infectado. Pues bien, la autopsia reciente demostró que había sido apuñalado en su cuarto, aún convaleciente, y asfixiado con una soga", explica. Y entran entonces en escena personajes "turbios", en sus propias palabras, claramente beneficiados por la muerte del general y a los que las pruebas señalan como posibles culpables, "bien por acción o bien por omisión": el regente Serrano, que fue nombrado presidente del Consejo y ministro de Guerra, como deseaba; el duque de Montpensier, al que señalan todas las pruebas como instigador de la conspiración, que no logró la corona a la que el propio Prim le impedía acceder; o Sagasta, "que debió protegerle y que no lo hizo. Y ahora retratos suyos cuelgan del Congreso, recordando su figura como la de uno de los mejores políticos de nuestra historia".

"Es necesario aclarar que yo no acuso a nadie", explica el autor. "No tengo pruebas. Simplemente pongo de manifiesto las extrañas circunstancias en las que se sucedieron, en poco más de cien años, cinco magnicidios y un intento de regicidio; y cómo personas responsables o cercanas a los asesinados se beneficiaron de su desaparición". El asesinato de Prim cambió la historia de España, y probó que basta la muerte de un solo hombre para que el rumbo de una nación vire por completo. Sin él, Amadeo I aguantó tres cortos años en el trono, dando paso a una brevísima república que, a su vez, dio paso a la restauración borbónica y la implantación del sistema canovista. Veintisiete años después, un disparo a traición al propio Cánovas confirmó, de manera velada, que el magnicidio se había convertido en la herramienta más eficaz para cambiar las políticas del estado.

De anarquistas, verdugos y chivos expiatorios

El asesinato de Antonio Cánovas del Castillo, tiroteado en la cabeza mientras leía el periódico, sentado en un banco del balneario de santa Águeda, en Mondragón, Guipúzcoa, inauguró la serie de crímenes contra los presidentes que fueron atribuidos a anarquistas. Corría el año 1897 y la situación en la colonias era delicada. No es necesario reseñar lo que ocurrió después, en el conocido "desastre del 98". "Una constante en muchos de los asesinatos está relacionada con los intereses bélicos", explica Pérez Abellán. "La guerra, que mata a tantos y enriquece a unos pocos, es la verdadera razón de fondo de varios de los atentados contra los presidentes, aunque después se haya tratado de tapar el asunto atribuyendo los asesinatos a lobos solitarios, anarquistas idealistas que jamás habrían podido hacer lo que hicieron sin ayuda".

Es el caso de Michele Angiolillo, el verdugo de Cánovas, que no tuvo demasiadas dificultades a la hora de adentrarse en España desde París, vía Londres, presentarse en el balneario donde pasaba unos días de descanso el presidente, vigilado por escoltas, y registrarse con el falso nombre de Emilio Rinaldi, supuesto redactor del periódico italiano Il Popolo. "Durante varios días siguió a su víctima por los pasillos, en la biblioteca o en la cafetería, sin que los policías reparasen en él. Un periodista que no toma notas y que no se preocupa por entrevistar al presidente, teniéndolo a su disposición en todo momento", continúa Pérez Abellán. "Cánovas y su esposa se toparon con él varias veces, incluso durante sus paseos por la carretera de Mondragón. Y es que el asesino buscaba constantemente el mejor momento para descerrajar el tiro de gracia".

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Representación del asesinato de Cánovas

Nada más disparar, fue detenido por los lentos custodios, que no lograron evitar el crimen pero sí capturar al asesino. Se dijo entonces que se trataba de un anarquista molesto por los abusos que habían recibido los detenidos en el castillo de Montjuic, represaliados debido al atentado terrorista que mató a doce personas durante la procesión del Corpus, en Barcelona, en 1896. No se le dio demasiada importancia, sin embargo, a sus relaciones con exiliados cubanos en Inglaterra. Fue condenado y ejecutado a garrote pocos días después, y su voz quedó silenciada para siempre.

Pasados pocos años, en 1906, Mateo Morral fallaba al lanzar una bomba sobre el carruaje que paseaba al recién casado Alfonso XIII por las calles de Madrid. "Poca gente sabe que en ese momento Morral sufría una blenorragia, y que tenía los testículos más hinchados que una naranja. Cuando se inclinó para lanzar la bomba, desde el balcón de un quinto piso, su escroto chocó contra la barandilla, provocándole un dolor de mil demonios que le hizo errar el tiro y matar a decenas de personas inocentes. Se puede decir que la monarquía se salvó por un dolor de huevos", exclama Pérez Abellán. Después, el cuerpo del presunto anarquista aparecería con un tiro en el pecho en una de las fincas del conde de Romanones, ministro de Gobernación en esos momentos. "En una entrevista, pasado el tiempo, Romanones tuvo la audacia de reconocer que, en el momento del atentado, estaba durmiendo la siesta. ¡La siesta! Y ese hombre fue ministro varias veces, después de aquello, e incluso presidente, y ahora es recordado como un gran pensador… Así es España". Aún con todo, el rey no murió, y no se pudo consumar el que, en su opinión, era el objetivo del ataque: coronar a alguien más manipulable.

