Se cumple el segundo centenario del nacimiento de José de Zorrilla y Moral. O sea, Zorrilla. O sea, el autor del Tenorio. Un hombre que en su tiempo fue el no va más de popularidad. Un fenómeno. Solo de Lope de Vega se puede decir que fuera más popular e idolatrado que Zorrilla entre sus contemporáneos, en lo que se refiere a escritores.
Zorrilla saltó a la fama en un entierro, el de Mariano José de Larra. Ni corto ni perezoso, el joven Zorrilla (20 años recién cumplidos), se subió a una tumba del cementerio de Fuencarral y recitó un exaltado poema que empezaba así:
Ese vago clamor que rasga el viento
es la voz funeral de una campana;
vano remedo del postrer lamento
de un cadáver sombrío y macilento
que en sucio polvo dormirá mañana.
El poema, y la teatralidad de su declamación, le granjeó la amistad de la flor y nata de la literatura española, que asistía al entierro. Donoso Cortés, Hartzenbusch, Bretón de los Herreros, García Gutiérrez…
La elegía a Larra la verdad, no es gran cosa. Efectismo y oropel romántico, poco más. Encima, según parece, esos versos no nacieron espontáneamente del corazón turbado del poeta, sino que fue un conocido suyo el que se lo sugirió. Lo cuenta el propio Zorrilla en Recuerdos del tiempo viejo:
Joaquín Massard, que en todo pensaba y de todo sacaba partido, me dijo al salir:
-Sé por Pedro Madrazo que usted hace versos.
-Sí, señor; le respondí.
-¿Querría usted hacer unos a Larra?, repuso, entablando su cuestión sin rodeos; y viéndome vacilar, añadió: «yo los haría insertar en un periódico, y tal vez pudieran valer algo». Ocurriome a mí lo poco que me valdrían con mi padre, desterrado y realista, unos versos hechos a un hombre tan progreso y de tal manera muerto; y dije a Massard que yo haría los versos, pero que él los firmaría.
Al final los firmó Zorrilla. Y fue el propio Massard, con el que acudió al día siguiente al entierro, el que le dio el feliz empujón para que los leyera.
Tras ese empujón, Zorrilla entró en los cenáculos y en las tertulias. Y fue requerido para escribir en los periódicos (sustituyó a Larra en El Español, precisamente). Y empezó a estrenar. Y recibió laureles. Y su fama como poeta y dramaturgo no paró de crecer hasta su muerte, ocurrida en 1893. Es decir, que vivió bastante. Mucho más de lo que se espera de un romántico. O si no, que se lo pregunten al pobre Larra, que se suicidó con 28 años, o a Bécquer y Espronceda, que palmaron a los 34.
La verdad es que Zorrilla hoy es casi exclusivamente conocido por Don Juan Tenorio, obra que estrenó en 1844. Pero escribió muchísimo. Torrencialmente. Dramas, comedias, largos poemas narrativos, poemas líricos, epigramas, elegías... Casi todo en verso. Hacía versos sobre cualquier cosa. Preferentemente sobre asuntos de la historia española, con toques más o menos legendarios. Servidumbre del romanticismo. Hizo centenares de lecturas públicas de sus poemas, con asistencia masiva. Y es que tenía una facilidad versificadora pasmosa. Solo le supera Lope de Vega (con cuya vida y obra tiene Zorrilla bastante paralelismo, incluso en la afición por las mujeres). Quizá, desde un punto de vista literario, el problema del poeta vallisoletano es justamente ese: su exuberancia. Su facilidad era tanta que no podaba. Dejaba correr la pluma y ocultaba en fárrago (en técnicamente estupendo fárrago) sus hallazgos más felices. En teatro, menos, porque el drama tiene una estructura y una "carpintería" tasada, que no permite excesivos excursos ni arborescencias. El propio Zorrilla era consciente de sus defectos. Y así, escribió en prosa:
En mi corazón no he dejado jamás penetrar a nadie, para lo cual he aprendido desde muy joven una cosa muy difícil de poner en práctica: el arte de hablar mucho sin decir nada, que es en lo que consiste mi poesía lírica.
