La isla de la serenidad, la preceptiva política y un deseo de Azorín
Admirador de Maura y de Juan de la Cierva y Peñafiel, no se limitó sólo a la crónica política, sino que participó en ella como diputado.
"¿Y en las manos de todos estos hombres está el porvenir de España? ¿Y éstos son los hombres que monopolizan el poder mientras España se desquicia, se hunde, con sus campos yermos, con sus multitudes hambrientas y sin escuelas?", escribía Azorín al comienzo de su Parlamentarismo español, sus memorias reunidas de cronista en Las Cortes desde 1904 a 1916. Es incuestionable que le interesó mucho y siempre la política. Hasta el punto que dedicó varias obras al tema. Además de la ya mencionada, citemos El chirrión de los políticos, El Político y Un discurso de La Cierva, un libro decisivo como análisis de la política española de los primeros años del siglo XX.
A pesar de su anarquismo juvenil, Azorín fue lo que hoy llamaríamos un liberal conservador que no quiso colaborar con la dictadura de Primo de Rivera. Admirador de Maura y, muy especialmente de Juan de la Cierva y Peñafiel, al que dedicó todo un libro, no se limitó sólo a la crónica o a la observación de la política y los políticos, sino que participó en ella como diputado en cinco ocasiones e incluso fue subsecretario de Instrucción Pública en otras dos.
Para añadir una mínima gota al recuerdo que se le tributa en el cincuenta aniversario de su muerte en 1967, centremos nuestra mirada en algunos elementos de su visión política.
La isla de la serenidad
Es la antiutopía política que Azorín dedicó a Luis Araquistain, un socialista radical, íntimo de Largo Caballero. Ya al final de su vida, evolucionó hasta la socialdemocracia moderada capaz de un pacto constitucional con conservadores y liberales españoles. La isla de la serenidad está incluida en Los Quintero y otras páginas publicada por Rafael Caro Raggio, Madrid, 1926.
No se sabe por qué los utopistas políticos eligen a una isla para desarrollar sus ingenierías sociales. Desde Tomás Moro a Tommaso Campanella pasando por Francis Bacon todos eligieron islas para imaginar una sociedad feliz. Incluso La Barataria era una ínsula. La tradición llegó hasta Luis Araquistain que, más que una isla, ideó El archipiélago maravilloso (1923). A este rosario de islas -la de los inmortales, la de los zahoríes y Nueva Armórica -, Azorín quiso añadir la suya, La isla de la serenidad.
Resumiendo, en el vapor matrícula de Bilbao botado con el nombre Indalecio Prieto viajaban con destino a Filipinas un exministro español, un capitalista bilbaíno, dos abogados, tres comerciantes y cuatro marineros. Naufragados, llegaron a una isla, la isla de la serenidad, cuya capital se llamaba muy adecuadamente Ataraxia y en la que "no hay ejércitos, ni cárceles, ni códigos. No conocemos la propiedad. No sabemos lo que es moneda. Todo es de todos. La vida es dulce y grata. No ofendemos a nadie; nadie turba nuestra quietud..."
Había de todo, incluso champán, pero el ex ministro, que era leído, comenzó a aburrirse de tanta serenidad. De hecho, anotó en su diario:
La isla de la Serenidad es verdaderamente admirable. Debemos ensalzar las puras costumbres y el bienhechor régimen de sus habitadores. La paz y la armonía son perfectas. Pueden vivir sin propiedad y sin leyes. Pero esta paz, ¿será duradera? Y si algún pueblo extraño invade la isla, ¿cómo podrán los ciudadanos defenderse? La situación actual es halagüeña, sí; pero inestable, peligrosa. El ideal sería constituir un régimen de gobierno y de defensa militar que pusiera a los moradores de la isla a cubierto de toda invasión. En la seguridad de la defensa, los ciudadanos vivirán mucho mejor.
Así que se afanó en propagar su "nueva" política entre los habitantes de la isla que parecieron entender y admitir sus razones. Tanto es así, que el ex ministro soñó en hacerse con el poder por el bien, cómo no, de los isleños. Se puso a ello y, dado que creía que la mayoría asentía ante sus ideas, se dispuso a dar el golpe definitivo y se fijó el día: "¡Oh, moradores de esta isla dichosa! Vais a entrar en la hora más feliz de vuestra historia..."
El día señalado el exministro iba a pronunciar el discurso final:
Ya iba a hablar. Y al decir con voz recia, emocionada: "Señores...", ocurrió en el inmenso salón una cosa extraordinaria, absurda, única, increíble: una formidable carcajada resonó en el dilatado ámbito.