"Pensar en que los atentados fueron perpetrados por anarquistas es absurdo", continúa Pérez Abellán. "Se dice que Morral era célibe, fiel únicamente a la ‘Idea’, pero no se dice que nada más llegar a Madrid se fue de fulanas y contrajo la enfermedad venérea que le haría fallar. También que los anarquistas reivindicaban el asesinato del tirano como la única vía posible para cambiar el sistema, pero no que ninguno de los asesinados era, en realidad, un tirano, o un dictador". El caso de Canalejas es el más llamativo. "Es, tal vez, de todos los presidentes, el que lideró unas verdaderas políticas de izquierdas. Suprimió el impuesto de consumos; obligó a que no pudiese evitarse el servicio militar pagando dinero, y consiguió así que no fuesen los hijos de los pobres los únicos en morir en las guerras; pese a ser católico practicante, sus políticas eran anticlericales, defendiendo la aconfesionalidad del estado… Fue un ideólogo magistral, innovador y adelantado a su época, que fue eliminado debido a los enemigos políticos que hizo tanto en el partido conservador como en el liberal". La versión oficial dice, sin embargo, que fue asesinado debido a sus medidas severas para reprimir el intento de sublevación republicana de 1911, constituido por el motín en la fragata Numancia y los sangrientos sucesos de Cullera, y la huelga ferroviaria de 1912. "Demasiado difícil de creer".

Manuel Pardina, que no Pardiñas, como ha pasado a la historia, llegó a Madrid desde París un par de días antes de asesinar a Canalejas, a plena luz del día en pleno kilómetro cero de la capital. La mañana del 12 de noviembre de 1912 el presidente del Consejo de Ministros despertó alterado. Había dormido mal, víctima de un mal presagio. Inició su rutina de todas formas y regresó a su casa antes de tiempo. Casi a mediodía, partió otra vez, caminando desde su domicilio, en la calle Huertas, hacia Gobernación, en la Puerta del Sol. Atravesó la plaza del Ángel y bajó por Espoz y Mina, deteniéndose cada poco para observar los escaparates de libros. Tuvo que ser en el que estaba situado en la esquina de la calle Carretas, colindando ya con el edificio al que se dirigía, en el que se detuvo por última vez. Pardina apareció de repente y, casi tocándole el hombro, le pegó tres tiros que atravesaron el cristal de la librería San Martín. Uno de ellos fue mortal. "Existen demasiadas incongruencias en este caso", analiza Pérez Abellán. "Para empezar, se sabía que Pardina estaba en Madrid dispuesto a atentar, bien contra el rey o bien contra el presidente, desde el mismo momento en el que llegó. Pero no se le detuvo a tiempo, pese a que deambuló por la ciudad durante dos días y llegó incluso a entrar en el Congreso para presenciar un discurso de su víctima". "Después, se dice que Pardina se suicidó de un tiro en la sien pocos pasos más allá, pero en varias fotografías puede verse que tiene dos orificios de bala en la cabeza. Los forenses dictaminan que se tratan de orificios de entrada de calibres diferentes… Claramente fue asesinado, pero alguien quiso vender la historia del suicidio".

Pardina, como Angiolillo y como los tres asesinos que atentarían contra Eduardo Dato en 1921, fue relacionado con el anarquismo. "Se trata del chivo expiatorio", comenta Pérez Abellán. "El cajón de sastre en el que cabe todo porque en este país nadie se preocupa por investigar un poco. Como los anarquistas defendían el uso de la violencia contra el poder, cada vez que se quería llevar a cabo un atentado para cambiar el panorama político se les echaba el muerto a ellos. Pero la verdad es que eran asesinos a sueldo, entrenados y solo remotamente relacionados con círculos anarquistas". Únicamente de esa manera puede explicarse que personas con tan pocos recursos económicos, sin trabajo conocido o con trabajos mal pagados, pudiesen financiar ataques tan costosos sin ayuda de nadie. "Pedro Mateu, Luis Nicolau y Ramón Casanellas eran unos pelanas de veinte años. ¿Cómo pudieron pagarse una moto de último modelo con sidecar, un par de Mauser, que eran unas armas demasiado sofisticadas para la época, un garaje en Arturo Soria donde esconder el vehículo y un par de pisos en Alcalá donde vivir y planear el ataque a Eduardo Dato durante un mes?".

