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Luis Alberto de Cuenca

Jack London: el placer de narrar

La editorial Reino de Cordelia publica sus cuentos completos en tres gruesos volúmenes de 800 páginas cada uno. Unos relatos que, a pesar de la extrema juventud de su autor, suponen una auténtica cima en su producción literaria.

Si hay un autor en el que se distingue a primera vista una vocación placentera e innata de narrar, de contar historias sin otro objetivo que el de atraer al lector y acercarle a otras vidas que enriquezcan la propia, ese es John Griffith Chaney, más conocido por Jack London, nacido en San Francisco de California en 1876 y fallecido en su casa de Glen Ellen, también en California, en 1916.

En sus cuarenta años de vida, Jack, que tomó el apellido London de John London, segundo marido de su madre, hizo prácticamente de todo y llevó a la escritura un abanico interminable de temas, tan variados como jamás habían sido abordados con anterioridad en la narrativa de su país (y yo diría que en la de ningún otro). Jesús Egido despliega ese abanico en su estupendo prólogo al primer tomo de los Cuentos completosdel escritor californiano (Madrid, Reino de Cordelia, 2017), enumerando así la temática londoniana:

El alcoholismo, las inconveniencias de la vejez, el boxeo, la tauromaquia, el trabajo infantil, la ecología, las fantasías extraterrestres, la ludopatía, el trabajo en las minas de oro, el amor (tanto el bárbaro y primitivo como el romántico e ideal), la discapacidad mental, los mitos, la corrupción política, la psicología (humana y animal), la explotación racial y sexual, la revolución, la experimentación científica, la vida de los marinos, el mundo del hampa, el suicidio, la vida en los suburbios, el socialismo, la filosofía de Spencer y de Nietzsche, la supervivencia en situaciones-límite, la guerra, la naturaleza y la escritura…

(me he permitido aumentar la lista con varios ítems de mi cosecha).

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La simple lectura de esos temas nos habla de la insoslayable actualidad de London, pues muchas de las preocupaciones que invadían su ánimo y que después eran trasladadas por él al papel están hoy plenamente vigentes. De ahí la oportunidad histórica de la publicación de sus cuentos completos en español por Reino de Cordelia en tres gruesos volúmenes de 800 páginas cada uno, que irán apareciendo —el primero lo ha hecho ya— en los otoños de 2017, 2018 y 2019 respectivamente. La traducción, difícilmente superable, es de Susana Carral. Y las ilustraciones de cubiertas y de capitulares han corrido y correrán a cargo de esa joven y delicadísima artista que responde al nombre de María Espejo y que es, sin lugar a dudas, una de las más interesantes ilustradoras españolas del momento.

El verdadero padre de Jack fue el marino y astrólogo William Chaney. No llegó a casarse con su madre, Flora Wellman, que era una mujer culta, extravagante e independiente que había abandonado la casa familiar para acabar uniendo su vida a la de Chaney. Cuando quedó embarazada del futuro Jack, William la echó de casa, al negarse ella a abortar. Menos mal que no lo hizo, porque nos habríamos perdido la obra de uno de los más portentosos narradores de las letras universales. El caso es que la pintoresca Flora Wellman dio a luz a un niño que guardaría siempre un asombroso parecido físico y moral con el padre que no quiso que naciera, lo que trae consigo derivaciones freudianas de órdago a la grande (y yo diría que hasta a la chica). Todo ello, unido a una infancia amenazada de continuo por la pobreza y desarrollada en un contexto de lucha por la vida, enriqueció el background psicológico del futuro escritor, de quien él mismo dice, en su novela autobiográfica Martin Eden (1909), que no conoció la infancia, constituyendo su único placer la caza de patos y la pesca. Pero su existencia iba a cambiar de forma decisiva el día en que el muchacho, que no contaba más de diez años, descubrió una biblioteca pública. A partir de ese instante, las excentricidades espiritistas de su madre y la marginación social de su familia dejaron de hacer mella en él, porque había encontrado la amistosa complicidad de la literatura, al amparo de la cual nunca hace frío ni nadie se siente solo.

El otro gran amor de Jack London fue, por supuesto, la aventura.

Con el primer dinero que pudo ahorrar de sus trabajos esporádicos como vendedor de periódicos y mozo portuario en Oakland, compró un pequeño bote con el que llevó a cabo sus primeros viajes por las inmediaciones de San Francisco. Se dedicó más tarde a la captura de ostras en la bahía de su ciudad natal; trabajó dieciséis horas diarias en una fábrica de envases y en un molino de yute; vagabundeó por los Estados Unidos, llegando a estar preso por vagabundo en la cárcel de Niagara Falls, en la frontera de los Grandes Lagos con Canadá. Se unió después a una troupe de desocupados y se hizo trampero. Todo esto antes de cumplir sus primeros veinte años. Tras un breve interregno en la Universidad de Berkeley, donde se interesó por la sociología y se hizo socialista (un socialismo nietzscheano, de corte prefascista), empezó a pensar en serio en sus cualidades literarias como apuesta profesional de futuro, pero antes viajó al Klondike en busca de oro, experiencia que dejaría una importante huella en él y que supondría la sobredosis aventurera que necesitaba para catapultarse al éxito como narrador. Un éxito que le llegaría en plena juventud y que le hizo ganar mucho dinero gracias a su frenética, vivaz y vertiginosa escritura.

Como novelista, es autor de títulos inolvidables como La llamada de la selva, El lobo de mar o Asesinatos S. L. Pero es como autor de relatos breves, de los que escribió casi doscientos, como ha pasado a la logia mayor del cuento mundial, junto a autores como su compatriota Poe, Guy de Maupassant, Villiers de l’Isle-Adam, Chéjov y Borges, por citar el primer repóker de ases que me viene a la cabeza en este momento. De ahí la enorme significación de ese primer tomo de Cuentos completos de Jack London que Reino de Cordelia acaba de situar en las librerías de España y América. Contiene los 87 relatos escritos por el gran autor estadounidense entre 1893 y 1902, es decir, entre los diecisiete y los veintiséis años de su edad. Unos relatos que, a pesar de la extrema juventud de su autor, suponen ya una auténtica cima en su producción literaria.

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