Todo había sido una farsa, o si se quiere, un ejercicio de urbanidad de los habitantes de la Isla de la Serenidad, respetuosos y serenos incluso con quienes deseaban acabar con su modo de vida." Finalmente, él y los demás náufragos españoles fueron llevados al puerto donde fueron embarcados por turbar la paz de la isla conminándoseles a no volver jamás.
Moraleja: la política real ni es ni cabe en una utopía y el político español, además de otros vicios y aun cuando sea leído, sufre un defecto fundamental: no conocer ni escuchar a la propia gente. Tal vez Azorín quiso gastarle una broma a su amigo Araquistain. O donarle una ironía. No se olvide que también escribió la farsa El clamor con Pedro Muñoz Seca en plena dictadura de Primo de Rivera. Fueron las críticas al ejercicio del periodismo contenidas en dicha obra las que motivaron su expulsión de la Asociación de la prensa, hazaña "democrática" perpetrada por un ex ministro liberal y un periodista "constitucional" en nombre, claro está, de la libertad.
Preceptiva político-moral y un deseo
Azorín, cuatro años después de comenzar a desarrollar al papel de cronista parlamentario, en 1908, se atrevió a escribir un tratado general o preceptiva política, al estilo de los viejos manuales para los príncipes cristianos. Independientemente de la osadía, del tiempo transcurrido y de la época de la historia de España en que fue escrito, El político, recoge sus consejos reunidos para el perfecto político español en tanto que hombre de Estado, lo que, de entrada, ya es mucho decir.
El hombre de Estado, dibuja Azorín, debe ser fuerte de salud y de ánimo y ser elegante en su vestir, esto es, sencillo y natural, desde la blancura de las prendas blancas a los zapatos. No debe ser llano, afable y cortés en demasía y no debe prodigarse mucho en actos públicos, que "lo que mucho se ve, se estima poco". Y desde luego, debe practicar la virtud de la eubolia, que hace ser discreto en lengua. "Gana, pues, más para la fama quien calla, quien no dice sino lo preciso, que quien deja que corran y se espacien sus profusas palabras en millares de hojas".
Al mismo tiempo, deberá aislarse de la "corte" que le rodea impidiéndole ver con claridad y por sí mismo. Por ello, aunque tiene la obligación de estrechar muchas manos, debe conocer de primera mano y casi de incógnito las necesidades, planes e ideas de la gente sencilla. Igualmente debe conocer a quienes tiene a su lado y distinguir a los "buenos, discretos y leales" de los que son "galopines, truchimanes y trapisondistas" que "se introducen en la privanza y valimiento de los políticos por medio de la asiduidad y la lisonja".
El político no debe ser impaciente, ni emitir dictámenes acelerados. Es bueno dejar pasar tiempo antes de tomar decisiones importantes. "Hay momentos en la vida de los negocios en que la multitud, la prensa, la opinión pública se exacerban, se encienden y piden que se haga tal o cual cosa; en esto momentos hasta los espíritus más reflexivos pierden la sangre fría; hombres sosegados y discretos de ordinario se exaltan y unen su voz a la de la multitud. El político no debe en estos instantes dejarse arrastrar por el impulso general; si es preciso, tenga el valor de arrostrar la impopularidad".
Consecuentemente debe procurar el equilibrio, quedar siempre en el fiel de las balanzas. Desde corregir comportamientos personales equivocados de manera inmediata a su advertencia a ser entero o condescendiente, según los casos, algo que sólo es posible si e dispone de la cualidad de la perspicacia. Y en caso de duda, ser magnánimo. Siempre, el político de Azorín debe exhibir un cierto desdén por el elogio y aceptar con sencillez las distinciones. "En estos tiempos modernos en que los juicios se formulan rápidamente y en que todo el mundo escribe, debemos considerar que existen muchas reputaciones gloriosas que no tienen fundamento ninguno y muchos desprestigios que no deben ser considerados como tales", escribe.
¿Y qué pasa con las contradicciones de los políticos? Cita a Antonio Maura: "Las contradicciones, cuando son desvergonzadas mudanzas de significación por interés, por ambición, por una sordidez cualquiera, son tan infamantes como los motivos del cambio; pero yo os digo que si alguna vez oyese la voz de mi deber en contra de lo que hubiera con más calor toda mi vida sustentando, me consideraría indigno de vuestra estimación, y en mi conciencia me tendría por prevaricador, si no pisoteaba mis palabras anteriores y ajustaba mis actos a mis deberes". Alta norma de vida, harto poco frecuente.