Y en verso, en esta octava:
Nunca he sido yo más que un vagabundo:
yo soy el escritor de menos ciencia,
el ingenio español menos profundo,
el versificador más sin conciencia:
mas aunque soy, tal vez, el más fecundo,
flor sin aroma, tarro sin esencia,
de sentido y de lógica vacía
no es tal vez más que un son mi poesía.
Pero vayamos al Tenorio. Nadie ha criticado esta obra (la más conocida y representada del teatro español, sin duda alguna) tanto como su autor. Zorrilla, que anduvo con apuros económicos toda su vida, había vendido los derechos y la propiedad absoluta del Tenorio. Y claro, después la obra cobró extraordinaria fama. Y fue representada una y otra vez, en vida de Zorrilla (y así sigue,casi dos siglos después). Y el autor no vio un real más de los 4.200 que le pagó su editor. Para un autor con apuros económicos no debe de ser plato de gusto ver cómo otros se lucran con su drama. Y su venganza fue hablar mal de su propia obra, sin que eso disminuyera un ápice su éxito, todo hay que decirlo.
Muchas de las autocríticas zorrillescas están más que justificadas. La urdimbre teatral de su Tenorio tiene evidentes fallos. Excesos, incoherencias, desmesuras… Pero, con todo, es una obra excepcional. Una obra que arrebata, que encandila, y que tiene una fuerza dramática fuera de lo común. Que se lo pregunten a un crítico literario tan fino como Leopoldo Alas, Clarín, que le hizo un extraordinario homenaje a al Tenorio en uno de los capítulos de La Regenta. Su Ana Ozores es, sin duda, tributaria de la Doña Inés de Zorrilla. Y su Álvaro Mesía, de Don Juan. O al menos, de Luis Mejía.
O sea, que no es fruto del capricho el hecho de que Don Juan Tenorio siga vivísimo, aunque seguramente, si repasamos el teatro de Zorrilla, Traidor, inconfeso y mártir es una obra literariamente más redonda.
Pero, como dije antes, la fama popular de Zorrilla no le sirvió para enriquecerse. Pasó apuros económicos en muchos periodos de su vida. Apuros que le llevaron a Francia, donde quiso colocar sus obras, y a México, país en que pasó doce años (con un paréntesis de un año en Cuba), viviendo de la hospitalidad de algunos mecenas criollos. Se hizo amigo del emperador Maximiliano, que favoreció al poeta nombrándolo lector áulico y director del Teatro Nacional(que ni siquiera llegó a construirse). Parece que al final, el poeta vallisoletano no le encontró sentido a la vida mexicana, le entró la añoranza y decidió volver a la patria. Maximiliano quiso retenerlo, y pidió que, al menos, escribiera su biografía, para lo cual ponía a su disposición todos los medios y el dinero que fueran necesarios. Zorrilla prometió hacerlo y volver a México al año siguiente, pero en el ínterin Maximiliano fue fusilado. Y Zorrilla regresó a su penuria. Porque, además, a su vuelta a España (corría el año 1867) el romanticismo había pasado un poco de moda. El novelista Juan Valera (que entonces era director de Instrucción Pública) le inventó a Zorrilla un puesto en Italia, con el encargo de "examinar los archivos y bibliotecas de Roma, Bolonia y otras poblaciones", para determinar las propiedades y derechos de España en aquellos fondos documentales. Y allá estuvo Zorrilla cinco años, haciendo como que hacía (años después, en 1933, también le dieron a Valle-Inclán una sinecura similar, haciéndolo director de la Academia Española de Bellas Artes de Roma).
También el Congreso quiso aliviar la mala situación de la gloria nacional, en los últimos años de su vida, otorgándole una pensión de 7.500 pesetas con descuento. Cantidad miserable, incluso en aquella época. Para colmo, por las mismas fechas (1886) el Ayuntamiento de Valladolid, su ciudad natal, canceló el emolumento que le daba como Cronista. Ya saben, los recortes.
En fin, que en cuanto al dinero, las pasó canutas. Pero su fama no tuvo estrecheces. Cuando murió, de un tumor cerebral, en 1893, su entierro fue un acontecimiento nacional multitudinario. No faltaron políticos, artistas ni escritores. Era una gloria nacional.
Hoy, Zorrilla es un estadio, una calle, alguna estatua… y Don Juan Tenorio. Merece que no lo olvidemos.