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Representación del asesinato de Canalejas

"Dato era un presidente menos innovador que Canalejas, pero veló por los más necesitados. Sus políticas trataron de beneficiar al trabajador… Aún así yo creo que se lo cargaron por haber defendido la neutralidad de España durante la Gran Guerra. Una vez más, a unos pocos les convenía el conflicto armado para lucrarse…". La versión oficial expone que los tres pistoleros se desplazaron a Madrid desde la Ciudad Condal con la única intención de acabar con el presidente debido al nombramiento de Martínez Anido como gobernador de Barcelona; personaje que se valió de la ley de fugas para encubrir los asesinatos que cometió para combatir las revueltas sociales y obreras que imperaban en Cataluña. "No tiene sentido", exclama Pérez Abellán. "Si querían acabar con Martínez Anido, les pillaba más a mano atentar contra él, y no desplazarse hasta Madrid para matar a Dato". Durante varias semanas los tres jóvenes recorrieron el itinerario que solía seguir el presidente cada dia, de regreso a su casa, y estudiaron varias estrategias. Sabían que su coche oficial no estaba blindado, por lo que todo apuntaba a que el tiroteo volvería a ser el modus operandi de un magnicidio en España. El 8 de marzo de 1921, entrada la tarde, se desplazaron en la moto hasta la plaza de Cibeles y esperaron allí, dando vueltas y sin tratar de pasar desapercibidos. Varios testigos, después de la tragedia, les recordaron pegando gritos y haciendo sonar el motor de su vehículo, aunque nadie reparó en las armas que llevaban escondidas en sus ropajes. Permanecieron de esa guisa durante bastante tiempo, hasta que vieron aparecer el Marmon 34 Limousine en el que viajaba el presidente. Sin mediar palabra emprendieron la marcha, siguiendo su estela hacia la Puerta de Alcalá, pegándose a su culo peligrosamente, y abriendo fuego antes de que el chófer pudiera coger la calle Serrano. En total se oyeron veinte detonaciones. Dieciocho atravesaron la chapa del coche. Tres acertaron en el cuerpo de Dato.

El crimen más perfecto de ETA

Cincuenta años, dos dictaduras y una guerra tuvieron que pasar para que volviera a cometerse un magnicidio en España. "La muerte de Carrero sí que es, quizás, la que más se podría ajustar a la del asesinato de un tirano. Pero en realidad el dictador no era él, sino Franco", dice el autor. En 1973, un comando de ETA, dirigido por José Miguel Beñarán Ordeñana, alias Argala, vizcaíno de veinticuatro años, horadó un túnel debajo de la calle Claudio Coello en un tiempo récord y colocó una carga explosiva en el lugar por donde pasaba, cada mañana, el coche de Carrero Blanco, a la salida de misa.

Durante trece días, tanto Argala como sus compinches, Ignacio Pérez Beotegui, alias Wilson, y Javier Larreategi, alias Atxulo, excavaron tierra desde un semisótano situado en el número 104 de la calle donde se produciría la explosión. Hay constancia de que a lo largo de esas semanas varios vecinos se quejaron del ruido, del olor y de la suciedad que una obra de esa envergadura produjo, pero ningún miembro del equipo de seguridad del presidente investigó el asunto. A las nueve y veinticinco de la mañana del 20 de diciembre de 1973, según la hora que marca el reloj parado del almirante, la detonación elevó el Dodge Dart de Carrero por encima de la iglesia de San Francisco de Borja y lo hizo aterrizar en el patio interior del edificio. La Operación Ogro había sido un éxito. "Es un crimen demasiado bien preparado. Nunca en su historia ETA había cometido un atentado tan perfecto, y nunca después cometió otro igual", exclama Pérez Abellán. "Además, se hace difícil de creer que a tan pocos metros de la embajada de Estados Unidos, los servicios de inteligencia americanos no reparasen en lo que se estaba preparando".

La muerte de Carrero facilitaba la transición a la democracia, que pudo llevarse a cabo después del fallecimiento del dictador, en 1975. Como en los otros cuatro magnicidios españoles, el asesinato de un solo hombre sentó las bases que permitieron iniciar un cambio político. Ninguno de esos crímenes, en opinión de Francisco Pérez Abellán, han sido investigados rigurosamente, y lo poco que sabemos de ellos presenta lagunas insalvables e incongruencias llamativas. El hecho de que se atribuyan varios de los atentados a justicieros anarquistas ha empañado la reputación de algunos de esos políticos, como Canalejas o Dato, que si algo eran, era la antítesis del tirano o dictador. Por otro lado, personajes que estuvieron presentes en primera línea en prácticamente todos los magnicidios son recordados ahora, y su prestigio no ha sido puesto en tela de juicio, ni siquiera una vez conocidas las medidas negligentes que llevaron a cabo a la hora de impedir que sus jefes fuesen eliminados. "En España, la dificultad para el investigador es total", exclama Pérez Abellán, todavía al otro lado del teléfono. "El cajón de los trapos sucios está hasta arriba; pero aquí no interesa contar la historia", termina.

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