Si el político es atacado, no pierda la sangre fría. Es más, no debe mover ni un músculo de la cara porque cualquier movimiento instintivo puede revelar la ira, si la hay. Tampoco debe enzarzarse en la polémica del derecho y la fuerza. "Ha dicho un filósofo que los humanos, no pudiendo hacer que lo justo sea fuerte, han hecho que lo fuerte sea justo. En este espejismo, en este juego consolador vive la humanidad; se proclama el derecho, se grita por la justicia, pero en el fondo sólo hay una cosa: fuerza. La fuerza es la vida, y la vida es un hecho desconocido".
El político no debe elegir entre ser león o zorra, sino que tiene ser ambos. Fuerza y, al tiempo, astucia, como astutos zorrones fueron Gracián y Saavedra Fajardo en sus ladridos clamorosos contra el maquiavelismo. Gracián decía que Maquiavelo, el embustero, no aducía razones de Estado sino de establo, pero fue el propio Gracián el que escribió que había que ser vulpeja cuando no se podía ser león. ¿No eran maquiavélicas sus consejos sobre acercarse a los ricos, huir de los pobres y darse maña para hacer recaer las propias culpas en los demás? Igualmente, bajo la piel del mastín de los príncipes cristianos, Saavedra Fajardo, salen "un hopo y un hocico que acaso dejan muy atrás a los de la raposa italiana".
Azorín recuerda que ya el padre Feijoo se reía de las críticas a Maquiavelo, que fue el medio, pero no el mensaje, que venía de lejos. ¿Qué se incumplen los juramentos y se falta a la palabra dada? "En la Grecia —escribió —, el faltar a la palabra dada y aun jurada, cuando su observancia se oponía al interés del Estado, era tan corriente, que por esto sólo apenas se perdía la opinión del príncipe justo o de hombre de bien". Puntilla azoriniana: "El mismo divino Platón, ¿no dice en su República, libro III, que es lícito mentir siempre que sea útil al Estado?"
A lo largo de su libro, Azorín sentencia que el político debe tener serenidad en la desgracia y guardar alguna carta en la manga para el futuro cuando caiga en desgracia no le vaya a ocurrir como a don Rodrigo Calderón, cuya historia cuenta el de Monóvar para ilustrar algunos preceptos. Y desde luego, debe dudar de la eficacia de ser un "hombre de honor" porque "de noche acaso nos parezca honorable lo que no nos lo pareciera de día". Pero nunca entregarse a pasiones amorosas violentas porque la energía si se pone en un sitio, desaparece de otro. Retozar, sí, pero sin gran empeño.
El político no debe ser "ome revolvedor" como decía Berceo, porque "una cosa son las fantasías de los teorizantes y otras las manipulaciones de la realidad". Es menester que lea pocos libros y huir de la abstracción. Por ello, le será útil leer sobre todo biografías, memorias, confesiones y relación de hechos verídicos. Importante que sepa escuchar y preocuparse por los hombres y mujeres de mañana, esto es, de la educación y que esté atento a la novedad: "Sepa distinguir el político los valores nacientes, positivos, en el revuelto y confuso fermentar y germinar de las gentes nuevas".
El político debe contenerse y medir sus fuerzas. Como ha de medir su oratoria, basada en el conocimiento perfecto del asunto, antes que en la espontaneidad. Grande consejo da Azorín sobre cómo deben ser los discursos de los políticos. Uno de ellos, escasamente atendido en nuestros días, es el de repasar "el vocabulario de su lengua… en él encontrará mil palabras que le servirán para nombrar exactamente las cosas y para indicar sus relaciones". Y nunca formular en ellos juicios sobre las personas.
Por último, el político debe ser un mago del tiempo. "Yo y tiempo contra otros dos, decían un gran monarca. El tiempo lo borra y hace olvidar todo; entre los más formidables odios, él pone una muralla que se va paulatinamente espesando. No hay entusiasmo ni amor que resista el tiempo. El tiempo lo hace todo sin ruido, sin clamores, sin conmociones, lenta, dulcemente". Es más, pudre, anonada. Con eso, evitando el escándalo, manifestando aplomo antes que perplejidad y sabiendo retarse a tiempo, he ahí el político azoriniano, compuesto por máximas de valor relativo como él mismo reconoce y a las que, personalmente, les concedo el ardor del idealismo y la sospecha del humor más puntiagudo.
El deseo
Quiero pensar que en él resume el inquieto Azorín su sensibilidad política. Dice así: "Señor, haz que todos los poderosos, que todos los constituidos en dignidad, que todos los mundanos gozadores de honras, piensen siquiera un minuto todos los días, en los pobres de los caminos y de las ciudades; en los pobres que van de puerta en puerta, y en la inmensa legión de los que trabajan y sufren". Esto es lo que escribe al final de su libro El chirrión de los políticos. Tal vez lo sintiera, pero no lo aconsejó en su preceptiva política.
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